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miércoles, 18 de marzo de 2020

El Extraño Encuentro

Todo comenzó un sábado. Ya eran más de las 9 de la noche, estaba con mi grupo de amigos en una fiesta y hasta ese momento no había pasado nada malo, pero de repente, de la nada se corta la electricidad, todos pensamos que era una broma, pero no fue así. La puerta del lugar en el que estábamos, se encontraba cerrada, de repente alguien llamó, todos los que estábamos adentro nos empezamos a asustar, uno de ellos abrió la puerta y lo único que vimos fue un perro negro, furioso y con los ojos rojos. Yo vi como a cada uno de nosotros nos recorrió un escalofrío, mis amigos estaban pálidos. De todos los presentes fui la única que me acerqué, cerré la puerta y la electricidad volvió... en ese transcurso a lo menos pasaron 4 minutos, algunos todavía no lo podían creer, otros no lo tomaron en cuenta y continuaron con la fiesta.

Pasado un rato todos se calmaron, nadie recordaba lo que había pasado. Al terminar la fiesta todos acordamos de ir al cerro, pero esa fue nuestra peor decisión. Al llegar a los pies del cerro, algunos empezaron a ver luces entre los árboles, otros a escuchar ruidos... pero ya estábamos allí y no era nuestra intención retractarnos. Empezamos a subir lentamente, andábamos con una sola linterna la cual la traía mi amigo Ale, todos estábamos un poco asustados, pero al mismo tiempo entusiasmados. Muy pocos sabían de la leyenda que tenía el cerro, así que entre los que la sabíamos la empezamos a relatar:

"Todos los que suban al cerro un domingo a la madrugada, no tendrán mucha suerte, puede que sobrevivan, pero la experiencia no la olvidarán jamás"-esas fueron las últimas palabras del abuelo de Tom. 

La historia en sí, se trata de un grupo de expedicionistas que todos los sábados regresan a buscar su alma que quedó en este mundo a causa de que cuando los mataron, sus cuerpos fueron tirados al vacío.

Para cuando habíamos terminado de contar la historia, todos estaban más que asustados y cuando menos lo imaginábamos empezamos a sentir pasos ligeros que cada vez se acercaban más. Todos quedamos petrificados, en el ambiente ni siquiera la respiración de nosotros se escuchaba, sólo se escuchaban pasos y más pasos...

De repente uno de nosotros sintió cerca de él una respiración alterada y profunda la cual empezaba a aumentar cada vez más, mientras se seguía por pasos.Todos estábamos consientes de lo que pasaba, pero nadie lo podía asumir...cuando pudimos voltear hacia atrás, no vimos nada, en el aire sólo se sentía la respiración agitada de cada uno de nosotros y el pasar del viento.

Seguimos subiendo, pero ahora nos guiaba el terror, el entusiasmo había quedado muy atrás... Llegamos a un mirador para descansar un rato y sentimos algo que se escabullía entre los arbustos, miramos para el lado sin encontrar nada, luego cuando nos volvimos hacia el frente, lo vimos ahí, era el mismo perro que se nos había aparecido en la fiesta, tal como antes, estaba furioso, con unos ojos rojos que penetraban en los nuestros, comenzamos a sentir que algo nuevamente se acercaba. El perro se había vuelto loco y ladraba desesperadamente y al intento de tirarse sobre nosotros salió corriendo, pero no ladrando, sino gimiendo, como si algo o alguien le hubiera hecho algo.

Uno de nuestros amigos sintió una mano en su hombro y nos dijo susurrando: ¡Ayuda! todos miramos hacia él y sólo pudimos ver la sombra de algo escalofriante, luego la luz de la luna cayó sobre el ser extraño y sólo ahí nos dimos cuenta de quién era...la figura representaba una persona humana que vestía un traje negro, pelo largo y oscuro y lo único que resaltaba en ella eran sus manos, estaban cubiertas de sangre. Sin pensarlo dos veces nos paramos, no sé como, estábamos aterrorizados...Pero ella nos habló, de primera con una voz muy dulce, diciendo:

"¿Qué hacen ustedes en este lugar?, ¿No saben qué este lugar es sólo mío?, váyanse de acá en este mismo instante o sus cabezas serán cortadas y sus cuerpos quemados". Nosotros atónitos escuchábamos, sólo eso, porque no podíamos hablar ni siquiera para pedir disculpas o simplemente salir corriendo.

Con una voz mucho más ronca nos dijo:

"Han venido en busca de los expedicionistas o simplemente tras mi fiel amigo...¡"El Diablo"!...

De repente detrás de ella aparece el perro, que nos miraba con un profundo rencor, mientras que nosotros le devolvíamos una mirada de pánico. En ese instante deben haber sido las 5:30 am aproximadamente. El sol ya empezaba a salir, nosotros nos alegramos mucho, porque cuando los primeros rayos del alba llegaron donde estábamos nosotros, la imagen de la Mujer comenzó a desvanecerse como un cubo de hielo y el perro desapareció en la nada misma.

Ya no había nada más de que asustarse, el peligro ya había pasado. Pero aún así nos sentíamos aterrados... Cuando bajamos del cerro, cada uno se fue a su casa y prometimos no contarle a nadie lo que había pasado ya que nadie nos creería.

Este relato ocurrió a principios del mes de noviembre del año pasado y cada vez que lo recordamos como grupo, nos deprimimos mucho.



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viernes, 6 de marzo de 2020

Colmillos

No soy una persona a la que le gusten mucho los animales, es difícil aceptarlo. Toda mi vida, la gente me ha visto como alguna clase de monstruo, simplemente por el hecho de no querer tener mascotas. ¿Peces? Vale, son aburridos, alguna vez me regalaron uno y me olvide de darle de comer una semana. ¿Iguanas? No gracias, los reptiles me dan algo de repelús. ¿Gatos? No entiendo porque todas las personas se mueren por ellos, a mí me ponen de los nervios, con esa mirada y esa forma tan sigilosa de andar que tienen.

Pero lo peor para mí, son los perros. Sé que todos dicen que son el mejor amigo del hombre. A mí no me lo parece. Hay algo en ellos que no me gusta, esos dientes, esos ojos profundos, esos rostros extraños. De niño, mis peores pesadillas eran con perros.

No son tan amistosos como se cree. O por lo menos, los que yo he visto en mi vida no lo han sido conmigo.

Fue por eso que un escalofrío me corrió por la columna el día que mi novia trajo a aquel chucho a la casa. Un perro adulto y enorme, de color blanco y marrón, con unos ojos que me inquietaron profundamente.

—Se llama Colmillos —me dijo ella, acariciándolo— pobrecito, su familia lo tiró en la carretera. Nadie en el albergue lo quería adoptar.

No pude decirle en ese momento lo mucho que me desagradaba la idea. Ella ya sabía que me disgustaban los animales. Pero al parecer no se había podido a resistir con la historia del can. Mierda.

Pensé que mientras el perro no quisiera acercarse a mí, todo estaría bien. Entonces comenzó lo extraño.

Colmillos podía deambular libremente por la casa. Pero siempre que me sentaba a trabajar en el comedor, él se sentaba en un rincón de la estancia y se quedaba observándome fijamente, con una expresión que distaba mucho de la inocencia y cariño con la que miraba a mi novia. Conmigo, sus ojos eran fríos y llenos de resentimiento. Eso me ponía los pelos de punta.

Cada vez que me marchaba a trabajar a otra parte, tardaba un rato en descubrir a Colmillos mirándome del mismo modo, como vigilándome.

Un día, cuando volví de correr, Colmillos dejó caer frente a mí algo que había traído del exterior. Era un pájaro muerto, que había destrozado con sus propias encías. Aquello fue el colmo. Le di un ultimátum a mi novia. O se iba él o me marchaba yo de la casa.

Eso fue ayer. Hoy me encuentro aquí, encerrado en el pequeño cobertizo del garaje. No puedo salir porqué él está afuera. Aguardando para matarme.

Apenas y tuve tiempo de correr hasta aquí al llegar esta tarde del trabajo.

Lo primero que encontré, fue a mi novia en la cocina, muerta. La habían mordido en la yugular hasta hacer que se desangrara. En ese momento Colmillos apareció detrás de mí, mirándome fijamente. Y corrí.

Tengo miedo. Está esperando a que salga.



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martes, 25 de febrero de 2020

Yaguaí - Horacio Quiroga

Autor: Horacio Quiroga
Nacionalidad: Uruguaya
Año de publicación: 1917


Yaguaí

Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la piedra –un sólido bloque de mineral de hierro– y dio una cautelosa vuelta en torno. Bajo el sol a mediodía de Misiones, el aire vibraba sobre el negro peñasco, fenómeno éste que no seducía al fox–terrier. Allí abajo, sin embargo, estaba la lagartija. El perro giró nuevamente alrededor, resopló en un intersticio, y, para honor de la raza, rascó un instante el bloque ardiente. Hecho lo cual regresó con paso perezoso, que no impedía un sistemático olfateo a ambos lados del sendero.

Entró en el comedor, echándose entre el aparador y la pared, fresco refugio que él consideraba como suyo, a pesar de tener en su contra la opinión de toda la casa. Pero el sombrío rincón, admirable cuando a la depresión de la atmósfera acompaña falta de aire, tornábase imposible en un día de viento norte. Era éste otro flamante conocimiento del fox–terrier, en quien luchaba aún la herencia del país templado —Buenos Aires, patria de sus abuelos y suya—, donde sucede precisamente lo contrario. Salió, por lo tanto, afuera, y se sentó bajo un naranjo, en pleno viento de fuego, pero que facilitaba inmensamente la respiración. Y como los perros transpiran muy poco, Yaguaí apreciaba cuanto es debido al viento evaporizador, sobre la lengua danzante puesta a su paso.

El termómetro alcanzaba en ese momento a cuarenta grados. Pero los fox–terriers de buena cuna son singularmente falaces en cuanto a promesas de quietud se refiera. Bajo aquel mediodía de fuego, sobre la meseta volcánica que la roja arena tornaba aún más caliente, había lagartijas. Con la boca ahora cerrada, Yaguaí traspuso el tejido de alambre y se halló en pleno campo de caza. Desde setiembre no había logrado otra ocupación a las siestas bravas. Esta vez rastreó cuatro lagartijas de las pocas que quedaban ya, cazó tres, perdió una, y se fue entonces a bañar.

A cien metros de la casa, en la base de la meseta y a orillas del bananal, existía un pozo en piedra viva de factura y forma originales, pues siendo comenzado a dinamita por un profesional, habíalo concluido un aficionado con pala de punta. Verdad es que no medía sino dos metros de hondura, tendiéndose en larga escarpa por un lado, a modo de tamajar. Su fuente, bien que superficial, resistía a secas de dos meses, lo que es bien meritorio en Misiones. Allí se bañaba el fox–terrier, primero la lengua, después el vientre sentado en el agua, para concluir con una travesía a nado. Volvía a la casa, siempre que algún rastro no se atravesara en su camino.

Al caer el sol, tornaba al pozo. De aquí que Yaguaí sufriera vagamente de pulgas, y con bastante facilidad, el calor tropical para el que su raza no había sido creada. El instinto combativo del fox–terrier se manifestó normalmente contra las hojas secas; subió luego a las mariposas y su sombra, y se fijó por fin en las lagartijas. Aún en noviembre, cuando tenía ya en jaque a todas las ratas de la casa, su gran encanto eran los saurios. Los peones que por a o b llegaban a la siesta, admiraron siempre la obstinación del perro, resoplando en cuevitas bajo un sol de fuego; si bien la admiración de aquéllos no pasaba del cuadro de caza.

—Eso —dijo uno un día, señalando al perro con una vuelta de cabeza—, no sirve más que para bichitos...

El dueño de Yaguaílo oyó:

—Tal vez —repuso—; pero ninguno de los famosos perros de ustedes sería capaz de hacer lo que hace ése.

Los hombres se sonrieron sin contestar. Cooper, sin embargo, conocía bien a los perros de monte y su maravillosa aptitud para la caza a la carrera, que su fox–terrier ignoraba. ¿Enseñarle? Acaso; pero no tenía cómo hacerlo. Precisamente esa misma tarde un peón se quejó a Cooper de los venados que estaban concluyendo con los porotos. Pedía escopeta, porque aunque él tenía un buen perro, no podía sino a veces alcanzar a los venados de un alcanzarlos de un palo...

Cooper prestó la escopeta, y aun propuso ir esa noche al rozado.

—No hay luna —objetó el peón.

—No importa. Suelte el perro y veremos si el mío lo sigue.

Esa noche fueron al plantío. El peón soltó a su perro, y el animal se lanzó enseguida en las tinieblas del monte, en busca de un rastro. Al ver partir a su compañero, Yaguaí intentó en vano forzar la barrera de caraguatá. Logrólo al fin, y siguió la pista del otro. Pero a los dos minutos regresaba, muy contento de aquella escapatoria nocturna. Eso sí, no quedó agujerito sin olfatear en diez metros a la redonda. Pero cazar tras el rastro, en el monte, a un galope que puede durar muy bien desde la madrugada hasta las tres de la tarde, eso no. El perro del peón halló una pista, muy lejos, que perdió enseguida. Una hora después volvía a su amo, y todos juntos regresaron a la casa. La prueba, si no concluyente, desanimó a Cooper. Se olvidó luego de ellos, mientras el fox–terrier continuaba cazando ratas, algún lagarto o zorro en su cueva, y lagartijas.

Entretanto, los días se sucedían unos a otros, enceguecientes, pesados, en una obstinación de viento norte que doblaba las verduras en lacios colgajos, bajo el blanco cielo de los mediodías tórridos. El termómetro se mantenía entre treinta y cinco y cuarenta, sin la más remota esperanza de lluvia. Durante cuatro días el tiempo se cargó, con asfixiante calma y aumentó de calor. Y cuando se perdió al fin la esperanza de que el sur devolviera en torrentes de agua todo el viento de fuego recibido un mes entero del norte, la gente se resignó a una desastrosa sequía. El fox–terrier vivió desde entonces sentado bajo su naranjo, porque cuando el calor traspasa cierto límite razonable, los perros no respiran bien, echados.

Con la lengua afuera y los ojos entornados, asistió a la muerte progresiva de cuanto era brotación primaveral. La huerta se perdió rápidamente. El maizal pasó del verde claro a una blancura amarillenta, y a fines de noviembre sólo quedaban de él columnitas truncas sobre la negrura desolada del rozado. La mandioca, heroica entre todas, resistía bien.

El pozo del fox–terrier —agotada su fuente— perdió día a día su agua verdosa, y ahora tan caliente que Yaguaí no iba a él sino de mañana, si bien hallaba rastros de apereás, agutíes y hurones, que la sequía del monte forzaba hasta el pozo. En vuelta de su baño, el perro se sentaba de nuevo, viendo aumentar poco a poco el viento, mientras el termómetro, refrescado a quince al amanecer, llegaba a cuarenta y uno a las dos de la tarde. La sequedad del aire llevaba a beber al fox–terrier cada media hora, debiendo entonces luchar con las avispas y abejas que invadían los baldes, muertas de sed. Las gallinas, con las alas en tierra, jadeaban tendidas a la triple sombra de los bananos, la glorieta y la enredadera de flor roja, sin atreverse a dar un paso sobre la arena abrasada, y bajo un sol que mataba instantáneamente a las hormigas rubias.

Alrededor, cuanto abarcaban los ojos del fox–terrier: los bloques de hierro, el pedregullo volcánico, el monte mismo, danzaba, mareado de calor. Al oeste, en el fondo del valle boscoso, hundido en la depresión de la doble sierra, el Paraná yacía, muerto a esa hora en su agua de cinc, esperando la caída de la tarde para revivir. La atmósfera, entonces, ligeramente ahumada hasta esa hora, se velaba al horizonte en denso vapor, tras el cual el sol, cayendo sobre el río, sosteníase asfixiado en perfecto círculo de sangre. Y mientras el viento cesaba por completo y, en el aire aún abrasado, Yaguaí arrastraba por la meseta su diminuta mancha blanca, las palmeras negras, recortándose inmóviles sobre el río cuajado en rubí, infundían en el paisaje una sensación de lujoso y sombrío oasis.

Los días se sucedían iguales. El pozo del fox–terrier se secó, y las asperezas de la vida, que hasta entonces evitaran a Yaguaí, comenzaron para él esa misma tarde. Desde tiempo atrás el perrito blanco había sido muy solicitado por un amigo de Cooper, hombre de selva, cuyos muchos ratos perdidos se pasaban en el monte tras los tatetos. Tenía tres perros magníficos para esta caza, aunque muy inclinados a rastrear coatís, lo que envolviendo una pérdida de tiempo para el cazador, constituye también la posibilidad de un desastre, pues la dentellada de un coatí degüella fundamentalmente al perro que no supo cogerlo. Fragoso, habiendo visto un día trabajar al fox–terrier en un asunto de irara, a la que Yaguaí forzó a estarse definitivamente quieta, dedujo que un perrito que tenía ese talento especial para morder justamente entre cruz y pescuezo no era un perro cualquiera por más corta que tuviera la cola. Por lo que instó repetidas veces a Cooper a que le prestara a Yaguaí.

—Yo te lo voy a enseñar bien a usted, patrón —le decía.

—Tiene tiempo —respondía Cooper.

Pero en esos días abrumadores —la visita de Fragoso habiendo avivado el recuerdo del pedido—, Cooper le entregó su perro a fin de que le enseñara a correr. Yaguaí corrió, sin duda, mucho más de lo que hubiera deseado el mismo Cooper. Fragoso vivía en la margen izquierda del Yabebirí, y había plantado en octubre un mandiocal que no producía aún, y media hectárea de maíz y porotos, totalmente perdida por la seca. Esto último, específico para el cazador, tenía para Yaguaí muy poca importancia, trastornándole en cambio la nueva alimentación.

Él, que en casa de Cooper coleaba ante la mandioca simplemente cocida, para no ofender a su amo, y olfateaba por tres o cuatro lados el locro, para no quebrar del todo con la cocinera, conoció la angustia de los ojos brillantes y fijos en el amo que come, para concluir lamiendo el plato que sus tres compañeros habían pulido ya, esperando ansiosamente el puñado de maíz sancochado que les daban cada día.

Los tres perros salían de noche a cazar por su cuenta —maniobra ésta que entraba en el sistema educacional del cazador—; pero el hambre, que llevaba a aquéllos naturalmente al monte a rastrear para comer, inmovilizaba al fox–terrier en el rancho, único lugar del mundo donde podía hallar comida. Los perros que no devoran la caza, serán siempre malos cazadores; y justamente la raza a que pertenecía Yaguaí caza desde su creación por simple sport. Fragoso intentó algún aprendizaje con el fox–terrier. Pero siendo Yaguaí mucho más perjudicial que útil al trabajo desenvuelto de sus tres perros, lo relegó desde entonces en el rancho a espera de mejores tiempos para esa enseñanza.

Entretanto, la mandioca del año anterior comenzaba a concluirse; las últimas espigas de maíz rodaron por el suelo, blancas y sin un grano, y el hambre, ya dura para los tres perros nacidos con ella, royó las entrañas de Yaguaí. En aquella nueva vida el fox–terrier había adquirido con pasmosa rapidez el aspecto humillado, servil y traicionero de los perros del país. Aprendió entonces a merodear de noche por los ranchos vecinos, avanzando con cautela, las piernas dobladas y elásticas, hundiéndose lentamente al pie de una mata de espartillo al menor rumor hostil.

Aprendió a no ladrar por más furor o miedo que tuviera, y a gruñir de un modo particularmente sordo cuando el cuzco de un rancho defendía a éste del pillaje. Aprendió a visitar los gallineros, a separar dos platos encimados con el hocico, y a llevarse en la boca una lata con grasa a fin de vaciarla en la impunidad del pajonal. Conoció el gusto de las guascas ensebadas, de los zapatones untados de grasa, del hollín pegoteado de una olla y —alguna vez—, de la miel recogida y guardada en un trozo de tacuara. Adquirió la prudencia necesaria para apartarse del camino cuando un pasajero avanzaba, siguiéndolo con los ojos, agachado entre el pasto. Y a fines de enero, de la mirada encendida, las orejas firmes sobre los ojos, y el rabo alto y provocador del fox–terrier, no quedaba sino un esqueletillo sarnoso, de orejas echadas atrás y rabo hundido y traicionero, que trotaba furtivamente por los caminos.

La sequía continuaba, entre tanto; el monte quedó poco a poco desierto, pues los animales se concentraban en los hilos de agua que habían sido grandes arroyos. Los tres perros forzaban la distancia que los separaba del abrevadero de las bestias con éxito mediano, pues siendo aquél muy frecuentado a su vez por los yaguareteí, la caza menor tornábase desconfiada. Fragoso, preocupado con la ruina del rozado y con nuevos disgustos con el propietario de la tierra, no tenía humor para cazar, ni aun por hambre. Y la situación amenazaba así tornarse muy crítica, cuando una circunstancia fortuita trajo un poco de aliento a la lamentable jauría.

Fragoso debió ir a San Ignacio, y los cuatro perros, que fueron con él, sintieron en sus narices dilatadas una impresión de frescura vegetal —vaguísima, si se quiere—, pero que acusaba un poco de vida en aquel infierno de calor y seca. En efecto, San Ignacio había sido menos azotado, resultas de lo cual algunos maizales, aunque miserables, se sostenían en pie. No comieron los perros ese día; pero al regresar jadeando detrás del caballo, probaron en su memoria aquella sensación de frescura. Y a la noche siguiente salían juntos en mudo trote hacia San Ignacio.

En la orilla del Yabebirí se detuvieron oliendo el agua y levantando el hocico trémulo a la otra costa. La luna salía entonces, con su amarillenta luz de menguante. Los perros avanzaron cautelosamente sobre el río a flor de piedra, saltando aquí, nadando allá, en un paso que en agua normal no da fondo a tres metros.

Sin sacudirse casi, reanudaron el trote silencioso y tenaz hacia el maizal más cercano. Allí el fox–terrier vio cómo sus compañeros quebraban los tallos con los dientes, devorando con secos mordiscos que entraban hasta el marlo, las espigas en choclo. Hizo él lo mismo; y durante una hora, en el negro cementerio de árboles quemados, que la fúnebre luz del menguante volvía más espectral, los perros se movieron de aquí para allá entre las cañas, gruñéndose mutuamente. Volvieron tres veces más, hasta que la última noche un estampido demasiado cercano los puso en guardia. Mas coincidiendo esta aventura con la mudanza de Fragoso a San Ignacio, los perros no lo sintieron mucho. Fragoso había logrado por fin trasladarse allá, al fondo de la colonia. El monte, entretejido de tacuapí, denunciaba tierra excelente; y aquellas inmensas madejas de bambú, tendidas en el suelo con el machete, debían de preparar magníficos rozados.

Cuando Fragoso se instaló, el tacuapí comenzaba a secarse. Rozó y quemó rápidamente un cuarto de hectárea, confiando en algún milagro de lluvia. El tiempo se descompuso, en efecto; el cielo blanco se tornó plomo, y en las horas más calientes se trasparentaban en el horizonte lívidas orlas de cúmulos. El termómetro a treinta y nueve y el viento norte soplando con furia trajeron al fin doce milímetros de agua, que Fragoso aprovechó para su maíz, muy contento. Lo vio nacer, lo vio crecer magníficamente hasta cinco centímetros. Pero nada más. En el tacuapí, bajo él y alimentándose acaso de sus brotos, viven infinidad de roedores. Cuando aquél se seca, sus huéspedes se desbandan y el hambre los lleva forzosamente a las plantaciones. De este modo los tres perros de Fragoso, que salían una noche, volvieron enseguida restregándose el hocico mordido.

Fragoso mató esa misma noche cuatro ratas que asaltaban su lata de grasa. Yaguaí no estaba allí. Pero a la noche siguiente él y sus compañeros se internaban en el monte (aunque el fox–terrier no corría tras el rastro, sabía perfectamente desenfundar tatús y hallar nidos de urúes), cuando Yaguaí se sorprendió del rodeo que efectuaban sus compañeros para no cruzar el rozado. Yaguaí avanzó por él, no obstante; y un momento después lo mordían en una pata, mientras rápidas sombras corrían a todos lados.

Yaguaí vio lo que era; e instantáneamente, en plena barbarie de bosque tropical y miseria, surgieron los ojos brillantes, el rabo alto y duro, y la actitud batalladora del admirable perro inglés. Hambre, humillación, vicios adquiridos, todo se borró en un segundo ante las ratas que salían de todas partes. Y cuando volvió por fin a echarse en el rancho, ensangrentado, muerto de fatiga, tuvo que saltar tras las ratas hambrientas que invadían literalmente la casa. Fragoso quedó encantado de aquella brusca energía de nervios y músculos que no recordaba más, y subió a su memoria el recuerdo del viejo combate con la irara: era la misma mordida la misma mordida sobre la cruz; un golpe seco de mandíbula, y a otra rata.

Comprendió también de dónde provenía aquella nefasta invasión, y con larga serie de juramentos en voz alta, dio su maizal por perdido. ¿Qué podía hacer Yaguaí solo? Fue al rozado, acariciando al fox–terrier, y silbó a sus perros; pero apenas los rastreadores de tigres sentían los dientes de las ratas en el hocico, chillaban restregándolo a dos patas. Fragoso y Yaguaí hicieron solos el gasto de la jornada, y si el primero sacó de ella la muñeca dolorida, el segundo echaba al respirar burbujas sanguinolentas por la nariz.

En doce días, a pesar de cuanto hicieron Fragoso y el fox–terrier para salvarlo, el rozado estaba perdido. Las ratas, al igual de las martinetas, saben muy bien desenterrar el grano adherido aún a la plantita. El tiempo, otra vez de fuego, no permitía ni la sombra de nueva plantación, y Fragoso se vio forzado a ir a San Ignacio en busca de trabajo, llevando al mismo tiempo su perro a Cooper, que él no podía ya entretener poco ni mucho. Lo hacía con verdadera pena, pues las últimas aventuras, colocando al fox–terrier en su verdadero teatro de caza, habían levantado muy alta la estima del cazador por el perrito blanco. En el camino, el fox–terrier oyó, lejanas, las explosiones de los pajonales del Yabebirí ardiendo con la sequía; vio a la vera del bosque a las vacas que soportando la nube de tábanos empujaban los catiguás con el pecho, avanzando montadas sobre el tronco arqueado hasta alcanzar las hojas. Vio las rígidas tunas del monte tropical dobladas como velas; y sobre el brumoso horizonte de las tardes de treinta y ocho a cuarenta grados, volvió a ver el sol cayendo asfixiado en un círculo rojo y mate.

Media hora después entraban en San Ignacio. Siendo ya tarde para llegar hasta lo de Cooper, Fragoso aplazó para la mañana siguiente su visita. Los tres perros, aunque muertos de hambre, no se aventuraron mucho a merodear en país desconocido, con excepción de Yaguaí, al que el recuerdo bruscamente despierto de las viejas carreras delante del caballo de Cooper, llevaba en línea recta a casa de su amo. Las circunstancias anormales por que pasaba el país con la sequía de cuatro meses —y es preciso saber lo que esto supone en Misiones—, hacían que los perros de los peones, ya famélicos en tiempo de abundancia, llevaran sus pillajes nocturnos a un grado intolerable.

En pleno día, Cooper había tenido ocasión de perder tres gallinas, arrebatadas por los perros hacia el monte. Y si se recuerda que el ingenio de un poblador haragán llega hasta enseñar a sus cachorros esta maniobra para aprovecharse ambos de la presa, se comprenderá que Cooper perdiera la paciencia, descargando irremisiblemente su escopeta sobre todo ladrón nocturno. Aunque no usaba sino perdigones, la lección era asimismo dura.

Así una noche, en el momento que se iba a acostar, percibió su oído alerta el ruido de las uñas enemigas, tratando de forzar el tejido de alambre. Con un gesto de fastidio descolgó la escopeta, y saliendo afuera vio una mancha blanca que avanzaba dentro del patio. Rápidamente hizo fuego, y a los aullidos traspasantes del animal con las patas traseras a la rastra, tuvo un fugitivo sobresalto, que no pudo explicar. Llegó hasta el lugar, pero el perro había desaparecido ya, y entró de nuevo en la casa.

—¿Qué fue, papá? —le preguntó desde la cama su hija— ¿Un perro?

—Sí —repuso Cooper colgando la escopeta—. Le tiré un poco de cerca...

—¿Grande el perro, papá?

—No, chico.

Pasó un momento.

—¡Pobre Yaguaí! —prosiguió Julia— ¡Cómo estará!

Súbitamente, Cooper recordó la impresión sufrida al oír aullar al perro: algo de su Yaguaí había allí... Pero pensando también en cuán remota era esa probabilidad, se durmió tranquilo. Fue a la mañana siguiente, muy temprano, cuando Cooper, siguiendo el rastro de sangre, halló a su fox–terrier muerto al borde del pozo del bananal. De pésimo humor volvió a casa, y la primera pregunta de Julia fue por el perro chico:

—¿Murió, papá?

—Sí, allá en el pozo... Es Yaguaí.

Tomó la pala, y seguido de sus dos hijos consternados fue al pozo. Julia, después de mirar un rato inmóvil, acercó despacio a sollozar junto al pantalón de Cooper.

—¡Qué hiciste, papá!

—No sabía, chiquita... Apártate un momento.

En el bananal enterró a su perro; apisonó la tierra encima, y regresó profundamente disgustado, llevando de la mano a sus dos chicos que lloraban despacio para que su padre no los sintiera.



Horacio Quiroga

martes, 27 de febrero de 2018

Smile.dog

La primera vez que conocí a Mary E. personalmente fue en el verano de 2007. Su esposo, Terence, con quien ella ha estado casada desde hace quince años, hizo un arreglo conmigo para poder entrevistarla. Inicialmente, Mary estuvo de acuerdo, ya que yo no era ningún periodista, sino un escritor novato que quería obtener información para completar unas tareas de la universidad. Además, yo planeaba escribir algunas obras de ficción si la entrevista terminaba bien. Acordamos que nos veriamos durante un fin de semana en el cual yo esté en Chicago. Sin embargo, Mary se rehusó en el último momento y se encerró en la recámara de su esposo y ella. Durante media hora Terence y yo nos quedamos al frente de la puerta de ese cuarto. Yo escuchaba y tomaba notas mientras que Terence trataba de calmar a su esposa, en vano.

Las cosas que decía Mary tenían poco sentido, pero seguían el patrón que yo estaba esperando: a pesar de que no podía verla, era claro que ella estaba llorando; y sus objeciones de hablar conmigo se centraban en una diatriba incoherente sobre sus sueños, o más bien, sus pesadillas. Terence pidió disculpas cuando finalmente nos rendimos. Aunque yo estaba decepcionado, recordé que yo solo era un joven curioso que buscaba información, no un reportero en busca de una historia. Pensé que de todas formas encontraría otro caso similar si me concentraba en ello.

Mary E. era la encargada de un Bulletin Board System en 1992, el año en el cual ella se encontró con la imagen "smile.jpg"; su vida cambió para siempre. Para entonces, ella estaba casada con Terence por solo cinco meses. Mary era una de las 400 personas quienes vieron la imagen cuando fue publicada como un hipervínculo en el Bulletin Board System, pero ella ha sido la única persona que ha hablado abiertamente sobre la experiencia. Las otras víctimas han permanecido anónimos, o quizás hayan muerto.

En el año 2005, cuando yo estaba en el décimo grado, mi curiosidad por la imagen surgió gracias a mi floreciente interés en fenómenos que ocurrían en la Web. Mary era la víctima más mencionada de lo que a veces se refería como "Smile.dog", la criatura que supuestamente aparecía en la imagen smile.jpg. Lo que obtuvo mi interés (además de los obvios elementos horrorosos de la leyenda cibernética y mi proclividad hacia semejantes cosas) era la escasez de información, llegando al punto de que la gente pensaba que era solo un rumor o una broma.

Lo que encuentro curioso es que a pesar de que el fenómeno se centra en una imagen, esa imagen no se encuentra en ninguna parte del Internet. Claro, habían muchas imitaciones, las cuales aparecían con frecuencia en sitios como el tablón de imágenes 4chan, particularmente en /x/, donde se discute sobre temas paranormales. Se dice que estas imágenes son falsas ya que no tienen el mismo efecto de la auténtica, específicamente el comienzo súbito de una epilepsia y una grave ansiedad.

Esta supuesta reacción en la víctima es una de las razones por las que el misterioso smile.jpg se considera tan despreciable, ya que es evidentemente absurdo. Aunque, dependiendo a quién le preguntes, el hecho de que la gente no quiera admitir la existencia de smile.jpg puede ser debido al miedo, en vez de la incredulidad.

No hay ningún artículo en Wikipedia sobre smile.jpg ni de Smile.dog, a pesar de que el sitio web sí tiene artículos sobre cosas posiblemente más escandalosas (hello.jpg y 2 Girls 1 Cup, como ejemplos). Cualquier página creada que se trate de smile.jpg es rápidamente suprimida por uno de los muchos administradores de la enciclopedia.

Los encuentros la malévola imagen son mitos legendarios en la Web. La historia de Mary E. no es la única; hay varios rumores aún sin verificar que sugieren que smile.jpg apareció durante la iniciación de Usenet. Incluso, hay una historia consistente que dice que en 2002 un hacker llenó los foros de Something Aweful, un sitio web de humor y sátira, con una plaga de imágenes de Smile.dog, causando una epilepsia a la mitad de los usuarios de los foros.

También corre otro rumor que dice que durante los años 90 la imagen fue circulada en Usenet y como un adjunto en una cadena de correos electrónicos que tenían la frase "¡¡SONRÍE!! ¡DIOS TE AMA!" como el asunto de dichos correos.

Aquellos que alegan haber visto a smile.jpg frecuentemente bromean de manera poco convincente de que estaban demasiado ocupados para guardar una copia de la imagen en sus computadoras. Sin embargo, todas las supuestas víctimas ofreces la misma descripción de la foto: una criatura, la cual luce un aspecto similar a la de un perro (específicamente a la de un Husky Siberiano), se encuentra en una habitación oscura, iluminada solo por la luz de la cámara. El único detalle del fondo que se puede ver con claridad es una mano humana, la cual se extiende desde la umbra de la extrema izquierda. La mano está vacía, pero usualmente es descrita como "haciendo un gesto". Obviamente, la atracción mayor es el perro (o la criatura con aspecto de perro, ya que algunas de las víctimas están más seguras de lo que vieron que las demás). La boca del mismo muestra una sonrisa amplia, revelando dos hileras de dientes muy blancos, muy derechos, muy agudos, muy humanos.

Pero claro, esa no es la descripción que dan las víctimas inmediatamente después de ver la imagen, sino una recolección que tienen en la mente, aunque en realidad lo que están experimentando es un ataque epiléptico. Ha sido reportado que estos ataques epilépticos continúan indefinidamente, normalmente ocurriendo mientras la víctima duerme. Esto puede ser tratado con ciertos medicamentos, pero algunos tipos de medicamentos son más efectivos que otros.

Resultaba evidente que Mary E. no estaba usando un medicamento efectivo. Fue por eso que, después de mi visita a su apartamento en 2007, comencé a enviar mensajes a varios grupos de noticias, sitios en la Web y direcciones de correo, todos los cuales trataban con temas de folclore y leyendas urbanas. Lo hacía con el propósito de encontrar a una víctima de smile.jpg quien estuviera un poco más dispuesto a contar sobre sus experiencias. Nunca obtuve respuestas, y terminé olvidándome de ello por completo, ya que había comenzado mi primer año en la universidad y por lo tanto tenía las manos llenas. Sin embargo, mientras yo estaba mirando mi buzón de entrada de correo electrónico, noté que había recibido un mensaje de Mary E. Eso fue durante las primeros días de marzo, en el año 2008.


Para: jml@****.com

De: marye@****.net
Asunto: La entrevista del verano pasado

Saludos, Sr. L.,

Me siento verdaderamente avergonzada sobre mi comportamiento cuando usted intentó entrevistarme. Espero que entienda que de ninguna manera fue su culpa, sino la mía. Me di cuenta luego de que pude manejar la situación más civilmente; y espero que pueda perdonar mi rudeza. Para entonces, tenía miedo.

Verá, he tenido pesadillas sobre Smile.dog todas las noches, durante quince años. Sé que eso debe parecer absurdo, pero es la verdad. Hay algo inefable sobre mis sueños, o más bien mis pesadillas, que las hace más horrorosas que cualquier otro sueño que he tenido. Yo no me muevo. Yo no hablo. Yo solo miro hacia adelante, y lo único que veo es esa vil escena de la foto. Veo esa mano. Y veo a ese "perro". Él me dice algo.

No es un perro, claro, pero en realidad no estoy de lo que es. Me dice que me dejará en paz solo si hago lo que él dice. Él me dice: "Riégalo." Eso es la palabra que usa para comunicar sus deseos. Supe exactamente lo que quiso decir: quiere que yo le enseñe la imagen a alguien.

Al principio no supe cómo él esperaba que lo "regara" sin tener la imagen a mi disposición, pero, a la semana siguiente, recibí un correo con un sobre manila adentro, no decía de qué dirección vino. Adentro del sobre encontré un disquete de 3 pulgadas y media. No era necesario verificar el contenido, yo ya sabía qué había en el disquete.

Consideré mis opciones con cuidado. Se lo podría dar a un desconocido, a un compañero del trabajo, a Terence... Encontraba el simple hecho de pensar en ello repugnante. Además, ¿qué iba a ocurrir después? Si el tal Smile.dog se mantenía fiel a su palabra, yo volvería a dormir en paz. Pero, ¿qué ocurriría se fuera una mentida? ¿Qué se supone que haga entonces? Puede que la situación se empeore si termino cumpliendo las órdenes de esa criatura...

Así que decidí no hacer nada. Durante quince años no hice nada, aunque sí mantuve el disquete oculto. Durante todos esos años, Smile.dog invadía mis sueños para demandar que haga lo que me pidió. Lo ignoré. Ignoré su petición durante estos quince años; ha sido una tortura. La otras víctimas que yo conocía en el Bulletin Board System ya no publicaban nada. Incluso había escuchado que algunos de ellos cometieron suicidio. Los demás se mantenían en silencio, totalmente desaparecidos de la Web. Me preocupo mucho por ellos.

Sinceramente pido sus disculpas, Sr. L., pero cuando usted contactó a mi esposo el verano pasado para la entrevista, yo ya no pude más. Decidí que le iba a entregar a usted el disquete. Ni siquiera me importaba si Smile.dog estaba mintiendo o no, solo quería que todo se terminada. Usted era un desconocida para mí, alguien con quien yo no tenía conexión alguna. Pensé que no me iba a sentir triste si le daba el disquete como parte de su investigación y dejarlo a su suerte.

Sin embargo, antes de que usted llegara a mi hogar, me di cuenta de lo que yo estaba intentando hacer: estaba atentando contra su vida. No pude soportar que yo haya pensado en semejante cosa y todavía no puedo hacerlo. Me siento avergonzada, Sr. L. Espero que este mensaje lo disuada de seguir investigando este caso. Puede que termine encontrándose con alguien más débil que yo; alguien que seguiría las órdenes de Smile.dog sin pensarlo dos veces.

Por favor, detenga su investigación antes de que sea muy tarde.

Sinceramente,
Mary E.

Ese mismo mes, fui contactado por Terence. Él me dio la noticia de que su esposa se había suicidado. Mientras se deshacía de las cosas que ella dejó atrás, como sus cuentas de correo electrónico, encontró el mensaje que ella me había mandado. El hombre estaba destrozado por lo sucedido, él lloraba mientras me decía que siga los consejos que ella me dio. Dijo también que encontró el disquete, y que lo quemó hasta que no quedó nada más que un montón de cenizas apestosas. Pero hubo algo que lo incomodó significativamente: el disquete, mientras se derretía, pareció sisear, como si fuera algún tipo de animal.

Debo admitir que no estuve muy seguro de cómo reaccionar a todo esto. Al principio pensé que quizás esto fue una broma de parte de la pareja, un intento para hacerme enfadar. Sin embargo, logré confirmar la muerte de Mary E. leyendo algunos obituarios de periódicos cibernéticos de Chicago, aunque claro, nunca se mencionó que la muerte fue causado por suicidio en dichos obituarios. Decidí que, por lo menos por un tiempo, cesaría mi investigación del tema, no solo por lo de Mary E., sino porque iban a comenzar mis exámenes finales de la universidad antes de la culminación de mayo.

Mas el mundo tiene muchas formas curiosas de ponernos a prueba. Casi un año después de la desastrosa entrevista con Mary E., recibí otro mensaje:

Para: jml@****.com
De: elzahir82@****.com
Asunto: sonrie

Hola

Encontre tu e-mail en internet tu profile decia ke tu estabas interesado en smiledog. Yo lo vi y no es tan malo como la gente dice te envie una copia. Riegalo.

:)

Esa última palabra me dejó paralizado.

El correo electrónico venía con un archivo adjunto, el cual se llamaba, obviamente, smile.jpg. Consideré descargarlo, lo consideré por mucho tiempo. Lo más probable era que la imagen era una falsa. Y aunque fuera la auténtica, nunca estuve totalmente convencido del poder que supuestamente tenía smile.jpg. Lo que ocurrió con Mary E. me dejó algo asustado, lo admito, pero es probable que ella solo estaba mentalmente insana. Además, ¿cómo va a ser posible que una simple imagen cause una maldición? ¿Qué clase de criatura puede entrar a la mente de alguien usando solo el poder del ojo?

Pero, si es así de evidentemente absurdo, ¿cómo es entonces que la leyenda exista desde un principio?

Si descargo la imagen, si la miro, si lo que decía Mary resultara cierto, si mis sueños terminaran siendo invadidos por Smile.dog, demandando que yo cumpla su voluntad, ¿qué sería de mí? ¿Acabaría viviendo la vida de Mary, resistiendo la tentación hasta la muerte? ¿Me sometería a la voluntad de Smile.dog y "regarlo", con la esperanza de que me deje en paz? Si termino sometiéndome, ¿cómo lo "regaría"? ¿A quién le pasaría la maldición?

Si escribo un artículo sobre smile.jpg, como lo que iba a hacer originalmente, podría poner la imagen en él como evidencia. Cualquiera que lea ese artículo, cualquiera que estuviese interesado en el tema, sería afectado. Pero, asumiendo que la imagen es la auténtica, ¿de verdad pondría todas esas vidas en juego, solo para salvarme a mí?

¿Sería capaz de semejante cosa?

Pues sí, lo soy.




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