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martes, 7 de enero de 2020

El Barril de Amontillado - Edgar Allan Poe

Título Original: The Cask of Amontillado
Autor: Edgar Allan Poe
Nacionalidad: EEUU
Año de publicación: 1846


El Barril de Amontillado

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida. Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero.

Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.

—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.

—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometerla tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.

—¡Amontillado!

—Tengo mis dudas.

—¡Amontillado!

—Y he de pagarlo.

—¡Amontillado!

—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. El es un buen entendido. El me dirá...

—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

—Vamos, vamos allá.

—¿Adónde?

—A sus bodegas.

—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...

—No tengo ningún compromiso. Vamos.

—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

—A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me tomó del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

Tomé dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors. El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.

—¿Y el barril? —preguntó.

—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.

—¿Salitre? —me preguntó, por fin.

—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.

—No es nada —dijo por último.

—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...

—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.

—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.

—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.

Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludo con familiaridad. Los cascabeles sonaron.

—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.

—Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me tomó de mi brazo y continuamos nuestro camino.

—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.

—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.

—He olvidado cuáles eran sus armas.

—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

—¡Muy bien! —dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...

—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender. Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

—¿No comprende usted? —preguntó.

—No —le contesté.

—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

—¿Cómo?

—¿No pertenece usted a la masonería?

—Sí, sí —dije—; sí, sí.

—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

—Un masón —repliqué.

—A ver, un signo —dijo.

—Este —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.

—Usted bromea —dijo, retrocediéndo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.

—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.

Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado.

Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París. Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura.

Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...

—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.

—Cierto —repliqué—, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto.

No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos.

Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás. Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je! a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!

—El amontillado —dije.

—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.

—Sí —dije—; vámonos ya.

—¡Por el amor de Dios, Montresor!

—Sí —dije—; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

—¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

—¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo.

Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. ¡In pace requiescat!

Edgar Allan Poe




jueves, 2 de enero de 2020

La Exhumación - H. P. Lovecraft & Duane W. Rimel

Título Original: The Disinterment 
Autor: H.P. Lovecraft
Nacionalidad: E.E.U.U.
Colaboración: Duane W. Rimel 
Año de publicación: 1935

La Exhumación


Desperté abruptamente de un terrible sueño y miré sorprendido a mi alrededor. Y entonces vi el techo alto y abovedado y las ventanas estrechas de la habitación de mi amigo, y una sensación de intranquilidad me invadió al recordarlo todo; supe que todas las esperanzas de Andrew se habían cumplido. Yacía boca abajo en una gran cama, y los postes que la sujetaban se retorcían hacia arriba en increíbles perspectivas; la habitación estaba tapizada de grandes estanterías llenas de los libros y antigüedades familiares que ya me había acostumbrado a ver en aquella oscura esquina que formaba parte de la casona que había sido nuestro hogar común durante tantos años.

En una mesa al lado de la pared descansaba un vasto candelabro cuyo antiguo diseño había sido trabajado a mano hacia mucho tiempo, mientras que las finas cortinas habían sido cambiadas por unos espesos cortinones que apenas si dejaban pasar la luz, dando un ambiente lúgubre. Recordaba vivamente los acontecimientos que tuvieron lugar antes de mi confinamiento en aquella monstruosa fortaleza medieval. No fueron muy placenteros, y aún temblaba al recordar el diván en el que había estado tendido antes de encontrarme aquí; el diván en el que todo el mundo pensaba iba a ser mi último lugar de descanso. Los recuerdos estallaban en mi cabeza, trayéndome de nuevo las terribles circunstancias que me habían obligado a elegir entre una muerte verdadera y una hipotética, posteriormente reanimada por ciertos métodos terapéuticos sólo conocidos por mi colega, Marshall Andrews. Todo comenzó hace un año, a mi vuelta del Oriente, cuando descubrí, horrorizado, que había cogido la lepra durante mi estancia en el extranjero. Sabía que había asumido muchos riesgos al cuidar a mi hermano enfermo en las Filipinas, pero hasta que no volví a mi región nativa, no se hizo patente ningún síntoma. Fue Andrews el primero que se dio cuenta, ocultándomelo tanto tiempo como le fue posible; pero nuestra confianza mutua y amistad pronto reveló la horrible verdad.

Me vi obligado a confinarme entre los riscos que dominaban Hampden, entre muros y paredes arcaicos, corredores abovedados, fuera de los cuales no me permitía salir. Fue una existencia terrible, con la sombra amarilla constantemente colgada sobre mí; pero mi amigo jamás me traicionó, aunque se cuidaba de no contagiarse, trataba de que mi vida fuera lo más placentera y confortable posible. Su extendida, aunque algo siniestra fama de cirujano, hizo que no tuviese necesidad de consultar a ningún médico, el cual, posiblemente, me habría condenado a un hospital.

Sucedió casi al año de mi reclusión — a finales de agosto—, Andrews decidió hacer un viaje a las Indias Occidentales; para estudiar los métodos "nativos" en medicina, dijo. El venerable Simes, el factótum de la propiedad, quedó encargado de cuidarme. No se produjo ningún desarrollo negativo de la enfermedad, por lo que pude disfrutar de un período tolerable aunque solitario, durante la ausencia de mi compañero. Leí muchos de los libros que había ido adquiriendo Andrews en el curso de sus veinte años de práctica de la cirugía, y descubrí por qué su reputación, aunque muy grande y distinguida, era un poco siniestra. Muchos de los volúmenes hacían referencia a ciertas prácticas bastante alejadas de los métodos de la medicina moderna: artículos prohibidos sobre monstruosos experimentos cirujanos; descripciones de los extraños efectos que se producían en ciertos trasplantes de glándulas tanto en animales como en hombres; folletos sobre trasferencia de cerebros y rejuvenecimiento, y un montón de escritos fanáticos totalmente desautorizados por los físicos ortodoxos. También descubrí que Andrews era una autoridad en ciertos medicamentos oscuros; algunos de los pocos libros que hojeé revelaban que había pasado mucho tiempo en el estudio de la química y en la búsqueda de nuevas drogas que pudieran ser de algún interés en cirugía. Recordando todo lo que decían estos viejos tratados, me doy cuenta ahora de las infernales sugerencias que contenían y lo que influyeron en sus posteriores experimentos.

Andrews estuvo fuera bastante más tiempo del que yo había pensado, no volviendo hasta principios de noviembre, casi cuatro meses después de su partida; estaba ansioso por verle cuando llegó, a pesar de que mi estado había empeorado. Había llegado a un punto en el que debía guardar absoluto aislamiento para no ser descubierto. Pero mi ansiedad era pequeña comparado con la exuberancia que mostraba él, ya que durante su estancia en la India había trazado un plan; un plan que pensaba llevar a cabo con la ayuda de cierta droga que había aprendido de un "doctor" nativo de Haití. Cuando me dijo que el experimento tenía mucho que ver conmigo, me alarmé un poco; aunque difícilmente se podía estar peor en mi condición. Más de una vez había considerado la posibilidad de disfrutar el olvido que me podía proporcionar un revolver o la caída desde el tejado a las afiladas rocas que sobresalían abajo.

El siguiente día de su llegada, a la tenue luz del estudio, me contó con todo tipo de detalles su idea. Había encontrado una droga en Haití, una fórmula que podía desarrollar, que inducía a un estado de sueño profundo, a una especie de trance cercano a la muerte; los músculos se relajaban totalmente, incluso la respiración y los latidos del corazón cesaban mientras durasen los efectos. Andrews me dijo que había visto muchas veces sus efectos sobre los nativos. Algunos habían permanecido dormidos durante días, tan inmóviles como si estuvieran muertos. Esta animación suspendida, me explicó luego, es capaz de engañar incluso a cualquier examen médico. El mismo, de acuerdo a las leyes conocidas, había declarado muerto a un hombre que se hallaba bajo los efectos de la droga. Me aseguró, también, que el cuerpo del sujeto asumía la apariencia de un cadáver, haciéndose visible una especie de rigor mortis.

Durante algún tiempo sus propósitos no quedaron demasiado claros, pero cuando se fue haciendo patente el significado último de su palabras, comencé a sentir miedo y náuseas. Sin embargo, por otro lado, sentía una especie de alivio, pues el asunto podría significar al menos una especie de escape de mi situación, un escape de la muerte ordinaria y terrible producida por la lepra. En breves palabras, su plan consistía en administrarme una abundante dosis de droga y llamar a las autoridades locales, que inmediatamente me declararían muerto, haciendo que me enterrasen con prontitud. Estaba seguro que ellos me examinarían sin mucho detalle, por lo que pasarían por alto los síntomas de mi enfermedad, que en realidad eran pocos. Sólo habían pasado quince meses desde que cogí la lepra, mientras que la corrupción de la cerne tardaba al menos siete años.

Más tarde, dijo, resucitaría. Después de mi enterramiento en el panteón familiar —cerca de mi centenaria morada y escasamente a un cuarto de milla de su propio panteón— se realizarían los siguientes pasos del plan. Finalmente, una vez sellada mi losa y mi muerte divulgada, él abriría en secreto mi tumba y me traería de nuevo a la mansión, vivo y sin ningún daño. Era una plan macabro y atrevido, pero también la única esperanza de recuperar una cierta libertad; así que acepté su proposición, aunque no sin ciertas reticencias. ¿Qué pasaría si la droga dejase de hacer efecto mientras me hallaba dentro de la tumba? ¿Qué pasaría si el médico descubría mi estado y decidía internarme? Estas eran algunas de las dudas que me asaltaban antes de realizar el experimento. Aunque la muerte podía ser una especie de liberación para mi estado, me daba incluso más miedo que el azote amarillo; me aterrorizaba a pesar de estar bajo su guadaña constantemente durante todo aquel tiempo.

Afortunadamente, no me fue posible ver mi propio funeral, con sus horribles ritos. Todo salió como Andrews había planeado, incluso el subsiguiente desenterramiento. Nada mas tomar la dosis inicial de la droga traída de Haití, caí en un estado de semiparálisis y enseguida fui preso de un sueño profundo y oscuro como la noche. Tomé la droga en mi habitación, y Andrews me había comentado que pensaba aconsejar al médico que mi muerte se había producido por un paro cardiaco debido a la tensión nerviosa. Por supuesto, no pensaban embalsamarme —Andrews se ocuparía personalmente de eso—, y todo el proceso, incluyendo el transporte secreto de mi cuerpo desde la sepultura hasta la decrépita mansión, tardó tan sólo tres días. Se me dio sepultura al atardecer del tercer día, y Andrews rescató mi cuerpo aquella misma noche. Se ocupó de colocar de nuevo la hierba fresca tal y como la habían dejado los sepultureros. El viejo Simes, que había jurado guardar el secreto, ayudó a Andrews en su macabra tarea.

Yací en mi vieja y familiar cama durante una semana más. Debido a algún efecto inesperado de la droga, mi cuerpo permaneció totalmente paralizado, de tal forma que tan sólo podía mover la cabeza débilmente. Sin embargo, todos mis sentidos se hallaban alerta, y al cabo de una semana más fui capaz de tomar alimentos en grandes cantidades. Andrews dijo que mi cuerpo iba recuperando poco a poco su antigua sensibilidad, pero que, debido a la lepra, tardaba más tiempo de lo normal. Estaba muy interesado en analizar mis síntomas diarios, y siempre me preguntaba si sentía algo en especial. Trascurrieron muchos días antes de que fuera capaz de controlar todos los miembros de mi cuerpo, y aún más hasta que la parálisis dejó mis órganos, de forma que pudiese sentir las reacciones ordinarias corporales. Yacía aprisionado dentro de un viejo cascarón que parecía estar perpetuamente bajo los efectos de la anestesia. Sentía una extraña alienación que no era capaz de entender, considerando que mi cabeza estaba perfectamente viva y en buen estado de salud.

Andrews me explicó que se había llevado a cabo el primer proceso de reanimación, pero que no sabía exactamente cuándo terminaría la parálisis total del cuerpo; aunque mi condición no parecía preocuparle mucho considerando el intenso interés que había puesto en mis reacciones y estímulos desde el principio. Muchas veces, cuando hacia un alto en sus preguntas, yo podía observar un extraño brillo en sus ojos mientras me examinaba, una especie de destello victorioso que nunca se había atrevido a decir en palabras; aunque, a la vez, se hallaba dichoso por mi triunfo sobre la muerte y mi retomo a la vida. Sin embargo, sentía la presencia de ese horror con el cual tendría que enfrentarme en menos de seis años, cosa que me llenaba de pesadumbre y melancolía durante los aburridos días en los que esperaba pacientemente la vuelta de mis funciones corporales. Sin embargo, él me aseguraba que, en poco tiempo, disfrutaría de una existencia que pocos hombres han experimentado. Pero estas palabras no me impactaron con lo que realmente querían decir, con su siniestro significado, hasta muchos días después.

Durante mi aburrida permanencia en cama, Andrews y yo comenzamos a separarnos. Dejó de tratarme como un verdadero amigo, y tuve la sensación de que me miraba más como el objeto de sus experimentos. Descubrí inesperadas manías en él; pequeños actos de crueldad que incluso el endurecido Simes apenas podía soportar, y que a mí me disturbaban en gran manera. Frecuentemente observaba un trato cruel con pequeños especímenes vivos del laboratorio, pues se hallaba metido en varios experimentos ocultos sobre los trasplantes glandulares y musculares con conejos y cerdos de Guinea. También se había dedicado a experimentar con la nueva droga en curiosos experimentos de animación suspendida. Pero me contaba muy poco de todo esto; aunque el viejo Simes me hacía de vez en cuando algún comentario que arrojaba alguna luz sobre el asunto. No sabía exactamente qué era todo lo que sabia el anciano mayordomo, aunque seguramente había aprendido mucho, debido a ser el compañero constante de Andrews y mío.

Con el paso del tiempo, un sentimiento débil pero constante comenzó a arrastrarse por mi enfermo cuerpo; y con los síntomas de recuperación, Andrews tomó un fanático interés en mi caso. Aún parecía tener una aptitud más analítica que amistosa, y me tomaba el pulso y el ritmo cardiaco con entusiasmo. A veces, mientras me examinaba fervorosamente, veía cómo temblaban sus manos débilmente, un temblor que no era propio de todo un cirujano. Nunca había podido ver mi cuerpo en su totalidad desde que volví a despertar, pero con la vuelta del sentido del tacto, descubrí que mi cuerpo tenía ciertas formas que no me parecían familiares. Fui recobrando gradualmente el uso de mis manos y extremidades; y con el paso de la parálisis se fue haciendo patente una terrible sensación de distanciamiento. Mis miembros encontraban muchas dificultades para obedecer las órdenes de mi cerebro, y me hallaba totalmente desconcertado. Mis manos eran tan torpes que tuve que acostumbrarme a intentar las cosas varias veces. Todo esto debía ser, pensé, causado por el avance de mi enfermedad y el contagio de mi sistema nervioso. Como no sabia exactamente qué síntomas eran los iniciales (mi hermano se hallaba en un estado más avanzado de la enfermedad), no tenía ningún método de juicio; y como Andrews rehuía el tema, no tuve más remedio que permanecer en silencio.

Un día le pregunté a Andrews —al que ya no consideraba mi amigo— si podía intentar levantarme y sentarme en la cama. Al principio puso alguna objeción, pero luego, aconsejándome que me tapase con las sábanas hasta el cuello para no coger frío, accedió. Esto me pareció un poco extraño, ya que la temperatura reinante era muy agradable. Ahora que el otoño terminaba y el invierno esperaba agazapado, la habitación estaba siempre caldeada. Un escalofrío repentino en mitad de la noche, las ocasionales miradas a un trozo de cielo desde mi ventana, me hablaban del cambio de estación; no había ningún calendario colgado en las oscurecidas paredes. Ayudado amablemente por Simes, me senté en la cama, mientras Andrews miraba fríamente desde la puerta del laboratorio. Cuando conseguí sentarme, una débil sonrisa apareció en sus siniestras facciones, desapareciendo al instante por el pasillo oscuro. Su forma de comportarse no hizo que mi condición mejorase. El viejo Simes, generalmente tan cortés, últimamente parecía perdido en sus propias preocupaciones y me dejaba solo durante largos períodos de tiempo.

La terrible sensación de extrañeza se incrementó en mi nueva posición. Era como si los brazos y piernas que estaban bajo mi bata se negasen a obedecer los mandatos de mi mente, como si estuvieran agotadas y no fueran capaces de mover-se. Mis dedos, torpes, eran totalmente ajenos a mi sentido interior del tacto, y me asustaba el estar condenado el resto de mis días a una ausencia de sensaciones inducida por mi terrible enfermedad. La misma tarde que recobré parte de mis sensaciones empezaron los sueños. No sólo me sentía atormentado por la noche, sino también durante el día. Me despertaba, gritando horriblemente, de alguna pesadilla de la que prefería no acordarme. Estos sueños consistían preferentemente en sucesos macabros; cementerios nocturnos, cadáveres acechantes, y almas perdidas en un caos de luces y sombras. La terrible realidad de las visiones era lo que más me asustaba: era como si una influencia interior fuera la causante de esas visiones de tumbas a la luz de la luna e infinitas catacumbas de una muerte sin descanso. No podía saber su procedencia; y al cabo de una semana me hallaba sumido en abominables pensamientos que parecían crearse a sí mismos en mi recuperada consciencia.

En aquel tiempo comenzó a bullir un plan en mi interior para escapar de la vida intolerable a la que me había visto impelido. Andrews cada vez se preocupaba menos de mi, y sólo parecía interesado en los progresos en la recuperación de mis reacciones musculares normales. Cada día estaba más convencido de que, en aquel laboratorio al otro lado del pasillo, se llevaban a cabo experimentos nefastos; los chillidos de terror de los animales eran horribles y me ponían los nervios de punta. Además, estaba empezando a pensar que Andrews no me había ayudado sólo por mi propio beneficio, sino por algún motivo particular suyo. Las atenciones de Simes cada vez eran menores, y estaba convencido que el anciano servidor también tenía algo que ver con el malsano asunto.

Andrews ya no me trataba como a un amigo, sino como al objeto de sus experimentos; y no me gustó la forma en la que aparecía en el estrecho corredor con el escalpelo en las manos, mirando con una extraña aptitud de alerta. Jamás había visto una transformación igual en ningún hombre. Sus facciones naturales se habían hecho más duras y angulosas, y sus ojos brillaban como si el aliento de Satán bullera en su interior. Su mirada fría y calculadora me provocaba escalofríos, e hizo que reuniese las fuerzas suficientes para intentar escapar de su compañía lo antes posible. Durante esa época de locos sueños perdí la noción del tiempo, y no pude darme cuenta de lo rápido que pasaban los días. Las cortinas estaban echadas casi todo el día y la habitación permanecía iluminada por un enorme candelabro. Era una pesadilla irreal, una existencia horrible; aunque según pasaba el tiempo me sentía más fuerte. Siempre había contestado cuidadosamente a las preguntas de Andrews sobre mis progresos, pero ahora le ocultaba el hecho de que una poderosa vida bullía en mi interior según discurrían los días; por supuesto, no le dije nada acerca de que esperaba que me fuese útil en la crisis que se avecinaba.

Por fin, un gélido atardecer, cuando la luz de las velas se había extinguido y el pálido reflejo de la luna iluminaba mi cama a través de las oscuras cortinas, decidí levantarme y llevar a cabo mi plan. No había sentido ningún movimiento de mis guardianes desde hacía horas, y supuse que ambos estaban durmiendo en las habitaciones contiguas. Tirando suavemente de las mantas, me senté y salí cautelosamente de la cama, apoyando los pies en el suelo. El vértigo hizo presa en mí al instante, y estuve a punto de desmayarme. Pero finalmente recobré el vigor y, sujetándome a los postes de la cama, conseguí ponerme de pie por primera vez en muchos meses. Poco a poco una nueva fortaleza fue penetrando en mi interior y logré asir una bata negra que había sobre la silla. Era demasiado larga, pero servía de abrigo sobre mis ropas de cama. De nuevo me volvió esa sensación de extrañeza que había experimentado mientras guardaba cama; un sentimiento de alienación, una dificultad para que mis miembros reaccionasen de la manera que yo quería. Pero tenía que darme prisa antes de que desapareciesen de nuevo mis fuerzas. Tomé la precaución de ponerme unos zapatos viejos antes de salir; pero, aunque habría jurado que eran míos, me quedaban demasiado holgados y decidí que debían ser del viejo Simes.

Cogí el enorme candelabro, que brillaba a luz de la lun a, ya que no vi ningún otro objeto contundente, y comencé a mover con mucha cautela la puerta del laboratorio. Mis primeros pasos fueron inseguros y dificultosos, y, a causa de la oscuridad, me vi obligado a avanzar lentamente. Cuando llegué al umbral, pude ver a mi antiguo amigo echado sobre un sillón; a su lado había una pequeña estantería con botellas y un cristal. Lo vi reclinado en el sofá a la luz de la luna, sus facciones luminosas estaban retorcidas en una satisfecha sonrisa de borracho. En su regazo descansaba un libro abierto; uno de los macabros libros de su biblioteca privada. Durante largo tiempo permanecí inmóvil ante la escena, y entonces, dando un paso adelante, golpeé con el pesado candelabro su desnuda cabeza. El sordo crujido fue seguido por un chorro de sangre mientras el cuerpo caía al suelo con la cabeza abierta. No sentía ningún remordimiento de acabar con la vida de mi amigo de aquella forma. Pensé que los horribles —lo que quedaba de ellos— especímenes que había diseminados por la habitación en distintos estados de conservación y acabado eran suficiente prueba para no tener piedad de él. Andrews había ido demasiado lejos en sus experimentos como para continuar viviendo, y, como si yo fuera uno de sus monstruosos especímenes — de lo cual ahora tenía la horrible certeza—, era mi deber exterminarlo.

Supuse que acabar con Simes no iba a ser tarea tan fácil; en verdad sólo una suerte poco normal había hecho que encontrase a Andrews dormido. Cuando llegué finalmente a la puerta de la habitación del mayordomo, casi totalmente extenuado, supe que necesitaría de todas las fuerzas que me quedaban para completar la tarea. La habitación del viejo estaba sumida en la más absoluta oscuridad, situada en la parte norte de la casa, pero debió haber visto mi silueta recortándose en el umbral de la puerta. Gritó estridentemente y le arrojé el candelabro desde donde me encontraba. Golpeó algo blando, produciendo un sordo ruido en la oscuridad; pero los chillidos continuaron. En esos momentos todo era confuso, pero recuerdo que agarré al hombre y comencé a golpearlo mientras le quitaba la vida poco a poco. Pronunció una horda de palabras malsanas antes de que retirase mis manos de su cuerpo; gritó y suplicó clemencia mientras le apretaba con mis dedos. A duras penas pude reconocer la fuerza que manaba de mí en aquel demencial momento, una fuerza que había dejado al socio de Andrews en una condición semejante.

Retrocedí del oscuro habitáculo y me tambaleé hasta las escaleras que bajaban a la puerta principal; descendí a trompicones y, de alguna manera, llegué a la planta baja. No había ninguna lámpara encendida, tan sólo la débil luz de la luna que se filtraba por los estrechos ventanucos del recibidor. Pero me abrí camino a través de las frías, pesadas losas de piedra, aterrado por lo que acababa de hacer, y llegué a la puerta principal después de siglos de arrastrarme entre la oscuridad. Recuerdos vagos y macabras sombras parecían bullir en aquella antigua sala; sombras que una vez fueron amistosas y comprensibles, pero que ahora parecían extrañas e irreconocibles, de forma que bajé los escalones de la entrada con algo más que el miedo a mis espaldas. Durante breves momentos permanecí en el enorme umbral de piedra, contemplando los rayos de luna que se dirigían a la casa de mis antepasados, a menos de una milla de distancia. Pero el camino parecía largo, y por un momento me desesperé con sólo pensar en ello. Por fin cogí un palo de madera a modo de bastón y comencé a caminar por el ondulante camino.

Delante de mí, a poca distancia y brillando a la luz de la luna, se erguía la venerable mansión donde mis antepasados habían vivido y muerto. Sus torretas sobresalían espectrales en la difusa luz, y la negra sombra que se delimitaba en la colina cercana parecía bullir y ondularse, como si la mansión estuviera hecha de una sustancia irreal. Allí se erguía un monumento de medio siglo; un refugio para mis familiares, tanto jóvenes como ancianos, del que yo había renegado hacía mucho tiempo para vivir con el joven Andrews. Se hallaba libre de todas las maldades de aquella noche, y esperaba que siempre permaneciese así.

De alguna forma llegué a aquel antiguo lugar; aunque no recuerdo la última parte de la caminata. Estaba cerca del cementerio familiar, entre cuyas lápidas mohosas y decrépitas podría encontrar el olvido que tanto ansiaba. Mientras me acercaba, la luz de la luna me hizo reconocer la vieja familiaridad —tan ausente durante mi existencia antinatural—, cambiándome de una extraña manera. Me acerqué a mi propia tumba, y tuve una sensación de bienvenida; con ella llegó aquel sentimiento de alienación que tan bien conocía. Estaba contento de que se acercase el fin: ni tan siquiera me paré a examinar mis sensaciones hasta un poco después, cuando todo el horror de mi situación se hizo patente.

Intuitivamente sabia el lugar exacto de mi sepultura; la hierba apenas había tenido tiempo de crecer entre la tierra recientemente removida. Enceguecido me acerqué al montículo y comencé a escarbar la tierra húmeda. No se cuánto tiempo estuve escarbando hasta que mis dedos tropezaron al fin con el ataúd; pero chorreaba sudor y mis dedos no eran más que unos garfios sangrientos e insensibles. Por fin quité el último montón de tierra, y con dedos trémulos empecé a manipular la pesada tapa. Se movió un poco, y, cuando estaba dispuesto a abrir del todo la tapa, un olor nauseabundo asaltó mis narices. Permanecí rígido, aterrorizado. ¿Acaso algún idiota se había equivocado de tumba al enterrarme, haciendo que yo desenterrara otro cuerpo? Pues con toda seguridad no podía haber ningún error en que aquella era mi sepultura. Gradualmente se fue apoderando de mí una inseguridad espantosa mientras salía a gatas del agujero. Una mirada a ese nuevo rompecabezas seria suficiente. Aquella era, sin lugar a dudas, mi tumba... ¿pero qué estúpido había enterrado en ella a otra persona?

De repente sentí la sacudida de una revelación que salía del interior de mi cerebro. El olor, dejando de un lado el que producía la putrefacción, me parecía familiar, horriblemente familiar.. Pero aún no podía dar crédito a aquella horrible revelación. Musitando, maldiciendo, bajé de nuevo a aquella oscura cavidad y, con la ayuda de un fósforo, destapé completamente la tapa del ataúd. Entonces la cerilla se apagó, como si una mano fantasmagórica la hubiese extinguido, y volví a salir a gatas de aquel inmundo pozo, gritando lleno de miedo y terror.

Cuando recobré el conocimiento me hallaba delante de las puertas de mi antigua mansión, adonde me había dirigido después del terrible descubrimiento nocturno en el cementerio familiar. Pronto amanecería, y me abrí paso bajo la pálida, desvaída luz hasta llegar a mi estudio, del que había desertado hacía tantos años. Cuando saliese el sol, iría al antiguo pozo que se encuentra bajo el antiguo sauce del cementerio y arrojaría mi deforme ser al interior. Ningún otro hombre verá esta blasfemia que ha sobrevivido más de lo que debería. No sé lo que dirá la gente cuando vea mi tumba profanada, pero no me importa; sólo quiero buscar el olvido, escapar de todo lo que había contemplado entre las lápidas decrépitas y mohosas de aquel horrible lugar.

Ahora sé por qué Andrews actuaba con tanto secreto; aquella aptitud grotesca que adoptó tras mi muerte artificial. Me había tratado como a un espécimen suyo durante todo este tiempo, un espécimen que era la cima de sus conocimientos de cirugía, su obra de arte... un ejemplo de pervertido de arte para su propia contemplación. De dónde obtuvo Andrews aquel otro del que se sirvió para llevar a cabo sus propósitos, posiblemente no lo sepa nunca; pero me temo que lo trajo de Haití, junto con sus conocimientos de medicina. Cuando menos, esos largos y peludos brazos y esas horribles piernas cortas son totalmente desconocidas para mí... desconocidas para todas las leyes naturales de la materia. El pensamiento de que viviría torturado con aquel otro el resto de mi vida era como un infierno.

Ahora sólo puedo desear aquello que una vez fue mío; aquello que todo hombre tiene derecho a poseer hasta su muerte; aquello que pude contemplar, en un momento de pánico, en aquel antiguo cementerio cuando abrí la tapa del ataúd: mi propio cuerpo, marchito, podrido y sin cabeza.

H.P. Lovecraft


lunes, 16 de diciembre de 2019

Oda al Gato

Los animales fueron
imperfectos,
largos de cola, tristes
de cabeza.
Poco a poco se fueron
componiendo,
haciéndose paisaje,
adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato,
sólo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.

El hombre quiere ser pescado y pájaro,
la serpiente quisiera tener alas,
el perro es un león desorientado,
el ingeniero quiere ser poeta,
la mosca estudia para golondrina,
el poeta trata de imitar la mosca,
pero el gato
quiere ser sólo gato
y todo gato es gato
desde bigote a cola,
desde presentimiento a rata viva,
desde la noche hasta sus ojos de oro.

No hay unidad
como él,
no tienen
la luna ni la flor
tal contextura:
es una sola cosa
como el sol o el topacio,
y la elástica línea en su contorno
firme y sutil es como
la línea de la proa de una nave.
Sus ojos amarillos
dejaron una sola
ranura
para echar las monedas de la noche.

Oh pequeño
emperador sin orbe,
conquistador sin patria,
mínimo tigre de salón, nupcial
sultán del cielo
de las tejas eróticas,
el viento del amor
en la intemperie
reclamas
cuando pasas
y posas
cuatro pies delicados
en el suelo,
oliendo,
desconfiando
de todo lo terrestre,
porque todo
es inmundo
para el inmaculado pie del gato.

Oh fiera independiente
de la casa, arrogante
vestigio de la noche,
perezoso, gimnástico
y ajeno,
profundísimo gato,
policía secreta
de las habitaciones,
insignia
de un
desaparecido terciopelo,
seguramente no hay
enigma
en tu manera,
tal vez no eres misterio,
todo el mundo te sabe y perteneces
al habitante menos misterioso,
tal vez todos lo creen,
todos se creen dueños,
propietarios, tíos
de gatos, compañeros,
colegas,
discípulos o amigos
de su gato.

Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
el mar y la ciudad incalculable,
la botánica,
el gineceo con sus extravíos,
el por y el menos de la matemática,
los embudos volcánicos del mundo,
la cáscara irreal del cocodrilo,
la bondad ignorada del bombero,
el atavismo azul del sacerdote,
pero no puedo descifrar un gato.
Mi razón resbaló en su indiferencia,
sus ojos tienen números de oro.

Pablo Neruda



jueves, 7 de noviembre de 2019

Hechos tocantes al difunto Arthur Jermyn y su familia - H. P. Lovecraft

Título Original: Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and his Family.
Autor: H. P. Lovecraft.
Nacionalidad: Estados Unidos.
Año de publicación: 1921.

I


La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana —si es que somos una especie aparte—; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo sir Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de los que le conocían niegan incluso que haya existido jamás.

Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el objeto de la caja, llegado de África. Fue este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que le impulsó a quitarse la vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca le importó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, Sir Robert Jermyn, baronet, había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabuelo, sir Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios eruditos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente, sir Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilización congoleña blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon.

Todos los Jermyn poseían un rasgo de locura, y la gente se alegraba de que no fueran muchos. La estirpe carecía de ramas, y Arthur fue el último vástago. De no haber sido así, no se sabe qué habría podido ocurrir cuando llegó el objeto aquel. Los Jermyn jamás tuvieron un aspecto completamente normal; había algo raro en ellos, aunque el caso de Arthur fue el peor, y los viejos retratos de familia de la Casa Jermyn anteriores a sir Wade mostraban rostros bastante bellos. Desde luego, la locura empezó con sir Wade, cuyas extravagantes historias sobre África hacían a la vez las delicias y el terror de sus nuevos amigos. Quedó reflejada en su colección de trofeos y ejemplares, muy distintos de los que un hombre normal coleccionaría y conservaría, y se manifestó de manera sorprendente en la reclusión oriental en que tuvo a su esposa. Era, decía él, hija de un comerciante portugués al que había conocido en África, y no compartía las costumbres inglesas. Se la había traído, junto con un hijo pequeño nacido en África, al volver del segundo y más largo de sus viajes; luego, ella le acompañó en el tercero y último, del que no regresó. Nadie la había visto de cerca, ni siquiera los criados, debido a su carácter extraño y violento. Durante la breve estancia de esta mujer en la mansión de los Jermyn, ocupó un ala remota, y fue atendida tan sólo por su marido. Sir Wade fue, efectivamente, muy singular en sus atenciones para con la familia; pues cuando regresó de Africa, no consintió que nadie atendiese a su hijo, salvo una repugnante negra de Guinea. A su regreso, después de la muerte de lady Jermyn, asumió él enteramente los cuidados del niño.

Pero fueron las palabras de sir Wade, sobre todo cuando se encontraba bebido, las que hicieron suponer a sus amigos que estaba loco. En una época de la razón como e! siglo XVIII, era una temeridad que un hombre de ciencia hablara de visiones insensatas y paisajes extraños bajo la luna del Congo; de gigantescas murallas y pilares de una ciudad olvidada, en ruinas e invadida por la vegetación, y de húmedas y secretas escalinatas que descendían interminablemente a la oscuridad de criptas abismales y catacumbas inconcebibles. especialmente, era una temeridad hablar de forma delirante de los seres que poblaban tales lugares: criaturas mitad de la jungla, mitad de esa ciudad antigua e impía... seres que el propio Plinio habría descrito con escepticismo, y que pudieron surgir después de que los grandes monos invadiesen la moribunda ciudad de las murallas y los pilares, de las criptas y las misteriosas esculturas. Sin embargo, después de su último viaje, sir Wade hablaba de esas cosas con estremecido y misterioso entusiasmo, casi siempre después de su tercer vaso en el Knight’s Head, alardeando de lo que había descubierto en la selva y de que había vivido entre ciertas ruinas terribles que él sólo conocía. Y al final hablaba en tales términos de los seres que allí vivían, que le internaron en el manicomio. No manifestó gran pesar, cuando le encerraron en la celda enrejada de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de forma extraña. A partir de! momento en que su hijo empezó a salir de la infancia, le fue gustando cada vez menos el hogar, hasta que últimamente parecía amedrentarle. El Knight’s Head llegó a convertirse en su domicilio habitual; y cuando le encerraron, manifestó una vaga gratitud, como si para él representase una protección. Tres años después, murió.

Philip, el hijo de Wade Jermyn, fue una persona extraordinariamente rara. A pesar del gran parecido físico que tenía con su padre, su aspecto y comportamiento eran en muchos detalles tan toscos que todos acabaron por rehuirle. Aunque no heredó la locura como algunos temían, era bastante torpe y propenso a periódicos accesos de violencia. De estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y una agilidad increíbles. A los doce años de recibir su título se casó con la hija de su guardabosque, persona que, según se decía, era de origen gitano; pero antes de nacer su hijo, se alistó en la marina de guerra como simple marinero, lo que colmó la repugnancia general que sus costumbres y su unión habían despertado. Al terminar la guerra de América, se corrió el rumor de que iba de marinero en un barco mercante que se dedicaba al comercio en Africa, habiendo ganado buena reputación con sus proezas de fuerza y soltura para trepar, pero finalmente desapareció una noche, cuando su barco se encontraba fondeado frente a la costa del Congo.

Con el hijo de sir Philip Jermyn, la ya reconocida peculiaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal. Alto y bastante agraciado, con una especie de misteriosa gracia oriental pese a sus proporciones físicas un tanto singulares, Robert Jermyn inició una vida de erudito e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la inmensa colección de reliquias que su abuelo demente había traído de Africa, haciendo célebre el apellido en el campo de la etnología y la exploración. En 1815, sir Robert se casó con la hija del séptimo vizconde de Brightholme, con cuyo matrimonio recibió la bendición de tres hijos, el mayor y el menor de los cuales jamás fueron vistos públicamente a causa de sus deformidades físicas y psíquicas. Abrumado por estas desventuras, el científico se refugió en su trabajo, e hizo dos largas expediciones al interior de Africa. En 1849, su segundo hijo, Nevil, persona especialmente repugnante que parecía combinar el mal genio de Philip Jermyn y la hauteur de los Brightholme, se fugó con una vulgar bailarina, aunque fue perdonado a su regreso, un año después. Volvió a la mansión Jermyn, viudo, con un niño, Alfred, que sería con el tiempo padre de Arthur Jermyn.

Decían sus amigos que fue esta serie de desgracias lo que trastornó el juicio de Sir Robert Jermyn; aunque probablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradiciones africanas. El maduro científico había estado recopilando leyendas de las tribus onga, próximas al territorio explorado por su abuelo y por él mismo, con la esperanza de explicar de alguna forma las extravagantes historias de sir Wade sobre una ciudad perdida, habitada por extrañas criaturas. Cierta coherencia en los singulares escritos de su antepasado sugería que la imaginación del loco pudo haber sido estimulada por los mitos nativos. El 19 de octubre de 1852, el explorador Samuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevando consigo un manuscrito y notas recogidas entre los onga, convencido de que podían ser de utilidad al etnólogo ciertas leyendas acerca de una ciudad gris de monos blancos gobernada por un dios blanco. Durante su conversación, debió de proporcionarle sin duda muchos detalles adicionales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, dada la espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente. Cuando sir Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejó tras de sí el cuerpo estrangulado del explorador; y antes de que consiguieran detenerle, había puesto fin a la vida de sus tres hijos: los dos que no habían sido vistos jamás, y el que se había fugado. Nevil Jermyn murió defendiendo a su hijo de dos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entraba también, al parecer, en las locas maquinaciones del anciano. El propio sir Robert, tras repetidos intentos de suicidarse, y una obstinada negativa a pronunciar un solo sonido articulado, murió de un ataque de apoplejía al segundo año de su reclusión.

Sir Alfred Jermyn fue baronet antes de cumplir los Cuatro años, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de su título. A los veinte, se había unido a una banda de músicos, y a los treinta y seis había abandonado a su mujer y a su hijo para enrolarse en un circo ambulante americano. Su final fue repugnante de veras. Entre los animales del espectáculo con el que viajaba, había un enorme gorila macho de color algo más claro de lo normal; era un animal sorprendentemente tratable y de gran popularidad entre los artistas de la compañía. Alfred Jermyn se sentía fascinado por este gorila, y en muchas ocasiones los dos se quedaban mirándose a los ojos largamente, a través de los barrotes. Finalmente, Jermyn consiguió que le permitiesen adiestrar al animal asombrando a los espectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Una mañana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred Jermyn ensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primero propinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual, lastimándole el cuerpo y la dignidad del domador aficionado. Los componentes de «El Mayor Espectáculo del Mundo» prefieren no hablar de lo que siguió. No se esperaban el grito escalofriante e inhumano que profirió sir Alfred, ni verle agarrar a su torpe antagonista con ambas manos, arrojarle con fuerza contra el suelo de la jaula, y morderlo furiosamente en su peluda garganta. Había cogido al gorila desprevenido; pero éste no tardó en reaccionar; y antes de que el domador oficial pudiese hacer nada, el cuerpo que había pertenecido a un baronet había quedado irreconocible.

martes, 5 de noviembre de 2019

La Bestia en la Cueva - H. P. Lovecraft

Título Original: The Beast in the Cave.
Autor: H. P. Lovecraft.
Nacionalidad: Estados Unidos.
Año de publicación: 1918.

La Bestia en la Cueva


La horrible conclusión que había ido gradualmente imponiéndose en mi mente confundida y reacia resultaba ahora de una espantosa certeza. Estaba perdido, completa y descorazonadoramente perdido en las vastas y laberínticas profundidades de la cueva Mammoth. Hacia donde me volviese, por más que forzase la vista no lograba distinguir nada que pudiera servirme de pista para encontrar el camino de salida. Mi intelecto ya no albergaba dudas sobre que nunca más llegaría a contemplar la bendita luz del día, ni a deambular por las amables colinas y valles del hermoso mundo exterior. La esperanza se había esfumado. Pero, condicionado como estaba por una vida de estudios filosóficos, obtuve no poca satisfacción de mi desapasionada postura; ya que aunque había leído suficiente acerca del salvaje frenesí que acomete a las víctimas de sucesos similares, yo no experimenté nada parecido, sino que mantuve la calma apenas descubrí que me había perdido.

Tampoco el pensamiento de haber errado más allá del alcance de una búsqueda normal me hizo ni por un momento perder la calma. Si había de morir, reflexionaba, entonces esta caverna terrible pero majestuosa me resultaría un sepulcro tan grato como el que pudiera brindarme un camposanto; una idea que me provocaba tranquilidad antes que desesperación.

La muerte por inanición sería mi destino; de eso estaba convencido. Yo sabía que algunos habían enloquecido en similares circunstancias, pero sentía que tal no sería mi fin. Mi desgracia no era fruto sino de mi propia voluntad, ya que, a escondidas del guía, me había despegado voluntariamente del grupo visitante y, deambulando cerca de una hora a través de las prohibidas galerías de la cueva, me había encontrado luego incapaz de desandar los intrincados vericuetos recorridos tras abandonar a mis compañeros.

Mi antorcha comenzaba ya a flaquear y pronto me hallaría sumido en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras permanecía al resplandor de la menguante y temblorosa luz, especulé ocioso sobre las circunstancias exactas en que se produciría mi cercano fin. Recordé las historias sobre la colonia de tuberculosos que, habiéndose instalado en esta gigantesca gruta buscando la salud en su temperatura uniforme y suave, su aire puro y su pacífica tranquilidad, habían, sin embargo, muerto en circunstancias extrañas y terribles. Yo había mirado los tristes restos de sus chozas destartaladas al pasar con el grupo, preguntándome qué antinatural efecto podría lograr una larga estancia en esta caverna inmensa y silenciosa sobre alguien como yo, saludable y vigoroso. Ahora, me dije tétricamente, había llegado la ocasión de comprobar tal respecto, a no ser que la falta de comida acelerase mi tránsito.

Según se esfumaban en la oscuridad los últimos e intermitentes resplandores de mi antorcha, resolví no dejar piedra sobre piedra, ni desdeñar cualquier posible medio de escapar; así que prorrumpí en una sucesión de gritos tremendos, a pleno pulmón, con la vana esperanza de llamar la atención del guía. Sin embargo, mientras vociferaba, tuve la sensación de que mis gritos resultaban un despropósito, y que mi voz, aumentando y reverberando por las innumerables paredes del negro laberinto circundante, no llegaba a otros oídos que los míos. Sin embargo, a una, mi atención se volvió sobresaltada hacia un sonido de suaves pasos que imaginé escuchar acercándoseme sobre el suelo rocoso de la cueva. ¿Era inminente mí salvación? ¿No habían sido entonces todos mis horribles temores otra cosa que naderías, y el guía, habiéndose percatado de mi inexplicable ausencia, había seguido mi rastro, buscándome a través de este laberinto calcáreo. Mientras aquellas preguntas felices brotaban en mi interior, estuve a punto de reanudar mis gritos para acelerar mi descubrimiento; pero en un instante mi alegría se trocó en horror al volver a escuchar, ya que mis siempre agudos oídos, ahora afinados aún más por el completo silencio de la cueva, dieron a mi entumecido entendimiento la inesperada y espantosa certeza de que aquellas pisadas no sonaban como las de un ser humano. En la quietud ultraterrena de esa subterránea región, la aparición del guía con su calzado hubiera resultado como una serie de golpes claros e incisivos. Aquellos sonidos eran blandos y sigilosos, como los que podrían producir las zarpas almohadilladas de un felino. Además, a veces, escuchando cuidadosamente, me parecía distinguir el paso no de dos, sino de cuatro pies.

Ahora ya estaba convencido de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia salvaje, quizás un puma extraviado por accidente en el interior de la cueva. Quizás, reflexioné, el Todopoderoso me había designado una muerte más rápida y misericordiosa que el hambre. Aunque el instinto de conservación, nunca apagado por completo, se conmovió en mi ser y, a pesar de que evitar el peligro que se acercaba podía depararme un final más largo e inclemente, me dispuse, sin embargo, a vender la vida lo más cara posible. Por extraño que pueda parecer, mi mente no concebía otra intención en el visitante que la de una clara hostilidad. En consecuencia, permanecí inmóvil, esperando que la bestia desconocida, a falta de un sonido que la guiase, perdiese mi dirección y pasase de largo. Pero esa esperanza iba a revelarse infundada, ya que aquellas extrañas pisadas avanzaban implacables; sin duda, el animal me olfateaba y, en una atmósfera tan absolutamente limpia de cualquier influencia contaminante como resulta la de una cueva, podía sin duda seguirme hasta gran distancia.

Por consiguiente, viendo que debía armarme para defenderme de un extraño e invisible ataque en la oscuridad, tanteé en busca de los mayores de entre los fragmentos de roca dispersos por doquier en el suelo de la caverna circundante y, empuñando uno en cada mano, listos para ser usados, esperé resignado los inevitables sucesos. Mientras, el odioso paso de garras se acercaba. La conducta de esa criatura era realmente extraña. Casi todo el tiempo, los movimientos parecían propios de un cuadrúpedo, moviéndose con una curiosa descoordinación entre miembros delanteros y traseros; y, sin embargo, durante algunos pocos y cortos intervalos, me pareció que caminaba sobre dos patas tan sólo. Me pregunté qué clase de animal tenía delante; debía tratarse, suponía, de alguna infortunada bestia que había pagado la curiosidad de indagar a las puertas de la temible gruta con una reclusión de por vida en esas interminables profundidades. Sin duda, se alimentaba de peces ciegos, murciélagos y ratas de la cueva, así como de los peces comunes que nadan en los manantiales del río Verde, el cual comunica por vías ocultas con las aguas de la caverna. Llené mi terrible espera haciendo grotescas conjeturas sobre los efectos que una vida cavernaria pudieran haber causado sobre la estructura física de la bestia, recordando las espantosas apariencias que la tradición local achacaba a los tuberculosos muertos tras una larga residencia en la cueva. Entonces, con un sobresalto, recordé que, aun en el caso de lograr matar a mi antagonista, nunca llegaría a contemplar su apariencia, dado que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y no tenía encima ni una cerilla. La tensión mental se volvía ahora espantosa. Mi imaginación desbocada conjuraba formas odiosas y temibles en la siniestra oscuridad circundante, que parecían ya casi presionarme. Las espantosas pisadas se acercaban, cerca, más cerca. Creo que debí lanzar un grito, aunque de haber sido en verdad tan timorato como para hacerlo, mi voz apenas debió responderme. Estaba petrificado, clavado al sitio. Dudaba de que mi brazo derecho me respondiera lo bastante como para disparar sobre el ser llegado el momento crucial. El inexorable, pat, pat, de pisada está al alcance de la mano, ya muy cerca. Podía oír el trabajoso resuello del animal, y, aterrorizado como estaba, aún llegué a comprender que venía de muy lejos y estaba por tanto fatigado. Repentinamente se rompió el maleficio. Mi brazo derecho, guiado por mi siempre fiable oído, lanzó con todas sus fuerzas el pedazo de caliza, de bordes agudos, que sostenía, impulsándolo hacia el lugar de la oscuridad de donde provenían resuello y pisadas; y, por increíble que parezca, estuvo a punto de alcanzar su objetivo, ya que escuché brincar al ser, yendo a cierta distancia y pareciendo detenerse allí.

Reajustando el tiro, lancé el segundo proyectil, esta vez con mejores resultados, ya que lleno de alegría oí cómo la criatura caía de una forma que sonaba a desplome, quedando sin lugar a dudas tendida e inmóvil. Casi desbordado por el tremendo alivio consiguiente, me recosté tambaleándome contra la pared. El resuello proseguía, pesado, boqueando inhalaciones y exhalaciones; así que comprendí que no había hecho otra cosa que herir a la criatura. Y cualquier deseo de examinar al ser se esfumó. Por fin, algo semejante al miedo ultraterreno y supersticioso se alojó en mi cerebro y no me aproximé al cuerpo, ni seguí cogiendo hiedras para rematarlo. En vez de eso, eché a correr tan rápido como pude y, tanto como me lo permitía mi frenético estado, por donde había llegado. Bruscamente escuché un sonido o, mejor, una sucesión regular de sonidos. Al instante siguiente se habían convertido en un golpeteo claro y metálico. Ahora no había duda. Era el guía. Y entonces grité, chillé, vociferé, incluso aullé de alegría contemplando en los techos abovedados la luminosidad débil y resplandeciente que yo sabía era el reflejo del brillo de una antorcha aproximándose. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de comprender del todo lo que hacía, estaba a los pies del guía, abrazándole las botas, balbuceando a pesar de mi reserva ostentosa de una forma que resultaba de lo más insensata y estúpida, barbotando mi terrible historia y, a la vez, aturullando a mi oyente con mis demostraciones de gratitud. El guía había notado mi ausencia cuando el grupo volvió a la entrada de la cueva y, llevado por su intuitivo sentido de la orientación, había procedido a realizar una exploración exhaustiva de los pasadizos frente a los que me viera por última vez, localizando mi paradero tras una búsqueda de unas cuatro horas.

Cuando me lo hubo contado, yo, envalentonado por la luz de su antorcha y por su compañía, comencé a pensar en la extraña bestia a la que había herido unos metros más atrás, en la oscuridad, y sugerí que fuéramos a ver, con ayuda del hacha, qué clase de criatura había yo abatido. Así que me volví sobre mis pasos, esta vez con un valor que nacía del estar acompañado, hasta el escenario de mi terrible experiencia. Pronto descubrimos un cuerpo blanco en el suelo, más blanco aún que la propia caliza resplandeciente. Avanzando con precaución, prorrumpimos en simultáneas exclamaciones de asombro, ya que de todos los monstruos antinaturales que pudiéramos haber contemplado en nuestra vida, éste resultaba con mucho el más extraño. Parecía ser un mono antropoide de grandes dimensiones, escapado quizás de algún circo ambulante. Su pelaje era blanco como la nieve, debido sin duda a la acción decolorante de una larga existencia en los recintos negros como la tinta de la cueva, pero asimismo aquel pelo era sorprendentemente ralo, faltando por doquier, excepto en la cabeza, donde era tan largo y abundante que caía sobre sus hombros en profusión considerable. El rostro permanecía oculto, ya que la criatura estaba boca abajo. El ángulo de los miembros era también muy singular, explicando empero la alteración de uso que yo antes notara y por la cual la bestia empleaba unas veces cuatro zarpas para desplazarse y otras sólo dos. Las manos o pies no eran prensiles, algo que atribuí a su larga estancia en la cueva que, como antes dije, parecía probada por aquella blancura completa y casi ultraterrena tan característica de toda su anatomía. No parecía dotada de cola.

La respiración se había vuelto ahora sumamente débil, y el guía había empuñado su pistola con la evidente intención de rematar a la criatura, cuando un inesperado sonido lanzado por esta última le hizo abatir el arma sin usarla. Aquel sonido era de naturaleza difícil de explicar. No era como los tonos normales que emiten las especies de simios conocidas, y me pregunté si aquella cualidad antinatural no sería el fruto de una larga estancia en silencio total, roto al fin por la sensación provocada por la llegada de luz, algo que la bestia no había visto desde su llegada a la cueva. El sonido, que de lejos puede definirse como una especie de profundo charloteo, proseguía débilmente. De repente, un fugaz espasmo de energía pareció estremecer el cuerpo de la bestia. Las zarpas se movieron convulsivamente y los miembros se contrajeron. Con un espasmo, el cuerpo blanco rodó hasta que el rostro giró en nuestra dirección. Por un instante me vi tan abrumado por lo que mostraban aquellos ojos, que no vi nada más. Eran negros, esos ojos; profundos, tremendamente negros, contrastando espantosamente con la nívea blancura de cabello y carnes. Como en otros moradores de cavernas, estaba profundamente hundidos en las órbitas y carecían completamente de iris. Mirando más detenidamente, vi que se encontraban en un rostro que era menos prognato que el de cualquier mono normal e infinitamente más peludo. La nariz era bastante distinta.

Mientras observábamos la extraña visión que teníamos ante los ojos, los gruesos labios se abrieron y brotaron algunos sonidos, tras lo cual el ser se relajó y murió.

El guía se aferró a la manga de la chaqueta, temblando con tanta violencia que la luz se estremeció espasmódicamente, proyectando sombras extrañas y móviles sobre los muros de alrededor.

Yo no hice gesto, sino que permanecí envaradamente quieto, los ojos espantados fijos sobre el suelo de delante.

Y entonces se disipó el miedo, suplantado por asombro, espanto, comprensión y reverencia, ya que los sonidos lanzados por la figura herida que yacía sobre el suelo calcáreo nos habían susurrado la terrible verdad. La criatura que yo había matado, la extraña bestia de la inexplorada caverna, era o había sido en tiempos, ¡¡¡un HOMBRE!!!



jueves, 3 de octubre de 2019

El Ser Bajo la Luz de la Luna

Título Original: The Thing in the Moonlight.
Autor: H.P. Lovecraft.
Nacionalidad: EEUU.
Colaboración: J. Chapman Miske.
Año de publicación: 1927.

El Ser Bajo la Luz de la Luna

Morgan no es hombre letrado; de hecho, su inglés carece del más mínimo atisbo de coherencia. Por eso me tienen fascinado las palabras que escribió, aunque otros las han encontrado ridículas.

Estaba sólo aquella noche, cuando ocurrió. Súbitamente lo asaltaron unos deseos incontenibles de escribir, y tomando la pluma redactó lo siguiente:

Mi nombre es Howard Phillips. Vivo en la Calle College, 66, Providence, Rhode Island. El 24 de noviembre de 1927 (no sé siquiera en qué año estamos) me dormí y tuve un sueño. Desde entonces me ha sido imposible despertar.

Mi sueño comienza en un páramo húmedo, pantanoso y cubierto de cañas, bajo un cielo gris y otoñal, con un abrupto acantilado de roca cubierta de musgo. Estimulado por una vaga curiosidad, subí por una grieta o hendidura de dicho precipicio, contemplando entonces que a uno y otro lado de las paredes se abrían las negras bocas de numerosas madrigueras que se adentraban en las profundidades de la roca.

En varios sitios, el paso estaba cerrado por la estrechez de la bóveda superior de la fisura; en dichos lugares, la oscuridad era notable, y no se distinguían las madrigueras que pudiesen haber allí. En uno de aquellos tramos umbrosos me asaltó un miedo atenazante, como si una emanación incorpórea y sutil de los abismos tomara posesión de mi espíritu; pero la negrura era demasiado densa para descubrir la fuente de mi alarma.

Por último, salí a una meseta cubierta de roca húmeda, alumbrada por una débil luna que había sustituído al moribundo astro del día. Miré en torno y no vi a ningún ser viviente; sin embargo, percibí una agitación extraña por debajo, allí entre los suspirantes juncos de la ciénaga pestilente que hacía poco había abandonado.

Después de avanzar unos metros, me topé con unas vías herrumbrosas de tranvía, y con postes carcomidos que aún sostenían el cable fláccido y combado del trole. Siguiendo por estas vías, llegué rápidamente a un coche amarillo que ostentaba el número 1852, con fuelle de acoplamiento, del tipo de doble vagón, en boga entre 1900 y 1910. Estaba vacío, aunque evidentemente a punto de arrancar; tenía el trole pegado al cable y el freno de aire resoplaba de cuando en cuando bajo el piso del vagón. Me subí a él, y miré inútilmente a mi alrededor intentando de descubrir un interruptor de la luz... entonces noté la ausencia de la palanca de mando, lo que indicaba que no estaba el conductor. Me senté en uno de los asientos transversales. A continuación oí crujir la hierba escasa a la izquierda, y vi las siluetas oscuras de dos hombres que se recortaban a la luz de la luna. Llevaban las gorras reglamentarias de la compañía, y comprendí que eran el cobrador y el conductor. Entonces, uno de ellos olfateó el aire aspirando con fuerza, y levantó el rostro para aullar a la luna. El otro se echó a cuatro patas dispuesto a correr hacia el coche.

Me incorporé de un salto, salí frenéticamente del coche y corrí leguas y leguas por la meseta, hasta que el agotamiento me forzó a detenerme... Huí, no porque el cobrador se echara a cuatro patas, sino porque el rostro del conductor era un mero cono blanco que se estrechaba formando un tentáculo rojo como la sangre.

Percibí de que había sido sólo un sueño; sin embargo, no por ello me tranquilicé.

Desde esa noche espantosa lo único que deseo es despertar..., ¡pero aún no he podido!

¡Al contrario, se me ha revelado que soy un habitante de este terrible mundo onírico! Aquella primera noche dejó paso al alba, y vagué sin rumbo por las solitarias tierras pantanosas. Cuando llegó la noche aún seguía vagando, esperando despertar. Pero de repente aparté la maleza y vi ante mí el viejo tranvía... ¡A su lado había un ser de rostro cónico que alzaba la cabeza y aullaba extrañamente a la luz de la luna!

Todos los días sucede lo mismo. La noche me atrapa siempre en ese lugar de horror. He intentado no moverme cuando sale la luna, pero debo caminar en mis sueños, porque despierto con el ser aterrador aullando ante mí a la pálida luna; entonces doy media vuelta, y echo a correr desenfrenadamente.

¡Dios mío! ¿Cuándo despertaré?

Eso es lo que Morgan escribió. Quisiera ir al 66 de la Calle College de Providence; pero tengo miedo de lo que pueda encontrar allí.



H.P.Lovecraft.
J.Chapman Miske.

Polaris - H.P. Lovecraft

Título Original: Polaris
Autor: H. P. Lovecraft
Nacionalidad: EEUU
Año de publicación: 1920



Polaris

El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí brilla durante todas las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte gimen y maldicen, y los árboles del pantano, con las hojas rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En lo alto tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva pesadamente por detrás de esos árboles empapados de vapor que el viento de la noche balancea.

Antes de romper el día, Arcturus parpadea rojozo por encima del cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice resplandece espectral allá, en el oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo, fija en el mismo punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y vigilante que pugna por transmitir algún extraño mensaje, aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir. Sin embargo, cuando el cielo se nubla, consigo conciliar el sueño.

Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los horribles centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las nubes, y luego el sueño.

Y bajo una luna menguante y cornuda, vi la ciudad por primera vez. Se asentaba, callada y soñolienta, sobre una meseta que se alzaba en una depresión entre picos extraños. Sus murallas eran de horrible mármol, al igual que sus torres, columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles había columnas de mármol en cuya parte superior se alzaban esculpidas imágenes de hombres graves y barbados. El aire era cálido y manso. Y en lo alto, apenas a diez grados del cénit, brillaba vigilante esa Estrella Polar.

Mucho tiempo estuve contemplando la ciudad sin que llegara el día. Cuando el rojo Aldebarán, que parpadea a baja altura sin ponerse, llevaba ya hecho un cuarto de su camino por el horizonte, vi luz y movimiento en las casas y las calles. Formas extrañamente vestidas, a un tiempo nobles y familiares, deambulaban bajo la luna menguante y cornuda; los hombres hablaban sabiamente en una lengua que yo entendía, si bien era distinta de la que conocía.

Y cuando el rojo Aldebarán hubo recorrido más de la mitad de su trayecto, volvió el silencio y la oscuridad.

Al despertar ya no fui el de antes. Había quedado grabada en mi memoria la visión de la ciudad, y en mi alma había despertado un recuerdo brumoso, de cuya naturaleza no estaba entonces seguro. Después, en las noches de cielo nublado en que podía dormir, vi con frecuencia la ciudad; unas veces bajo los rayos cálidos y dorados de un sol que nunca se ponía y giraba alrededor del horizonte. Y en las noches claras, la Estrella Polar miraba de soslayo como no lo había hecho nunca.

Gradualmente, empecé a preguntarme cuál podía ser mi sitio en aquella ciudad de la extraña meseta entre extraños picos. Contento al principio de contemplar el paisaje como una presencia incorpórea que todo lo observaba, deseé luego definir mi relación con ella, y hablar con los hombres graves que a diario discutían en las plazas. Me dije a mí mismo:

—Esto no es un sueño; pues, ¿por qué medio puedo probar que es más real esa otra vida de las casas de piedra y ladrillo, al sur del siniestro pantano y del cementerio de la loma, donde cada noche la Estrella Polar atisba furtiva por mi ventana?

Una noche, mientras escuchaba el discurso en la gran plaza de numerosas estatuas, experimenté un cambio, y noté que al fin tenía forma corporal. Pero no era un extraño en las calles de Olathoe, la ciudad de la meseta de Sarkia, situada entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su discurso era grato a mi alma, ya que era el discurso del hombre sincero y del patriota.

Esa noche tuve noticia de la caída de Daikos y del avance de los inutos, demonios achaparrados, amarillos y horribles que cinco años antes habían surgido del desconocido occidente para asolar los confines de nuestro reino y sitiar muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas fortificadas al pie de las montañas, su camino quedaba ahora expedito hacia la meseta, a menos que cada ciudadano resistiese con la fuerza de diez hombres. Pues las rechonchas criaturas eran poderosas en las artes de la guerra, y no conocían aquellos escrúpulos de honor que impedían a nuestros hombres altos y de ojos grises, habitantes de Lomar, emprender una conquista despiadada.

Mi amigo Alos mandaba todas las fuerzas de la meseta, y en él se cifraba la última esperanza de nuestro país. En este momento hablaba de los peligros que había que afrontar y exhortaba a los hombres de Olathoe, los más bravos de los lomarianos, a perpetuar la tradición de sus antepasados, quienes al verse obligados a abandonar Zobna y desplazarse hacia el sur ante el avance de los hielos (incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un día las tierras de Lomar), barrieron gallarda y victoriosamente a los gnophkehs, caníbales velludos y de largos brazos que se oponían a su paso.

Alos me había rechazado como guerrero, ya que era débil y propenso a extraños desmayos cuando me sometía a la fatiga y al esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las largas horas que yo dedicaba cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los Padres Zbanarianos; de modo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me concedió el penúltimo deber en importancia: me envió a la atalaya de Thapnen para hacer allá de ojos de nuestro ejército. En caso de que los inutos intentasen conquistar la ciudadela por el estrecho paso que hay detrás del pico de Noth, y sorprender por allí a la guarnición, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los soldados que aguardaban, y salvar la ciudad de su inmediata destrucción.

Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los desfiladeros. Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el cansancio, ya que no había dormido desde hacía muchos días; pero mi resolución era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la marmórea ciudad de Olathoe, situada entre los picos Noton y Kadiphonek.

Pero cuando estaba en la cámara más alta de la torre, percibí la luna roja, siniestra, menguante, cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el lejano valle de Banof. Y a través de su abertura del techo brilló la pálida Estrella Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva como un demonio de tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y otra vez:

—Duerme, vigía, hasta que las esferas giren veintiséis mil años Y yo regrese al lugar donde ahora ardo. Después, otros astros surgirán En el eje de los cielos astros que sosieguen, astros que bendigan Sólo cuando mi órbita concluya turbará el pasado tu puerta.

En vano traté de vencer mi somnolencia, intentando relacionar estas extrañas palabras con alguno de los saberes celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, pesada y vacilante, se dobló sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía burlonamente a través de una ventana, por encima de los horribles y agitados árboles de un pantano soñado.

Y aún continúo soñando.

En mi vergüenza y desesperación, grito a veces frenéticamente, suplicando a las criaturas soñadas de mi alrededor que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban furtivamente por detrás del pico de Noton y tomen la ciudadela por sorpresa; pero estas criaturas son demonios: se ríen de mí y me dicen que no sueño.

Se burlan mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos achaparrados y amarillos se estén acercando a nosotros con sigilo. He faltado a mi deber y he traicionado a la marmórea ciudad de Olathoe. He sido desleal a Alos, mi amigo y capitán. Sin embargo, estas sombras de mis sueños se burlan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, salvo en mis nocturnos desvaríos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el rojo Aldebarán se arrastra lentamente por el horizonte, no ha habido otra cosa que hielo y nieve durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas rechonchas y amarillas, marchitas por el frío, que se llaman esquimales.

Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a cada instante, y lucho en vano por liberarme de esta pesadilla en la que parece que estoy en una casa de piedra y de ladrillos, al sur de un siniestro pantano y un cementerio en lo alto de una loma, la Estrella Polar, perversa y monstruosa, mora desde la negra bóveda y parpadea horriblemente como un ojo insensato que pugna por transmitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir.





Howard Phillip Lovecrat