jueves, 23 de julio de 2020

Los Chicos Malos de la Cocina

Cuando era niño, solía vivir con mis padres en una casa muy antigua. La cocina tenía una estufa de hierro, de esas que se usaban para calentar la comida con las primeras hornillas de gas. En la sala de estar permanecía el sofá de mis abuelos y varios cuadros de la familia completa. Era un lugar acogedor pero también tenía sus cosas siniestras.

Todas las noches por ejemplo, sufría horribles alucinaciones en las que creía escuchar voces fuera de mi habitación. Hablaban acerca de mí como si estuvieran espiándome y yo no les podía ver. Solo podía quedarme escondido entre las sábanas, oyéndoles.

—¿Ya se ha dormido?

—No, sigue despierto todavía. Se hace el dormido bajo las sábanas para despistarnos.

Mierdas como esas eran las que decían. Y me quedaba aterrado al escucharles aquellas cosas, seguidas de risas maliciosas que parecían provenir de todas partes. Lo peor era cuando sus pasos se acercaban corriendo a mi recámara y yo pensaba que iban a entrar para hacerme algo.

Por supuesto, aquello se fue quedando en el olvido con el paso del tiempo. Nadie me creía cuando lo contaba y al ir creciendo, llegué a la conclusión de que no eran más que pesadillas.

Las casas tan grandes y antiguas pueden intimidar bastante a un niño.

Tiempo después habría de seguir mi propio camino, tú sabes, alquilarme un piso en la ciudad más próxima para ir a la universidad, conocer a alguien y todo eso. Para ese entonces, “los chicos malos de la cocina”, (que era como yo llamaba a esas impertinentes voces), no eran más que un mal recuerdo que ni siquiera se había molestado en salir a la superficie de mi subconsciente.

Exámenes, trabajo, ligoteo, responsabilidades y aventuras varias hacen que todos los traumas infantiles parezcan una nimiedad. Sin embargo…

Sin embargo, hace unos días que me he mudado a un nuevo apartamento. Es muy distinto a mi hogar de infancia, todo tan nuevo y moderno. No pude evitar comparar cada habitación con los pocos detalles que recordaba del sitio donde viví con mis padres. Al principio, la nostalgia me embargó. Hasta que mi hijo de seis años me contó algo muy extraño.

—Tengo un nuevo amigo que se llama Ben —me dijo.

Amigos imaginarios. Típico de los críos.

—¿Ah sí?

—Pero hoy me he molestado con él.

—¿Y eso por qué? —le pregunté, mientras acomodaba libros en una estantería.

—Por qué dijo que cuando eras niño, él y sus amigos solían hacer que te cagaras en los pantalones.

—¿Cómo dices? —me reí, aunque probablemente debí haberlo reñido por usar ese lenguaje. Y entonces, mi hijo comenzó a darme una descripción muy detallada de como solía ser mi casa, de lo que este chico, llamado Ben y sus amigos, solían hacer para asustarme en las noches.

—Él dijo que tú solías llamarlos “los chicos malos de la cocina”. ¿Es cierto eso, papá?

Me quedé paralizado.

—No hagas caso, hijo. Tu amigo solo está celoso.

Creo que no me va a gustar vivir aquí.


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