—¡Qué susto! Creía que eran ladrones, ¿lleva mucho tiempo aquí?.
Una sexagenaria rolliza asomó la cabeza, mostrando un periódico enrollado en una mano y un manojo de llaves en la otra.
—¿Edna?... no, ¿verdad?
La mujer gorda, que llevaba un camisón verdusco y unas zapatillas con borlas, giró levemente la cabeza de lado a lado —¡Sherman, eso!. Gedicht —Apuntó ella Gedicht.
—Claro que sí, señora Gedicht. Porque será señora, ¿no? ... ¡tampoco!... Bueno, eso tiene fácil arreglo, mañana mismo nos ponemos manos a la obra y ya verá como eso se consigue. Cosas más difíciles se han logrado llevar a cabo y ya ves, no se ha hundido el mundo.
La vecina del piso de arriba, frunció el ceño y regresó al pasillo. En su rostro se reflejó la marcada expresión de una mujer solterona, entrada en Años y con algunos kilitos de más, horrorizada por su comportamiento descarado. Pero a él, no le importaba. Qué frunza el ceño todo lo que quiera. Eso ocurría con las personas que como ella se pasaba la vida entre cuatro paredes, haciendo un completo caso a los chismes de los demás.
Se lió un cigarrillo y empezó a fumar con profusión, cuando volvió a su estudio y de ahí a la ventana. Aparecía abierta, con las cortinas recogidas y agitadas por la suave corriente. De la calle, se sentía el fuerte olor a especias y el pesado ritmo de un piano de cola que imprimían sus melodías, y ante aquello, tan sólo bajó el cristal y, al pulsar un interruptor de la pared, accionó el ventilador. Las aspas que caían del techo y que giraban a gran velocidad, suponían en cierto sentido, un alivio al sofocante calor del estío, pero en cambio el nuevo ruido hizo desear el anterior sonido de la música. Había empezado con una obra lenta de Albinoni, para pasar luego a Pachelbel, Bach y Bheethoven, y cuando por fin estuvo en la pieza de Wagner, se le crispó los nervios y, arrojando los papeles por encima del escritorio, expulsó un bufido y golpeó la mesa, con el puño.
Desde hacía un buen rato se estaba estrujando los sesos, con sus dedos enfrascados en la máquina de escribir, pero con un nuevo se incorporó de su asiento como por un puro resorte. En su cabeza sólo habría entonces un pensamiento y este marcaba el paso de sus pisadas sobre el suelo de parqué, la mirada extraña de su rostro y sus brazos, tensos, muy tensos, más sobre todo si se tenía en cuenta su tremenda delgadez. Era la segunda interrupción de esa mañana y sus ojos desorbitados componían, junto a la mandíbula desencajada, una expresión aterradora. Había sido demasiado para unas horas. Dos interrupciones. Entonces, le vino una imagen a la mente.
—¡Señora Gedicht! Queridísima señora. —Bramó —¡Le dije que no quería nada!. Nada.
Tomó la bola de la puerta y la giró bruscamente, pero entonces quedó en silencio. No había nadie a fuera. El rellano y el pasillo, que llevaba a las escaleras, aparecían a oscuras, con una pálida lucecita brillando de una bombilla. Y ante el sombrío eco que escupía la empinada caída de escalones, con la baranda rojiza, le sobrecogerá el ruido de alguna puerta lejana, que tronase de pronto, en medio de ese barullo mudo. El portazo y su mirada de soslayo le llevarían, sin embargo, a bajar la cabeza, tan repentino que apenas distinguió algo más en el suelo que la oscuridad del piso. Pero con el incesante gesto de su cuerpo, mustiándose, ahora, que quedaba tontamente en silencio, terminó rozando algo con el pie y moviéndolo escasos centímetros.
Se fijó entonces en una cesta, envuelta en una tela rojiza, y la estuvo delimitando con la vista un segundo. Quiso abrirla, esperaba encontrar una sabrosa tarta de manzana o pastel de frutas de alguna vecina que quisiera ganarse algún punto con el recién llegado. Sus manos la tuvieron a su alcance y sus dedos comenzaron a retirar el paño de la cesta cuando se quedó extrañamente quieto, impávido, dejando a su pesado cuerpo atravesar el escalón de la puerta blanquecina. Como San Juan Bautista en una bandeja, la cabeza de la señora Gedicht empapaba de sangre la canastilla que la guardaba, con sus ojos abiertos y su rostro ensangrentado. Se le hizo un nudo en la garganta. Un segundo. Porque vio venir hacia el un mazo. Este se elevaba y caía, se elevaba y caía golpeando la cabeza del hombre, machacándole sus sesos.
En su estudio, una hoja estaba engarzada a la máquina de escribir. En lo poco que había escrito, se leía "El asesino del mazo reaparece de nuevo...".
No hay comentarios:
Publicar un comentario