sábado, 29 de febrero de 2020

Tails Doll

Todo sucedió en Los Ángeles, California. Allí, cierta noche la madre de un niño subió a buscar a su hijo para la cena. Como de costumbre, el niño estaba jugando con la Sega Saturn en su habitación. La puerta estaba cerrada y el niño no contestaba, por lo que la madre abrió la puerta y entonces… Ahí, tirado sobre el suelo y con espuma saliendo de sus labios cianóticos, su querido hijo yacía con las pupilas dilatadas y la mirada puesta en ningún lugar. Estaba muerto y el tema de "Can you feel the Sunshine?" se repetía una y otra vez como música de fondo, irónicamente alegre para aquella trágica escena.

Cuando la policía vino, la madre firmó una declaración, donde, entre otras cosas, aseguraba que su hijo pasaba demasiado tiempo jugando con el Sega Saturn. Además, mencionó que su hijo se había obsesionado con la idea de desbloquear un personaje secreto.

Tras realizarle un autopsia se descubrió que el niño había muerto asfixiado durante un ataque epiléptico, cosa que hasta cierto punto llamaba la atención, pues no habían antecedentes mórbidos de epilepsia en la familia.

Durante el funeral, la madre del niño fallecido siguió la costumbre estadounidense de regalar las pertenencias del difunto a sus amigos de vecindario y escuela, dando el Sega Saturn a un chico que había sido el mejor amigo de su hijo. Ya en su casa, el mejor amigo del difunto encendió el Sega Saturn y vio que este tenía metido el juego de Sonic R. El juego le agradaba, así que no lo quitó y apenas lo inició, pudo ver que lo último que su amigo hizo antes de morir, había sido desbloquear a Tails Doll.

Esto último se conoció gracias al usuario IRon7HuMB, quien en un foro de internet publicó la susodicha historia asegurando que él era el mejor amigo del chico muerto. La gente le creyó y entonces la noticia comenzó a regarse de manera asombrosa, suscitando a su alrededor el montón de historias (muchas supuestamente reales) que hicieron nacer la leyenda de Tails Doll. Pero, entre este montón de historias, hay una que ha trascendido por encima de las demás y que se ha viralizado, siendo copiada literalmente en muchísimas páginas. Aquella historia pretende explicar el origen del espectral Tails Doll y es supuestamente verdadera aunque en general la gente piensa que es un fake. Dice así en la difundidísima versión basada en el relato escrito por el usuario Nursekiller:


‹‹En Estados Unidos durante la década de los ochenta tuvieron lugar una serie de asesinatos que la policía nunca logró explicar. La matanza más brutal de todas sucedió en una casa donde murieron cinco personas de una forma inhumana y otras dos resultaron gravemente heridas. En la pared se podían leer dos letras escritas con sangre: "TD". La Policía interrogó a los supervivientes para intentar averiguar qué había sucedido. Uno de los heridos antes de morir aseguró que había sido atacado por un oso con ojos de fuego que estaba cubierto de sangre y que no paraba de saltar. El único superviviente sufrió alucinaciones y pesadillas durante el resto de su vida.

Los medios de comunicación dedicaron un amplio espacio dentro de sus telediarios a este asesino sanguinario, el cual incrementaba su popularidad matando y firmando las paredes con las letras "TD", escritas con la sangre de sus víctimas.

La gente de la ciudad dormía todas las noches atemorizada. Los asesinatos sucedían y nadie lograba atrapar al autor de las matanzas.

Una noche más, una pareja de oficiales lograron divisar una figura extraña en las sombras escribiendo las letras "TD" en la pared de un oscuro callejón durante un turno rutinario. No dudaron en abalanzarse sobre el sospechoso, pero este se dio cuenta y escapó corriendo. Los policías pidieron refuerzos y lograron seguirle hasta un cementerio cercano gracias a la estela de sangre que el asesino dejaba a su paso.

Al entrar en el cementerio, los policías no tomaron las debidas precauciones. Les dominaba el ansia de atrapar cuanto antes al criminal, que tantos conocidos se había llevado por delante, y ese fue su error. De repente, uno de ellos cayó al suelo, sangrando a borbotones por la garganta, le había caído un machetazo en el cuello. Su compañero intentó auxiliarlo, pero el oficial ya había muerto. Sin embargo, el policia logró sacar una foto con una de las primeras cámara policiales a la zona oscura del camposanto, donde estaban las tumbas de los muertos, donde se debía encontrar el criminal. Cuando reveló el carrete la sorpresa fue enorme: al lado de una de las tumbas se podía apreciar la silueta de un oso de peluche con una luz roja en la cabeza portando un hacha en su mano izquierda. La foto se hizo pública y los rumores se extendieron. Muchos de los habitantes de la ciudad llegaron a creer que se trataba de un demonio, y tanto es así que la Iglesia decidió tomar parte en el asunto y propuso una serie de ritos y oraciones para intentar combatir con la fe al causante de las desgracias.

Se llevaron a cabo múltiples misas, rezos y procesiones sin que el asesino cesase, hasta que un día, TD apareció de la nada y se situó delante de la atemorizada multitud. Lloraba sangre e increpaba a gritos a todos los que oraban. El sacerdote se acercó sin titubear al muñeco de trapo y lo roció con agua bendita, y en ese instante, TD comenzó a expulsar sangre por todas sus extremidades hasta que se arrodilló y explotó delante de la gente.

El demonio fue vencido y la gente pudo volver a dormir tranquila para siempre, o al menos eso creían hasta que en 1998 ocurrió un asesinato similar a los anteriores, en el que aparecía escrito en el propio cadáver:

Muchas gracias por vuestro miedo; y a SEGA por resucitarme. A partir de ahora no tendré cuerpo ya que soy el Tails Doll.››



Sobre la historia anterior muchos investigaron y no encontraron nada, tal y como sucedió con quien escribió cierta entrada en clubpenguin568.obolog.com y dijo que habló con mucha gente y nadie recordaba a ningún asesino "TD" en los años 80. Así mismo, afirmó que él, y unos colegas suyos habían buscado archivos sobre "TD" en hemerotecas en inglés, no encontrando absolutamente nada…

Con todo, queda al lector el beneficio de la duda y la posibilidad de descargar el Sonic R para PC a ver qué mismo pasa con el temido Tails Doll.


viernes, 28 de febrero de 2020

#402 El Holder de la Esperanza Perdida

Este fragmento de una nota ensangrentada fue encontrado en el baño público de una estación poco concurrida:

"Mi nombre es Zachary y soy un buscador... No tengo mucho tiempo, me persiguen. Cometí un error y ahora me persiguen. Estoy dedicando mis últimos alientos a asegurarme de que nadie más compartirá mi destino. A menos que exista otro estúpido con la determinación de encontrar La esperanza Perdida. 

Fui a ver a un hombre sin hogar y le pregunté si conocía a quien se hace llamar "El Portador de la Última Esperanza". No es necesario buscar a una persona sin casa para buscar a este portador, también podrías hablar con alguien a punto de suicidarse o quien haya perdido su ser más amado en el mundo, solo es necesario que le preguntes a alguien que se encuentre desesperanzado.
El hombre señaló una puerta cercana, que conducía a una gran ciudad o lo que alguna vez fue una gran ciudad, dejando atrás un páramo. No se qué le ocurrió a este sitio o a sus habitantes, pero no parece haber sido un lugar más agradable antes. 

Esa ciudad era como un laberinto, conseguí un libro sin marcar en el que había un directorio que fácilmente me llevó a mi destino, si estás loco como para intentarlo conseguir este libro será tu misión. 

Me encontraba de pie frente a un edificio de departamentos, entré y me dirigí a la puerta 402 sin detenerme a mirar ninguna otra habitación. En el cuarto había un anciano sentado delante de un escritorio escribiendo una hoja de papel, podría apostar que el bolígrafo es el objeto 402, pero no estoy seguro de ello. El Portador se veía gentil y amable por lo que bajé la guardia.

Este no es como los otros Portadores, el realmente conversará contigo. Pase un tiempo agradable con él, conversamos cerca de una hora antes de que me animara a hacer la pregunta que me llevó hasta ese ser: ¿Hay alguna Esperanza?

La respuesta del hombre habría enloquecido a la mayoría quienes conozco. Demonios, casi desearía haberme vuelto loco, porque eso significaría que las cosas que me persiguen no son reales.

Fue cuando terminó su relato que cometí mi error fatal. Hagas lo que hagas, bajo ninguna circunstancia debes ..."



No se encontró ningún cuerpo o rastro de la pobre alma que escribió la nota.


jueves, 27 de febrero de 2020

Dagón - H.P. Lovecraft

Título Original: Dagón
Autor: H.P. Lovecraft
Nacionalidad: Estadounidense
Año de publicación: 1919


Dagón

Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea (aunque no completa) de por qué debo buscar el olvido o la muerte.

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa alguna. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y comencé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo viscosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.

De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce nauseas. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable.

Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.

Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida.

No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!



H.P. Lovecraft

Bienvenido al Mundo del SIDA

Este es más que un relato, una leyenda urbana, quizás, o quizás sucedió en realidad.

Juan era un hombre casado, con dos hijos, el típico padre de familia. Un día tuvo que desplazarse a una convención de trabajo, lejos de su ciudad. En algunas ocasiones tenía que hacer acto de presencia en congresos y exposiciones para conseguir nuevos clientes. En esta ocasión viajó junto a otros compañeros a una ciudad que desconocemos.

Como sucede en estas convenciones, Juan acudió a la salida del congreso a una cena con los compañeros y con algunos conocidos clientes. Después de la cena acudió a una sala de fiestas a tomar la última copa. Estando en la barra vio aparecer una chica bastante bella, de las chicas que no suelen verse muy a menudo. Todo el mundo quedó maravillado por su belleza, pues no solo tenía un rostro precioso, sino que también su cuerpo era perfecto. Al parecer la chica venía sola y parecía algo triste. Ella se acercó a la barra donde estaba Juan y pidió una copa.

Sus miradas se cruzaron y una leve sonrisa dio pie a cuatro palabras de cortesía. Juan no era de los típicos hombres que intentan seducir a las mujeres de forma descarada. Él simplemente quería conversar con esa preciosa mujer. Comenzaron a hablar, a reír, se contaron sus vidas y los vasos vacíos iban acomodándose en la mesa.

Juan, seducido por tan maravillosa chica le ofreció tomar una última copa en el bar del hotel donde estaba hospedado. Ella aceptó con una mirada de complicidad. Como era de esperar, Juan y la chica misteriosa pasaron la noche juntos.

Cuenta el relato que se dejaron llevar por los instintos más carnales, sin pensar, sin tomar precauciones, puro instinto sexual.

Al día siguiente Juan abrió los ojos y vio que la chica no se encontraba a su lado. Se levantó con los ojos entre abiertos y un leve dolor de cabeza a causa de la resaca. Juan fue al baño para ver si la preciosa chica estaba en él.

Fue entonces cuando el hombre vio que en el espejo del baño había un texto escrito con pinta labios.

Cayó al suelo, pálido, con cara de terror, un grito de miedo surgió de todo su ser. Pero ¿Qué texto había escrito en el espejo del baño?

En el espejo se podía leer claramente:

"Bienvenido al mundo del SIDA".


Calificación:

martes, 25 de febrero de 2020

Yaguaí - Horacio Quiroga

Autor: Horacio Quiroga
Nacionalidad: Uruguaya
Año de publicación: 1917


Yaguaí

Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la piedra –un sólido bloque de mineral de hierro– y dio una cautelosa vuelta en torno. Bajo el sol a mediodía de Misiones, el aire vibraba sobre el negro peñasco, fenómeno éste que no seducía al fox–terrier. Allí abajo, sin embargo, estaba la lagartija. El perro giró nuevamente alrededor, resopló en un intersticio, y, para honor de la raza, rascó un instante el bloque ardiente. Hecho lo cual regresó con paso perezoso, que no impedía un sistemático olfateo a ambos lados del sendero.

Entró en el comedor, echándose entre el aparador y la pared, fresco refugio que él consideraba como suyo, a pesar de tener en su contra la opinión de toda la casa. Pero el sombrío rincón, admirable cuando a la depresión de la atmósfera acompaña falta de aire, tornábase imposible en un día de viento norte. Era éste otro flamante conocimiento del fox–terrier, en quien luchaba aún la herencia del país templado —Buenos Aires, patria de sus abuelos y suya—, donde sucede precisamente lo contrario. Salió, por lo tanto, afuera, y se sentó bajo un naranjo, en pleno viento de fuego, pero que facilitaba inmensamente la respiración. Y como los perros transpiran muy poco, Yaguaí apreciaba cuanto es debido al viento evaporizador, sobre la lengua danzante puesta a su paso.

El termómetro alcanzaba en ese momento a cuarenta grados. Pero los fox–terriers de buena cuna son singularmente falaces en cuanto a promesas de quietud se refiera. Bajo aquel mediodía de fuego, sobre la meseta volcánica que la roja arena tornaba aún más caliente, había lagartijas. Con la boca ahora cerrada, Yaguaí traspuso el tejido de alambre y se halló en pleno campo de caza. Desde setiembre no había logrado otra ocupación a las siestas bravas. Esta vez rastreó cuatro lagartijas de las pocas que quedaban ya, cazó tres, perdió una, y se fue entonces a bañar.

A cien metros de la casa, en la base de la meseta y a orillas del bananal, existía un pozo en piedra viva de factura y forma originales, pues siendo comenzado a dinamita por un profesional, habíalo concluido un aficionado con pala de punta. Verdad es que no medía sino dos metros de hondura, tendiéndose en larga escarpa por un lado, a modo de tamajar. Su fuente, bien que superficial, resistía a secas de dos meses, lo que es bien meritorio en Misiones. Allí se bañaba el fox–terrier, primero la lengua, después el vientre sentado en el agua, para concluir con una travesía a nado. Volvía a la casa, siempre que algún rastro no se atravesara en su camino.

Al caer el sol, tornaba al pozo. De aquí que Yaguaí sufriera vagamente de pulgas, y con bastante facilidad, el calor tropical para el que su raza no había sido creada. El instinto combativo del fox–terrier se manifestó normalmente contra las hojas secas; subió luego a las mariposas y su sombra, y se fijó por fin en las lagartijas. Aún en noviembre, cuando tenía ya en jaque a todas las ratas de la casa, su gran encanto eran los saurios. Los peones que por a o b llegaban a la siesta, admiraron siempre la obstinación del perro, resoplando en cuevitas bajo un sol de fuego; si bien la admiración de aquéllos no pasaba del cuadro de caza.

—Eso —dijo uno un día, señalando al perro con una vuelta de cabeza—, no sirve más que para bichitos...

El dueño de Yaguaílo oyó:

—Tal vez —repuso—; pero ninguno de los famosos perros de ustedes sería capaz de hacer lo que hace ése.

Los hombres se sonrieron sin contestar. Cooper, sin embargo, conocía bien a los perros de monte y su maravillosa aptitud para la caza a la carrera, que su fox–terrier ignoraba. ¿Enseñarle? Acaso; pero no tenía cómo hacerlo. Precisamente esa misma tarde un peón se quejó a Cooper de los venados que estaban concluyendo con los porotos. Pedía escopeta, porque aunque él tenía un buen perro, no podía sino a veces alcanzar a los venados de un alcanzarlos de un palo...

Cooper prestó la escopeta, y aun propuso ir esa noche al rozado.

—No hay luna —objetó el peón.

—No importa. Suelte el perro y veremos si el mío lo sigue.

Esa noche fueron al plantío. El peón soltó a su perro, y el animal se lanzó enseguida en las tinieblas del monte, en busca de un rastro. Al ver partir a su compañero, Yaguaí intentó en vano forzar la barrera de caraguatá. Logrólo al fin, y siguió la pista del otro. Pero a los dos minutos regresaba, muy contento de aquella escapatoria nocturna. Eso sí, no quedó agujerito sin olfatear en diez metros a la redonda. Pero cazar tras el rastro, en el monte, a un galope que puede durar muy bien desde la madrugada hasta las tres de la tarde, eso no. El perro del peón halló una pista, muy lejos, que perdió enseguida. Una hora después volvía a su amo, y todos juntos regresaron a la casa. La prueba, si no concluyente, desanimó a Cooper. Se olvidó luego de ellos, mientras el fox–terrier continuaba cazando ratas, algún lagarto o zorro en su cueva, y lagartijas.

Entretanto, los días se sucedían unos a otros, enceguecientes, pesados, en una obstinación de viento norte que doblaba las verduras en lacios colgajos, bajo el blanco cielo de los mediodías tórridos. El termómetro se mantenía entre treinta y cinco y cuarenta, sin la más remota esperanza de lluvia. Durante cuatro días el tiempo se cargó, con asfixiante calma y aumentó de calor. Y cuando se perdió al fin la esperanza de que el sur devolviera en torrentes de agua todo el viento de fuego recibido un mes entero del norte, la gente se resignó a una desastrosa sequía. El fox–terrier vivió desde entonces sentado bajo su naranjo, porque cuando el calor traspasa cierto límite razonable, los perros no respiran bien, echados.

Con la lengua afuera y los ojos entornados, asistió a la muerte progresiva de cuanto era brotación primaveral. La huerta se perdió rápidamente. El maizal pasó del verde claro a una blancura amarillenta, y a fines de noviembre sólo quedaban de él columnitas truncas sobre la negrura desolada del rozado. La mandioca, heroica entre todas, resistía bien.

El pozo del fox–terrier —agotada su fuente— perdió día a día su agua verdosa, y ahora tan caliente que Yaguaí no iba a él sino de mañana, si bien hallaba rastros de apereás, agutíes y hurones, que la sequía del monte forzaba hasta el pozo. En vuelta de su baño, el perro se sentaba de nuevo, viendo aumentar poco a poco el viento, mientras el termómetro, refrescado a quince al amanecer, llegaba a cuarenta y uno a las dos de la tarde. La sequedad del aire llevaba a beber al fox–terrier cada media hora, debiendo entonces luchar con las avispas y abejas que invadían los baldes, muertas de sed. Las gallinas, con las alas en tierra, jadeaban tendidas a la triple sombra de los bananos, la glorieta y la enredadera de flor roja, sin atreverse a dar un paso sobre la arena abrasada, y bajo un sol que mataba instantáneamente a las hormigas rubias.

Alrededor, cuanto abarcaban los ojos del fox–terrier: los bloques de hierro, el pedregullo volcánico, el monte mismo, danzaba, mareado de calor. Al oeste, en el fondo del valle boscoso, hundido en la depresión de la doble sierra, el Paraná yacía, muerto a esa hora en su agua de cinc, esperando la caída de la tarde para revivir. La atmósfera, entonces, ligeramente ahumada hasta esa hora, se velaba al horizonte en denso vapor, tras el cual el sol, cayendo sobre el río, sosteníase asfixiado en perfecto círculo de sangre. Y mientras el viento cesaba por completo y, en el aire aún abrasado, Yaguaí arrastraba por la meseta su diminuta mancha blanca, las palmeras negras, recortándose inmóviles sobre el río cuajado en rubí, infundían en el paisaje una sensación de lujoso y sombrío oasis.

Los días se sucedían iguales. El pozo del fox–terrier se secó, y las asperezas de la vida, que hasta entonces evitaran a Yaguaí, comenzaron para él esa misma tarde. Desde tiempo atrás el perrito blanco había sido muy solicitado por un amigo de Cooper, hombre de selva, cuyos muchos ratos perdidos se pasaban en el monte tras los tatetos. Tenía tres perros magníficos para esta caza, aunque muy inclinados a rastrear coatís, lo que envolviendo una pérdida de tiempo para el cazador, constituye también la posibilidad de un desastre, pues la dentellada de un coatí degüella fundamentalmente al perro que no supo cogerlo. Fragoso, habiendo visto un día trabajar al fox–terrier en un asunto de irara, a la que Yaguaí forzó a estarse definitivamente quieta, dedujo que un perrito que tenía ese talento especial para morder justamente entre cruz y pescuezo no era un perro cualquiera por más corta que tuviera la cola. Por lo que instó repetidas veces a Cooper a que le prestara a Yaguaí.

—Yo te lo voy a enseñar bien a usted, patrón —le decía.

—Tiene tiempo —respondía Cooper.

Pero en esos días abrumadores —la visita de Fragoso habiendo avivado el recuerdo del pedido—, Cooper le entregó su perro a fin de que le enseñara a correr. Yaguaí corrió, sin duda, mucho más de lo que hubiera deseado el mismo Cooper. Fragoso vivía en la margen izquierda del Yabebirí, y había plantado en octubre un mandiocal que no producía aún, y media hectárea de maíz y porotos, totalmente perdida por la seca. Esto último, específico para el cazador, tenía para Yaguaí muy poca importancia, trastornándole en cambio la nueva alimentación.

Él, que en casa de Cooper coleaba ante la mandioca simplemente cocida, para no ofender a su amo, y olfateaba por tres o cuatro lados el locro, para no quebrar del todo con la cocinera, conoció la angustia de los ojos brillantes y fijos en el amo que come, para concluir lamiendo el plato que sus tres compañeros habían pulido ya, esperando ansiosamente el puñado de maíz sancochado que les daban cada día.

Los tres perros salían de noche a cazar por su cuenta —maniobra ésta que entraba en el sistema educacional del cazador—; pero el hambre, que llevaba a aquéllos naturalmente al monte a rastrear para comer, inmovilizaba al fox–terrier en el rancho, único lugar del mundo donde podía hallar comida. Los perros que no devoran la caza, serán siempre malos cazadores; y justamente la raza a que pertenecía Yaguaí caza desde su creación por simple sport. Fragoso intentó algún aprendizaje con el fox–terrier. Pero siendo Yaguaí mucho más perjudicial que útil al trabajo desenvuelto de sus tres perros, lo relegó desde entonces en el rancho a espera de mejores tiempos para esa enseñanza.

Entretanto, la mandioca del año anterior comenzaba a concluirse; las últimas espigas de maíz rodaron por el suelo, blancas y sin un grano, y el hambre, ya dura para los tres perros nacidos con ella, royó las entrañas de Yaguaí. En aquella nueva vida el fox–terrier había adquirido con pasmosa rapidez el aspecto humillado, servil y traicionero de los perros del país. Aprendió entonces a merodear de noche por los ranchos vecinos, avanzando con cautela, las piernas dobladas y elásticas, hundiéndose lentamente al pie de una mata de espartillo al menor rumor hostil.

Aprendió a no ladrar por más furor o miedo que tuviera, y a gruñir de un modo particularmente sordo cuando el cuzco de un rancho defendía a éste del pillaje. Aprendió a visitar los gallineros, a separar dos platos encimados con el hocico, y a llevarse en la boca una lata con grasa a fin de vaciarla en la impunidad del pajonal. Conoció el gusto de las guascas ensebadas, de los zapatones untados de grasa, del hollín pegoteado de una olla y —alguna vez—, de la miel recogida y guardada en un trozo de tacuara. Adquirió la prudencia necesaria para apartarse del camino cuando un pasajero avanzaba, siguiéndolo con los ojos, agachado entre el pasto. Y a fines de enero, de la mirada encendida, las orejas firmes sobre los ojos, y el rabo alto y provocador del fox–terrier, no quedaba sino un esqueletillo sarnoso, de orejas echadas atrás y rabo hundido y traicionero, que trotaba furtivamente por los caminos.

La sequía continuaba, entre tanto; el monte quedó poco a poco desierto, pues los animales se concentraban en los hilos de agua que habían sido grandes arroyos. Los tres perros forzaban la distancia que los separaba del abrevadero de las bestias con éxito mediano, pues siendo aquél muy frecuentado a su vez por los yaguareteí, la caza menor tornábase desconfiada. Fragoso, preocupado con la ruina del rozado y con nuevos disgustos con el propietario de la tierra, no tenía humor para cazar, ni aun por hambre. Y la situación amenazaba así tornarse muy crítica, cuando una circunstancia fortuita trajo un poco de aliento a la lamentable jauría.

Fragoso debió ir a San Ignacio, y los cuatro perros, que fueron con él, sintieron en sus narices dilatadas una impresión de frescura vegetal —vaguísima, si se quiere—, pero que acusaba un poco de vida en aquel infierno de calor y seca. En efecto, San Ignacio había sido menos azotado, resultas de lo cual algunos maizales, aunque miserables, se sostenían en pie. No comieron los perros ese día; pero al regresar jadeando detrás del caballo, probaron en su memoria aquella sensación de frescura. Y a la noche siguiente salían juntos en mudo trote hacia San Ignacio.

En la orilla del Yabebirí se detuvieron oliendo el agua y levantando el hocico trémulo a la otra costa. La luna salía entonces, con su amarillenta luz de menguante. Los perros avanzaron cautelosamente sobre el río a flor de piedra, saltando aquí, nadando allá, en un paso que en agua normal no da fondo a tres metros.

Sin sacudirse casi, reanudaron el trote silencioso y tenaz hacia el maizal más cercano. Allí el fox–terrier vio cómo sus compañeros quebraban los tallos con los dientes, devorando con secos mordiscos que entraban hasta el marlo, las espigas en choclo. Hizo él lo mismo; y durante una hora, en el negro cementerio de árboles quemados, que la fúnebre luz del menguante volvía más espectral, los perros se movieron de aquí para allá entre las cañas, gruñéndose mutuamente. Volvieron tres veces más, hasta que la última noche un estampido demasiado cercano los puso en guardia. Mas coincidiendo esta aventura con la mudanza de Fragoso a San Ignacio, los perros no lo sintieron mucho. Fragoso había logrado por fin trasladarse allá, al fondo de la colonia. El monte, entretejido de tacuapí, denunciaba tierra excelente; y aquellas inmensas madejas de bambú, tendidas en el suelo con el machete, debían de preparar magníficos rozados.

Cuando Fragoso se instaló, el tacuapí comenzaba a secarse. Rozó y quemó rápidamente un cuarto de hectárea, confiando en algún milagro de lluvia. El tiempo se descompuso, en efecto; el cielo blanco se tornó plomo, y en las horas más calientes se trasparentaban en el horizonte lívidas orlas de cúmulos. El termómetro a treinta y nueve y el viento norte soplando con furia trajeron al fin doce milímetros de agua, que Fragoso aprovechó para su maíz, muy contento. Lo vio nacer, lo vio crecer magníficamente hasta cinco centímetros. Pero nada más. En el tacuapí, bajo él y alimentándose acaso de sus brotos, viven infinidad de roedores. Cuando aquél se seca, sus huéspedes se desbandan y el hambre los lleva forzosamente a las plantaciones. De este modo los tres perros de Fragoso, que salían una noche, volvieron enseguida restregándose el hocico mordido.

Fragoso mató esa misma noche cuatro ratas que asaltaban su lata de grasa. Yaguaí no estaba allí. Pero a la noche siguiente él y sus compañeros se internaban en el monte (aunque el fox–terrier no corría tras el rastro, sabía perfectamente desenfundar tatús y hallar nidos de urúes), cuando Yaguaí se sorprendió del rodeo que efectuaban sus compañeros para no cruzar el rozado. Yaguaí avanzó por él, no obstante; y un momento después lo mordían en una pata, mientras rápidas sombras corrían a todos lados.

Yaguaí vio lo que era; e instantáneamente, en plena barbarie de bosque tropical y miseria, surgieron los ojos brillantes, el rabo alto y duro, y la actitud batalladora del admirable perro inglés. Hambre, humillación, vicios adquiridos, todo se borró en un segundo ante las ratas que salían de todas partes. Y cuando volvió por fin a echarse en el rancho, ensangrentado, muerto de fatiga, tuvo que saltar tras las ratas hambrientas que invadían literalmente la casa. Fragoso quedó encantado de aquella brusca energía de nervios y músculos que no recordaba más, y subió a su memoria el recuerdo del viejo combate con la irara: era la misma mordida la misma mordida sobre la cruz; un golpe seco de mandíbula, y a otra rata.

Comprendió también de dónde provenía aquella nefasta invasión, y con larga serie de juramentos en voz alta, dio su maizal por perdido. ¿Qué podía hacer Yaguaí solo? Fue al rozado, acariciando al fox–terrier, y silbó a sus perros; pero apenas los rastreadores de tigres sentían los dientes de las ratas en el hocico, chillaban restregándolo a dos patas. Fragoso y Yaguaí hicieron solos el gasto de la jornada, y si el primero sacó de ella la muñeca dolorida, el segundo echaba al respirar burbujas sanguinolentas por la nariz.

En doce días, a pesar de cuanto hicieron Fragoso y el fox–terrier para salvarlo, el rozado estaba perdido. Las ratas, al igual de las martinetas, saben muy bien desenterrar el grano adherido aún a la plantita. El tiempo, otra vez de fuego, no permitía ni la sombra de nueva plantación, y Fragoso se vio forzado a ir a San Ignacio en busca de trabajo, llevando al mismo tiempo su perro a Cooper, que él no podía ya entretener poco ni mucho. Lo hacía con verdadera pena, pues las últimas aventuras, colocando al fox–terrier en su verdadero teatro de caza, habían levantado muy alta la estima del cazador por el perrito blanco. En el camino, el fox–terrier oyó, lejanas, las explosiones de los pajonales del Yabebirí ardiendo con la sequía; vio a la vera del bosque a las vacas que soportando la nube de tábanos empujaban los catiguás con el pecho, avanzando montadas sobre el tronco arqueado hasta alcanzar las hojas. Vio las rígidas tunas del monte tropical dobladas como velas; y sobre el brumoso horizonte de las tardes de treinta y ocho a cuarenta grados, volvió a ver el sol cayendo asfixiado en un círculo rojo y mate.

Media hora después entraban en San Ignacio. Siendo ya tarde para llegar hasta lo de Cooper, Fragoso aplazó para la mañana siguiente su visita. Los tres perros, aunque muertos de hambre, no se aventuraron mucho a merodear en país desconocido, con excepción de Yaguaí, al que el recuerdo bruscamente despierto de las viejas carreras delante del caballo de Cooper, llevaba en línea recta a casa de su amo. Las circunstancias anormales por que pasaba el país con la sequía de cuatro meses —y es preciso saber lo que esto supone en Misiones—, hacían que los perros de los peones, ya famélicos en tiempo de abundancia, llevaran sus pillajes nocturnos a un grado intolerable.

En pleno día, Cooper había tenido ocasión de perder tres gallinas, arrebatadas por los perros hacia el monte. Y si se recuerda que el ingenio de un poblador haragán llega hasta enseñar a sus cachorros esta maniobra para aprovecharse ambos de la presa, se comprenderá que Cooper perdiera la paciencia, descargando irremisiblemente su escopeta sobre todo ladrón nocturno. Aunque no usaba sino perdigones, la lección era asimismo dura.

Así una noche, en el momento que se iba a acostar, percibió su oído alerta el ruido de las uñas enemigas, tratando de forzar el tejido de alambre. Con un gesto de fastidio descolgó la escopeta, y saliendo afuera vio una mancha blanca que avanzaba dentro del patio. Rápidamente hizo fuego, y a los aullidos traspasantes del animal con las patas traseras a la rastra, tuvo un fugitivo sobresalto, que no pudo explicar. Llegó hasta el lugar, pero el perro había desaparecido ya, y entró de nuevo en la casa.

—¿Qué fue, papá? —le preguntó desde la cama su hija— ¿Un perro?

—Sí —repuso Cooper colgando la escopeta—. Le tiré un poco de cerca...

—¿Grande el perro, papá?

—No, chico.

Pasó un momento.

—¡Pobre Yaguaí! —prosiguió Julia— ¡Cómo estará!

Súbitamente, Cooper recordó la impresión sufrida al oír aullar al perro: algo de su Yaguaí había allí... Pero pensando también en cuán remota era esa probabilidad, se durmió tranquilo. Fue a la mañana siguiente, muy temprano, cuando Cooper, siguiendo el rastro de sangre, halló a su fox–terrier muerto al borde del pozo del bananal. De pésimo humor volvió a casa, y la primera pregunta de Julia fue por el perro chico:

—¿Murió, papá?

—Sí, allá en el pozo... Es Yaguaí.

Tomó la pala, y seguido de sus dos hijos consternados fue al pozo. Julia, después de mirar un rato inmóvil, acercó despacio a sollozar junto al pantalón de Cooper.

—¡Qué hiciste, papá!

—No sabía, chiquita... Apártate un momento.

En el bananal enterró a su perro; apisonó la tierra encima, y regresó profundamente disgustado, llevando de la mano a sus dos chicos que lloraban despacio para que su padre no los sintiera.



Horacio Quiroga

El Ser

Pobre, pobre mujer… Su cuerpo infectado la hace caer. Su sonrisa era envidiada por aquellos seres que con tanto anhelo la odiaban; los mismos que ahora ríen al ver el cadáver viviente de su extrovertido ser.

La muerte llama a su puerta, llama y llama y nadie contesta; No sé qué es lo que ve en esa mujer… Si ya tomó lo que quería tomar y ya lo llevó al gehena, no tiene más por qué verla. La sigue y la sigue y aun así ella llega y la ve… No sé qué es lo que la muerte le ve.

Mujer que camina como aquella niña perdida en los adentros de un solo ser. ¿Miraba a un monstruo escondido en un foco que así, poco a poco, se llevó lo único que quedaba a su merced?

Mujer; mujer que camina sin rumbo ni salida en las calles sin vida de un funeral, que en sus adentros lamenta y así es como entierra a un ser siniestro, sin alma ni tiempo, que se llevó a su total y único ser.

Alma, alma mía, pobre mujer. Infectada de dolor e histeria; infectada de esa gran pérdida, condenada siempre estará a caer… pob...pobre mujer...

INFORME POLICIAL:

SE HA ENCONTRADO EL CADÁVER DE UNA MUJER EN SU TOTAL DESCOMPOSICIÓN, EL CUERPO MUESTRA SIGNOS DE ANEMIA POR FALTA DE SANGRE, LA MUJER MURIÓ DESPUÉS DE PARIR A SU BEBÉ, SE ENCUENTRA UNA NOTA EN LA CAMA DE LA MADRE (NO SE SABE DE QUIEN)

FECHA 27/9/14 EL FETO ESTÁ VIVO, AMAMANTÓ DEL SENO DEL CUERPO DE LA MADRE DIFUNTA

Puede que te parezca que mi comportamiento es solo la repetición de un patrón de conducta común, que mis sentimientos solo son la misma ilusión mental presentada en otros pretendientes y que mis promesas son tan vagas y poco válidas como las de aquellos que te rompieron el corazón. En verdad te digo, puede que mis palabras sean similares a las de ellos y prometa lo mismo o mucho menos, pero yo soy tal vez el último ser en este mundo que aún comprende el valor de una verdadera relación, y también representó a la minoría que aún está dispuesta a luchar contra todos sus demonios para probar cuánta importancia tiene cuidar, respetar y conservar la felicidad de las personas que se aman con el alma.



Calificación:

lunes, 24 de febrero de 2020

... [Micropasta]

No era muy tarde, tampoco muy temprano, alrededor de las 11:30 de la noche. Vi una sombra, pensé que se trataba de mi padre pero cuando la encaré, me encontré con una imagen que no se me borraría de la cabeza: una mujer con las cuencas de los ojos vacías y varios tentáculos viscosos, derramando abundante llanto.

Pensé que había enloquecido. Me volví a mi cama, intentando olvidar tan viviente pesadilla. Al rato me volví a levantar, sudoroso y temblando. De pie, ella me vigilaba.






#356 El Holder del Borde

En cualquier ciudad, en cualquier país ve a algún museo al que puedas llegar por tus propios medios, cuando llegues a la recepción pregunta por quien se hace llamar "El Portador del Borde". La persona te ignorará mientras regresa a sus labores normales, obsérvalo directamente a los ojos, si estos son de un color rojo vuelve a preguntarle, de lo contrario debes salir inmediatamente de ese lugar. Luego de mucha introspección y un gran crecimiento interno puedes volver a intentar conseguir este objeto, retírate sin réplicas, no fuiste considerado digno en esta oportunidad.

Si lograste conseguir una audiencia con el Portador, serás conducido por cada rincón del museo hasta llegar a una ala abandonada, la residencia favorita de la mayoría de los horrores que estás por conocer.

Te encontrarás solo, debes caminar por un largo y recto pasillo, en medio de él verás una linea plateada, un brillo color ópalo sobrenatural que emana de su esquelética circunferencia... Quítate los zapatos y calcetines, limpia tu mente de cualquier pensamiento negativo y pisa la línea plateada. El equilibrio no será un problema pero al pisar se sentirá como si el borde de un filoso cuchillo pasando a través de la planta de tu pie, subiendo por tu cuerpo cercenando tu interior mientras reduce tus vísceras a una masa irreconocible. Fortalece tu voluntad y camina a lo largo de la línea, sentirás que cada paso renueva el fuego de la agonía que sientes y que nunca antes habías sentido, pero si das un paso en falso conocerás eterna tortura física y dolores que los mortales aún desconocen.
Mantén la frente en alto y no mires las paredes del pasillo, donde murales espeluznantes de épicas batallas y guerras se burlan de ti, intentando debilitar tu espíritu. No des la vuelta ni pienses en retroceder o las consecuencias serian inenarrables.

Si logras sobrevivir al camino con la cordura suficiente para completar tu misión verás en frente de ti una simple puerta de madera, toca una vez la puerta, luego arrodíllate y reza para que se abra o de lo contrario deberás elegir entre morir de hambre y sed o arrojarte al camino sin marcar que está detrás de ti.

En el caso de que seas digno y la puerta se abra, verás en su interior un cuerpo encadenado a la pared con horribles cicatrices que desfiguran su cuerpo haciendo imposible determinar si alguna vez fue hombre o mujer, su edad o raza. Alrededor del Portador habrá cuchillos y armas de todos los tipos existentes e imaginables, incluso algunos diseños te parecerán tan absurdamente peligrosos que pensarás que se debería estar loco para intentar blandir semejante arma.

Mientras la puerta se cierra tras de ti escucharás claramente a la criatura en tu mente, revelando cada verguenza y secreto oculto en ella mientras te insulta y arremete contra ti. Meras palabras cortarán tu cuerpo mientras desollan la carne de tus huesos, pero no morirás. El dolor y la verguenza serán aún peores que cualquier herida física que tengas en ese momento, la fuente es la figura encadenada. Las armas que viste colgadas en la habitación te invitarán a que las uses para terminar con tu dolor, ellas quieres enterrar sus filos en el portador, quien esta a unos metros de ti... Permanece firme y aguanta... atacar al portador solo lo invitará a destruir tu alma mientras escucha tus gritos y graba una nueva cicatriz en su cuerpo al quitarte la vida.

A pesar de todo debes hacer una pregunta antes de que tu mente se pierda: "¿Cómo debo domar la espada?

Si tienes éxito la habitación desaparecerá y te encontrarás en el frente del museo, en tu pecho, sobre tu corazón verás una cicatriz con la inconfundible forma de la vaina de una espada.



La cicatriz es el objeto 356 de 538. Representa la fuerza de voluntad y sabiduría necesarios para dominar los otros objetos.

domingo, 23 de febrero de 2020

Debajo de tu Cama

No te lo tomes en broma ni mucho menos, esto es algo serio, ten en cuenta que si lo haces tu cama no volverá a ser un lugar muy "seguro" durante semanas e incluso años. Para hacer este ritual no se necesita mucho: tú y obviamente una cama o algún sitio donde duermas habitualmente. Cualquier lugar cuenta. 

Enciérrate con pestillo en tu habitación. Debes estar solo, sin la compañía de alguien más. Cierra cada ventana o lugar donde pueda entrar o salir aire. No queremos que se escape lo que quieres invocar.  También apaga las luces, los demonios y seres de la oscuridad la odian, no querrás molestarlos antes de empezar. Aquí sigue lo interesante... Dilo o piénsalo, de cualquier forma es una invocación: 

"Serpente per la ali, tenebre e sangue... Ora voglio giocare con te, la voce e la mente non li temono, oggi sono venuto a sfidarli."

Si lo recitaste en voz alta, en silencio o en en tu mente, está listo. Ahora acuéstate y voltéate hacia el lado derecho, dándole la espalda a una esquina de tu habitación. Parpadea el número de veces que iguale a tu edad y murmura: 

"Questi indietro? (¿estás atrás?)."

No tendrás respuesta, pero hay algo malo en todo esto. Has invocado a "Sotto", el demonio que habita debajo de las camas. Créeme no será nada agradable el sentir su presencia, él es lo que más odias. No tiene forma exacta y mucho menos un idioma en concreto. 

Al invocar un demonio especialmente a Sotto, dejarás de tener pesadillas e incluso, no soñarás absolutamente nada. Dormirás durante las horas precisas, ni más ni menos: tu vitalidad, por ende, será potente. Cada noche tendrás que dormir en la misma posición, forzándote a no cambiar de esta durante la noche, obligado a darle la espalda a "Sotto"; de lo contrario lo verás y las consecuencias de este hecho son terroríficas y torturadoras.

¿Quieres realmente hacerlo?


Calificación:

sábado, 22 de febrero de 2020

#054 El Holder del Archivo

En cualquier ciudad, en cualquier país, puedes ir a cualquier institución mental o centro de rehabilitación donde puedas llegar por ti mismo. Dirígete a la recepción y pide visitar aquel que se hace llamar "el portador del archivo". En caso de que una expresión de dolor y preocupación aparezca en la cara del trabajador, te llevarán a las profundidades de la instalación.

Más allá de una miríada de giros y vueltas, mucho más de lo que debería haber en un edificio de este tamaño, te llevarán a una celda de cárcel, de estilo antiguo. Dentro habrá oscuridad y un solo ruido. El raspado de una lima contra el metal. Si en algún momento se detiene el raspado, gira y corre rápidamente. Corre tan lejos y tan rápido como puedas, y no te preocupes por tomar el camino equivocado. Perderse en las profundidades de esta instalación será la menor de tus preocupaciones.

Sin embargo, si el raspado continúa sin césar, camina hacia los barrotes y mete la mano en la oscuridad. Sentirás un objeto colocado en tu mano. Si hace calor, déjalo caer y arrodíllate en oración. Ora para que seas lo suficientemente rápido, de modo que cuando mires hacia arriba todavía estés fuera de esta celda. Si fueras demasiado lento, una eternidad de archivos nunca volverán a pasar esos barrotes.

Sin embargo, si el objeto se siente frío, expresa una pregunta en voz alta hacia la celda y retira la mano. La única pregunta que recibirá una respuesta será:

¿De qué lado están?

Sentirás que el archivo en tu mano comienza a moverse. A medida que destroza tu piel y te desgasta los huesos, debes concentrarte no en el dolor sino en tu pregunta. El archivo raspará tu carne y hueso hasta que no quede rastro de tu mano. Si superas esta prueba sin ceder ante el dolor, encontrarás la respuesta a tu pregunta en tu mente. Tu mano estará completa, y una vez más estarás fuera de las instalaciones, con un archivo frío y oxidado en tu mano.

Muchos se vuelven locos con este conocimiento; algunos usan el archivo para repetir el proceso en un intento de eliminar las palabras de sus cabezas. Si logras aguantar, te encontrarás eventualment entre los Buscadores que presencien la reunión.

Ese archivo es el Objeto 54 de 538. Le facilitará el camino a los objetos, pero ya no podrá ayudarte de allí en adelante.


viernes, 21 de febrero de 2020

Alicanto

Origen: Mitología Chilena
Aspecto: Ave dorada 
Temperamento: Tímido
Tamaño: Mediano

Antecedentes

El alicanto es un ave de tamaño mediano a grande (50 cms a 1m), posee la cabeza similar a un cisne, con algunas plumas largas naciendo de su corona, tiene un pico encorvado que le ayuda a conseguir su alimento y patas alargadas que terminan en peligrosas garras.

Esta criatura vive en las zonas aledañas al Desierto de Atacama y busca yacimientos o grietas entre las minas para armar sus nidos. Se alimenta de metales preciosos, lo que le da el tono dorado casi mágico de sus plumas que pueden llegar a cegarte con su brillo si las observas por mucho tiempo.

Cuando un alicanto come, busca un refugio donde descansar ya que no podrá volar por un tiempo debido al excesivo peso que ha ingerido. Estos animales se dan grandes banquetes y luego descansan escondidos en sus cómodas cuevas por periodos prolongados de tiempo antes de volver a salir en busca de alimento. 

Se dice que el avistamiento de un Alicanto es un suceso de muy buena fortuna, ya que si logras seguirlo a su nido, encontrarás un vasto tesoro de oro, plata y otros metales preciosos, para seguir a esta criatura debes ser un rastreador experto ya que no deja huellas ni indicios de su presencia. Si te aventuras a perseguir un Alicanto no debes ser descubierto por él, ya que si te descubre y juzga como avaro hará que te pierdas llevándote por caminos peligrosos y desconocidos donde no podrás encontrar un refugio o retorno. 





Solo en Casa

Aquella noche, Michael se había quedado completamente solo. Sus padres habían salido de viaje ese fin de semana y su hermana mayor no volvería hasta muy tarde, después de terminada la fiesta de su facultad. Como cualquier adolescente, se regodeó de poder tener la residencia a su disposición y sin nadie que lo molestase. Tal vez él no pudiera salir de fiesta, podría podría quedarse viendo películas hasta tarde y comer un montón de bocadillos.

El plan perfecto para cualquier chico.

Después de hacerse unas palomitas en el microondas, se dirigió a la sala de estar y tomó el control remoto de la televisión para buscar algo interesante. El aparato se encendió en el canal de las noticias, donde el presentador comunicaba una novedad espeluznante.

Un peligroso asesino serial había escapado de la cárcel de máxima seguridad más cercana a la ciudad. Se trataba de un sujeto muy inestable y despiadado.

Al ver la fotografía del maleante en la pantalla, Michael sintió un escalofrío.

—Les rogamos asegurar puertas y ventanas en casa, y llamar de inmediato a las autoridades si llegan a ver o escuchar algo extraño cerca de su domicilio —recomendó el presentador.

Michael dejó todo lo que estaba haciendo y corrió a asegurar la puerta principal y las ventanas. Justo cuando estaba por relajarse, recordó que tenía que ocuparse de la puerta corrediza del jardín. Preocupado, fue a ponerle el seguro cuando notó algo que lo dejó paralizado, a través del cristal de la misma.

Afuera, el mismo asesino al que había visto por la televisión lo estaba mirando fijamente, de pie sobre la nieve. Una sonrisa malsana se dibujó en sus labios y Michael sintió temblar sus piernas.

Colocó con fuerza el seguro en la puerta y, sin dejar de mirarlo a los ojos, palpó con su mano sobre la cómoda cercana, para tomar el teléfono. Solo bajó la mirada un segundo, para marcar el número del 911, pero cuando volvió a mirar hacia afuera se dio cuenta de que el fugitivo se encontraba mucho más cerca.

Aterrado, Michael agachó la mirada, tragó saliva y espero a que el aparato terminara de marcar…

—Buenas noches, ha llamado usted a emergencias, ¿en qué puedo ayudarle? —habló la voz de una mujer joven al otro lado de la línea.

—Hay un asesino en mi jardín.

—¿Disculpe?

Haciendo acopio de todo el valor que le quedaba, Michael volvió a alzar los ojos. El asesino estaba demasiado cerca. Pero no había huellas en la nieve.

—¿Hola? ¿Me escucha? ¿Hola? —la voz de la operadora se escuchó como un eco lejano, mientras un escalofrío intenso le recorría la columna vertebral.

El teléfono cayó de la mano temblorosa de Michael. Comprendió que durante aquellos tortuosos segundos, no había estado mirando al desconocido de pie en su jardín. Él no estaba allí. Y lo que sus ojos habían estado observando, era solamente su reflejo en el cristal de la puerta.

Ahora podía escuchar su respiración con total claridad. El asesino estaba detrás de él.


Calificación:


jueves, 20 de febrero de 2020

El Almohadón de Plumas - Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses (se habían casado en abril) vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte.

Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

—¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras. —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz. —le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho. —la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.


Horacio Quiroga