En el peldaño bajo de mi alcoba
Con ojos de botón sin luz,
Sin pasión que perturbe o que sofoque,
Yace el Corandury, cruz.
Parece dulce, benigno, sin malicia,
Ignora toda discusión,
Mas es azote de toda justicia,
Absoluta es su acción.
Anoche vi cómo a mis amigos comía,
Los destrozaba sin dudar,
De sus dedos la punta desprendía
Y en sangre danzó hasta el clarear.
Grité al verlos inertes, sin aliento,
A Madre conté el atroz festín,
Ella gimió: "¡Ve a la cama, mi tormento!",
Y me dejó con el ruin.
Miembros rotos, abiertos los costados,
De cinco amigos, funerales fríos,
Sobre su tumba busqué ser cobijado,
Solo yo, con mis escalofríos.
Dormido lloré, soñé con la huesuda,
Y cómo sus dientes me iban a encontrar,
Y cómo al alba, la voz de Madre, muda,
Mi incredulidad vendría a lamentar.
Mas la paz del terror pronto cesó,
Al llegar el día, sin dudar,
Vi a mis amigos cruzar el umbral,
Con perfecta salud, al andar.
Madre frunció el ceño, severa mirada,
Y mi nariz vino a señalar,
No podía vivir, ni aprender nada,
Así que las gradas volví a escalar.
De donde estaba sentada, la arranqué,
Mis ansias logrando dominar,
Vi una rata rastrera, que mintió, lo sé,
Y la lancé escaleras abajo, sin dudar.
Entre golpes, alaridos y el patear,
Y talones que hundían su barbilla,
Algodón suelto, costuras al azar,
Creí verla esbozar una extraña cosquilla.
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