No soporto dormir con la luz apagada. Es un miedo irracional que no puedo superar desde niño. Los rincones oscuros me dan miedo, nunca entro en los armarios y hasta hace poco, me sentía muy incómodo en las salas de cine. Es algo muy estúpido, lo sé, pero no puedo evitarlo. Incluso a día de hoy, con treinta y seis años recién cumplidos y un matrimonio estable, tengo que dejar una pequeña lámpara encendida al lado de mi cama.
A mi esposa no le molesta, sabe muy bien como es mi fobia y yo doy gracias a Dios por qué sea comprensiva. No le gusta, sin embargo, que sea tan permisivo con nuestro hijo en lo que a las luces nocturnas respecta.
—No quiero que crezca con el mismo trauma —suele decirme—, a su edad, hay ciertas cosas con las que debe aprender a lidiar.
Sé muy bien a lo que se refiere, no quiere que se vuelva un perturbado como yo. Me duele que piense así pero no puedo negar que tiene razón. Yo tampoco quiero. De hecho, sé que mi miedo es absurdo pero existe un terrible episodio que no puedo olvidar desde los seis años. Es todo culpa de esa maldita alucinación.
Yo estoy en mi cama, mirando hacia la ventana con las cortinas puestas. Apenas y entra un leve rayo de luz de luna, pero no es suficiente. La penumbra lo envuelve todo, haciendo imposible que pueda distinguir mi propia silueta. Mi padre acaba de contarme un cuento para que pueda dormir bien, pero lo he olvidado. Ahora en todo lo que pienso es en esta maldita oscuridad.
Y entonces lo escucho, algo está reptando debajo de mi cama.
Cierro los ojos con fuerza y me arrebujo entre las sábanas, esperando caer dormido de un momento a otro. Siento una presencia a mis espaldas y el corazón me late desbocado.
“Es papá”, trato de decirme, “ha vuelto para ver como estoy, nada más…”
De un momento a otro, lo que sea que esté detrás de mí se inclina y escuchó un murmullo en mi oído que me hiela la sangre:
—Sabes que él no vendrá para ayudarte.
Cuando miro por encima de mi hombro, dos ojos ardientes como brasas me devuelven la mirada. Esta cosa no es un hombre. Tiene el cuerpo de uno, pero su cabeza parece la de un cerdo y una sonrisa demente le llega casi las orejas.
Grito y mis padres corren asustados a verme.
Ahora sé que no fue más que una pesadilla, claro, ¿pero cómo volver a apagar la luz cuando el miedo irracional me domina? ¿Cómo hacerlo, cuando esta misma noche, mi hijo me dijo algo que me estremeció como en mi infancia?
—No apagues la luz, papá. Tengo miedo de que el hombre regrese.
—¿De qué hombre estás hablando?
—Hablo del hombre malo —lo vi ponerse pálido—, ese que tiene cabeza de cerdo y se arrastra como uno.
Y por un instante, creí que mis pies dejarían de sostenerme.
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