martes, 11 de abril de 2017

La Muñeca Enterrada

Pedro era casi como un hermano para Juan. Se conocían desde hacía años y eran inseparables. Iban al mismo instituto, estaban en la misma clase y, siempre que había que hacer trabajos en grupo, terminaban juntos.

Un día, la profesora de Ciencias Naturales dejó una tarea extraña, aunque entretenida: los alumnos debían recolectar muestras de tierra a diferentes profundidades, guardando un pequeño puñado cada cinco centímetros. Como era de esperarse, Juan y Pedro decidieron trabajar juntos, aunque lo de “trabajar” no era más que una excusa para conseguir el permiso de sus padres y escapar al bosque a las afueras de la ciudad.

Una vez allí, acordaron no adentrarse demasiado. Sabían que podían perderse, y no sería la primera vez que un excursionista desorientado terminaba con un destino trágico. Marcaron los árboles por los que pasaban con tiza para asegurarse de recordar el camino de regreso, y aun así, terminaron caminando más de lo planeado hacia lo profundo de aquel espeso bosque.

Fue entonces cuando un claro extraño llamó su atención.

—Este lugar es perfecto para cavar. No hay raíces que molesten y esas piedras parecen cómodas para sentarse a comer —dijo Juan.

—El bocadillo me lo como yo, mientras tú cavas. Ni de broma voy a ensuciar mi camiseta nueva —bromeó Pedro, imitando la voz de una niña consentida.

—Hagamos una cosa: comemos ahora, y luego lo decidimos a cara o cruz —propuso Juan, que ya llevaba un buen rato con hambre.

Tras unos veinte minutos de risas y bocadillos, Juan sacó una moneda.

—El que pierda empieza. Cinco minutos cada uno, y luego se turna el otro. No pienso partirme la espalda por culpa de la bruja de Ciencias. Además, con 50 centímetros basta… no vamos a enterrar a nadie.

—Vale. Prepárate para perder —dijo Pedro, sacando unas herramientas de jardinería que había pedido prestadas a su padre.

Juan perdió el sorteo y, resignado, empezó a buscar un buen sitio. De pronto, vio un grupo de hongos rojos con manchas blancas, todos brotando del mismo punto. Algo en ellos lo atrajo con un entusiasmo casi infantil, como si las setas señalaran un lugar especial.

—Le voy a guardar unas pocas a la bruja, con suerte son venenosas —dijo entre risas, mientras recogía la primera muestra de tierra superficial.

Pero al tocar la tierra, un escalofrío recorrió su cuerpo. Un miedo inexplicable lo invadió, y se levantó bruscamente.

—¡Tengo frío! Aquí hace más frío que en todo el bosque —le gritó a Pedro.

—¡Jajaja! Ay sí, seguro estás encima de una tumba maldita o algo así —se burló Pedro, exagerando una mueca de espanto.

Juan, por orgullo, decidió ignorar su miedo y siguió cavando, guardando la tierra en bolsitas a medida que profundizaba. Mientras tanto, Pedro pateaba una piedra como si jugara al fútbol.

—¡Mira esto! —gritó Juan de pronto. Pedro corrió hacia él, curioso.

Juan sostenía una muñeca pelirroja, de unos treinta centímetros. En cuanto Pedro la vio, un escalofrío le recorrió la espalda. Una sensación de asco profundo se le instaló en la garganta como una escolopendra viva.



—¡Aaaagh, suelta eso! —gritó con asco, retrocediendo al ver a la repulsiva muñeca tuerta que su amigo tenía en la mano.

Juan miró de nuevo y palideció: la cabeza de la muñeca estaba llena de gusanos blancos, gordos, que se agitaban frenéticamente y empezaban a salir por la cavidad del ojo faltante. Su vestido seguía milagrosamente blanco, limpio, como si la tierra no lo hubiera tocado.

—Pero… cuando la desenterré estaba bien. Era bonita, y me sonrió…

El ojo que le quedaba a la muñeca era inquietante: grande, completamente negro con un iris rojo intenso y una pupila diminuta, demoníaca.

¿Quién habría enterrado algo así? ¿Por qué los gusanos estaban dentro de la cabeza? ¿Era cierto lo del frío?

Asustados, los chicos salieron corriendo, sintiendo en la espalda el peso de esa mirada única, perversa. Solo se detuvieron un par de veces: Juan vomitaba, seguramente por haber tenido en sus manos esos asquerosos gusanos. Pero al llegar a casa, las náuseas no desaparecieron. Seguía vomitando, y su rostro se volvió de un tono amarillo pálido, casi enfermizo.

Pensaron que se le pasaría en unas horas. No fue así. Con el correr de los días, Juan empeoró: estaba pálido, demacrado, irreconocible. Parecía un enfermo terminal. Los médicos no encontraban una causa. Una semana después, Juan murió.

Pedro quedó devastado. Se volvió huraño, evitaba a todos, y pasaba los recreos en la biblioteca. Los fines de semana los pasaba devorando libros, buscando una explicación. Nada encajaba: los síntomas de Juan parecían los de varias enfermedades mortales al mismo tiempo.

Hasta que un día, en una vieja librería, encontró un libro de esoterismo. Polvoriento, antiguo, con ilustraciones extrañas. Y allí, en una página amarillenta, junto a la imagen de una muñeca idéntica (aunque sin estar tuerta), leyó:

"Quien padezca una enfermedad incurable, que entierre una muñeca como esta mientras entona la invocación. Su mal quedará atrapado en la muñeca. Pero aquel que la encuentre, recibirá la enfermedad y morirá… a menos que realice el mismo ritual."

Entonces todo tuvo sentido: los gusanos, los hongos, el frío. La muñeca estaba maldita. Alguien había sellado su enfermedad en ella, condenando al primero que la desenterrara a cargar con ese mal. Una especie de pacto, una trampa para salvar su cuerpo… a cambio del alma de otro.

En algunas creencias del vudú, se usan muñecos para representar personas. Son llamados "fetiches". Lo que se le hace al muñeco, lo sufre la persona atada a él. Tal vez esta leyenda nació como una adaptación de esas prácticas oscuras. Pero para Juan, ya era tarde. La muñeca cumplió su cometido.

Y aún sigue enterrada… esperando a su próximo salvador.



Calificación:  ⛧⛧⛧⛧


No hay comentarios:

Publicar un comentario