viernes, 7 de febrero de 2020

"Anónimo"

"Querido Muerto..."

Fueron las primeras palabras que leí al abrir una carta que había llegado a mi correspondencia, sin un destinatario ni un autor todo estaba en blanco, me llamó tanto la atención que abrí la correspondencia, la carta decía lo siguiente:

"Querido Muerto...

Lamento tanto haberlo hecho, pero mi gusto por la sangre fue tal que no pude contenerme.

Lamento tanto haberte hecho aquello, lamento tanto haber disfrutado cada una de tus entrañas y haberte devorado mientras aún seguías consciente de cada una de tus extremidades".

A este punto de la lectura no pude aguantar más y mis ojos comenzaron a ponerse llorosos, mi estomago débil y mis palmas sudorosas, pero cogí valor y seguí.

"Aquí escribo esto mirando tu ventana colando esta carta en la bolsa de tu cartero, esperando a que llegues a este punto, con cariño.

Anónimo."



Inmediatamente tocaron a mi puerta, lanzándome un cuchillo, lo ultimo que vi fue al atacante, después todo se volvió negro....


Cuando el peritaje encontró la escena del crimen, una nota anónima se encontraba cerca del occiso, se podía leer claramente:


 ¿Quien quiere otra carta??



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miércoles, 5 de febrero de 2020

Zero

Una chica joven con el pelo de color caramelo y ojos verdes se sentó en su jardín delantero. El sol caliente del verano caía sobre su pálida piel cubierta de moretones. Pensar que esta dulce joven fue violentamente golpeada por sus compañeros apenas unas horas antes. Alice, ese era su nombre. Ella era una chica inteligente, sin embargo, no parecía tener muchos amigos, por lo que a menudo pasaba tiempo a solas creando sus propios amigos, a los amigos imaginarios si se les quiere. Ella tenía muchos de estos amigos, de hecho, tuvo que nombrarlos a todos, con un número solo para llevar la cuenta. Fuera de todos ellos había uno que se destacaba, en particular, su nombre era Zero. Ella fue la primera de los amigos imaginarios, creada para proteger a Alice de todos sus matones. Cada vez que se burlaban de ella o cuando la herían físicamente, Zero estaba allí para protegerla. Ellas eran mejores amigas y pasaban todos los días juntas, contando sus historias, chistes y hasta se burlaban de la vecina de Alice, que estaba a cargo de vigilarla cada vez que sus padres salían de negocios. Para Alice, la vida no le era solo deprimente... Hasta ese día.

Mientras, Alice se sentó en la suave hierba, mirando hacia abajo en la calle, sintió una extraña sensación, una necesidad. Algo en el fondo de su mente la ordenaba cruzar al otro lado de la calle. Cuando la idea finalmente la consumió, saltó a la pequeña calle del barrio, sus pies descalzos golpearon el pavimento caliente, observando cuidadosamente cada paso mientras cruzaba. Cuando levantó la vista vio venir algo hacia ella, un gran camión blanco. Sus ojos estaban desorbitados de horror, se quedaron allí, sin realizar ningún movimiento, estaba en estado de shock. Preparándose para el gran impacto que se iba a ocasionar. Hubo un fuerte chillido estridente que produjo la goma contra el hormigón. El vehículo giró en otra dirección cayendo abajo de la colina grande situada enfrente de su casa. Oyó el crujido de metal y el grito de una mujer, ya que siguió rodando hasta que chocó contra un gran árbol en la base. Solo bastó un momento para que el desmantelado vehículo estallara en inmensas llamas, el humo escalaba el lado del árbol.

Los pálidos ojos de Alice se quedaron mirando la tragedia, y como la puerta del conductor se abría, alguien salió arrastrándose desesperado, agarrando el suelo del bosque. El padre de Alice se quedó mirando a la colina, a su hija amorosa, cubierto de su propia sangre carmesí y las brillantes llamas rojas que lo rodeaban. Gritó desesperadamente, no podía moverse, su pierna se encontraba atrapada entre la rueda y el metal, el dolor que fluía a través de su cuerpo era demasiado. Sus gritos se silenciaron y él dejó de moverse.

Mientras las llamas rojas consumían la escena, Alice vio a alguien en el asiento pasajero, su amorosa madre, la cuál también moría consumida por las llamas. Alice cayó de rodillas, con lágrimas cálidas que fluyeron por sus mejillas y nariz chorreando por la barbilla.

-¡MAMÁ! ¡PAPÁ! -grito ella, siendo testigo de toda la horrible escena. El dolor y la tristeza llenaban todo su cuerpo, la reproducción de la escena una y otra vez en su cabeza. Las llamas rojas y la sangre carmesí... fue lo último que vio de sus padres ese día de verano caluroso.

Después del accidente de sus padres, a su vecino el Sr. Rogers, le tomó en un sentimiento de culpa. Lo odiaba, era un hombre sucio y estaba borracho casi cada minuto de cada día. Pero ella lo odiaba aún más por no estar vigilándola ese día, a causa de él... ella mató a sus padres. Pero no había nadie más, ni familia ni amigos, la dejaron sola, la miseria de ser su única compañía.

Muchos años más tarde, la morena luz se sienta en su clase de historia, garabateando gente pequeña de dibujos animados en su cuaderno de bocetos. A medida que dibujaba el pelo de alguien, algo violentamente la sacó de su concentración. Una mano arrugada en un concurso con un gran cero en él cubrió su trabajo.

-Alice, le sugiero realmente que preste atención en mi salón de clases, no es necesario otro cero -dijo la arrugada profesora de historia de Alice.

Alice de repente se sintió confusa. Algo sobre lo que acaba de decir... le molestaba, pero ella no sabía lo que era.

-S... sí, señora Kirst -dijo Alice intentando no hacer contacto visual.

Mientras estaba sentada en clase, se pregunto que es lo que le estaba pasando, pero su cabeza seguía cada vez más tensa, hasta que sintió como si estuviera a punto de vomitar. Ella pidió permiso para retirarse, y rápidamente corrió hacia los baños.

Alice se echó agua fría en su ardiente cara mirándose en el espejo. Pero saltó hacia atrás con el corazón palpitante, cuando vio su reflejo. Ella podría haberse jurado no verse a sí misma... tuvo que pestañear.

Unas horas más tarde, ella se sienta en su clase de arte, viendo a sus compañeros de trabajo ocupados en sus proyectos. Al hacerlo, sin darse cuenta; su mano se deslizó y se encuentra con una hoja de afeitar, un corte muy profundo aparece en su muñeca. Líquido rojo se vierte su trabajo. Pero aún así ella no se percata. Antes de darse cuenta, el profesor ya la estaba mirando con los ojos muy abiertos, sin más remedio; la llevó a la enfermería.

Cuando regresó, ella ocultó su rostro con su capucha y volvió a su asiento. Pero ella sin sentarse aún, se le congeló el cuerpo al ver unos extraños círculos rojos cubriendo por completo su trabajo y su escritorio. Toda esta situación la hizo temblar, y tan pronto como la campana sonó, ella salió corriendo a los pasillos.

Antes de salir de la escuela, fue recibida por una sonrisa familiar.

-¡Hola Alice, bienvenida al país de las maravillas! -dijo la chica de pelo rubio corto y con ojos marrones, echándole los brazos hacia arriba y haciendo un gesto hacia toda la calle como si fuera a ser una sorpresa.

-Puede que no, Ann -dijo Alice con una mirada seria.

-¡Vamos, anímate! De todas formas, ¿vas a hacer la tarea? -dijo Ann descansando sus manos detrás de su cabeza y capturando los copos de nieve con su pequeña lengua rosada.

-Vas a tener que ir haciendo tus propios trabajos con el tiempo... ya sabes. Yo no voy a estar aquí por siempre.

-Sí que lo estarás, porque yo no voy a dejar que te vayas -alegó Ann lanzando su brazo alrededor del hombro de Alice, así como caminaban por la carretera de invierno.

Mientras seguían caminando, se hicieron bromas y chistes entre sí, hasta que por fin llegaron a la casa de Ann. Se despidieron y entonces Alice entró con confianza en el bosque, a ella le gustaba, todo era muy tranquilo, el sol amarillo que golpeaba el terreno blanco sin tocar y las sombras delgadas de los Arsin. Lo único que la molestaba, era el significado de saber que ella volvería a ese horrible lugar, al que algunos llamarían "hogar". Abrió la puerta chirriante y poco a poco, en silencio entró en la fría casa. Contuvo la respiración así como a la vez caminaba en la sala de estar.

-¡Ahí estás, perra! -gritó un hombre rudo que la agarró del brazo. Alice chilló mientras tiraba de espaldas mirando directamente a los ojos del hombre con disgusto. El rostro de Alice se puso roja, mientras el nudo llenaba su garganta.

-¿Qué es esto? ¿Eh? -dijo tirando de ella hacia la esquina de la cocina en el mostrador cubierto de latas de cerveza y cajas de comida en el microondas.

-¡Mierda! Me olvidé de limpiar esta mañana! -pensó ella para sí misma.

-Lo-lo siento, yo solo tenía que llegar a la escue... -fue silenciada por el sólido puño del Sr. Rogers en su cara.

-¡No necesito más estúpidas excusas! ¡Que no se repita nunca más! O te arrepentirás, te lo juro -dijo arrojándola al suelo de baldosas, caminó de regreso a la sala, dejó caer su gran cuerpo obeso sobre el sofá polvoriento.

Alice rápidamente se puso de pie, se fue a tirar la basura y a hacer la limpieza de los contadores silenciosamente con pánico. Esto no era raro, cada vez que había hecho algo malo, el hombre borracho se enojaba y la golpeaba, por lo que ella hizo lo que le dijo y se escondió en su habitación.

Ella contuvo las emociones hirviendo por dentro, tristeza, confusión y rabia. Después ella rápidamente caminó por las escaleras a su pequeño dormitorio. Era un cuarto oscuro, las paredes estaban cubiertas con sus dibujos favoritos, una pequeña cama en el centro y un armario en la esquina. Esta era su única vía de escape, el único lugar donde podía ser libre. Nadie entraba, solo ella, nadie más.

Al día siguiente, mientras caminaba por el bosque lleno de nieve, salió a la carretera en el otro extremo a toda velocidad al caminar por la acera. Ella no cruzó el camino que usaba normalmente, simplemente caminó rápidamente, su sudadera negra favorita cubría su gran herida negra y azulada en su cara. No podía decírselo a nadie, quién sabe lo que haría el Sr. Rogers...

-¡Alice! ¡Ey, espera! -dijo una voz familiar desde atrás.

-¡Ey, Ann! -respondió Alice con una voz monótona y fija frente a ella.

Ann agotada, agarraba el hombro de Alice mientras ella se quedaba sin aliento. Alice volvió la cabeza, mirando hacia el bosque y Ann caminaba a su lado.

-¿Qué pasa con la capucha? ¿Vas a vender algunos medicamentos? -Ann se rió para sus adentros.

- No, solo..... ya sabes..... tengo frío -dijo ella suavemente.

Ann sonrió y le arrancó la capucha, y se quedó con los ojos abiertos como platos.

-¡Oh, Dios mío! ¡¿Qué ha pasado?! ¿Estás bien? -dijo Ann inspeccionando cerca el ojo negro.

-¡Sí, sí! Estoy bien, solo... resbalé y me di un golpe en el mostrador -dijo ella, en voz baja riendo nerviosamente.

Ann la miró a la cara con dureza. Ella sabía que Alice estaba mintiendo.

-Hmm, si tú lo dices. Así, si necesitas a alguien, sabes que siempre estaré para ti -dijo lanzando su brazo sobre su hombro mostrando confianza.

Alice asintió mientras caminaban rumbo a la escuela.

Su día continuó, la gente se fijó en su ojo mientras andaban, algunas personas preguntaban por ella y ella les daba a todos la misma respuesta:

-Fue un accidente.

Esto era raro para ella, por lo general, la gente no le hacía caso, incluso a veces, sin dar siquiera una mirada. Pero a ella no le gustaba toda la atención que estaba recibiendo, por lo que llevó la capucha puesta la mayor parte del día. Después de la escuela, rápidamente salió del edificio sin esperar a su única amiga. Caminó a través del campus, tropezando en los peldaños de las escaleras cortas, hasta lograr ver dos figuras que caminaban hacia ella. Ella miró al suelo, observando el movimiento de hormigón debajo de sus pies. Mientras caminaba, un pie bloqueó sus pasos tropezando Alice en el piso de concreto duro. La mano y el codo dejaron caer su mayoría, pero enviaron sus cuadernos y bloc de dibujo volando delante de ella. Con la cara roja de vergüenza, ella se retorcía sobre sus rodillas, agarrando sus libros en pánico. Riendo estalló por todas partes a su alrededor, su cara se convirtió en un color rojo oscuro.

-Claro, ahora la gente me nota -pensó ella para sí misma.

Cuando ella agarró el último cuaderno sintió que algo golpeó la parte trasera de su cabeza, líquido marrón saltó en todas direcciones, que goteaban leche achocolatada de su flequillo y en su rostro. Se quedó inmóvil, algo tiró de la parte posterior de su mente. Ella sintió su sangre hervir de rabia hasta que.... ella acaba.... espetó.

Dejarlo todo, se levantó, se dio la vuelta y corrió hacia una de las figuras que la había disparado. Los ojos del chico alto se abrieron en estado de shock cuando el puño de Alice le golpeó en el estómago, llegando en su caja torácica. Cayó hacia atrás sibilancias, tos con.... la sangre. Mientras estaba sentado en el concreto que abraza su estómago su rodilla chocó contra el costado de su cabeza. Tosió más carmesí cuando.... Alice agarró la pierna y, con el pie, lo rompió. Un fuerte crujido resonó contra las paredes de ladrillo de la escuela. Se fue por su brazo cuando vio la segunda figura correr hacia ella.

Ella lo esquivó golpeando el codo en su espalda, envió su cuerpo hacia el concreto. El chico más pequeño rápidamente se dio la vuelta, Alice, sentada encima de su estómago, perforando su rostro dañado, una y otra y otra vez, hasta que se podía ver la sangre verter de la nariz y la boca. Él luchó para detenerla, pero estaba demasiado débil, no tenía más remedio que acaba de tomar todas y cada golpe.

-¡ALICE! ¡ALTO! -oyó a alguien gritar, correr hacia la escena.

Ella levantó la vista que coloca en otro golpe de mano, pero se detuvo cuando vio la expresión de horror en los rostros de todos, incluido el de Ann. Ella salió del estado terrible en el que había entrado y se miró los nudillos ensangrentados y la cara destrozada del muchacho.

-¡Qué he hecho! ¡No soy yo, yo no lo hice! ¡Por lo menos no era mi intención! -pensó ella. Lágrimas llenaron sus ojos. Se puso de pie con rapidez alejándose de las dos víctimas mutiladas, y corrió fuera de la escuela. Hacia el bosque.

Corrió a su cuarto de baño, buscando en el armario la medicina para limpiar las heridas que se había causado a sí misma. Se sirvió alcohol en los cortes y los usó para lavar la sangre. Observó las pequeñas burbujas de espuma blanca en el interior de cada corte en sus manos y el codo. Una vez que ella vendó sus heridas, apoyó las manos sobre el mostrador y miro a sí misma en el espejo del baño.

-¿Qué acabo de hacer? ¡No me siento yo misma! ¿Si yo hubiera hecho esto antes? -susurró para sí, misma, preguntas pasaban por su cabeza.

-Oh, no..... por supuesto que no. Fui yo, solo deseaba protegerte..... -respondió su boca, usando su propia voz.

Alice saltó hacia atrás, los ojos se le abrieron como platos, la cara se le puso pálida. Era increíble, pero su reflejo acababa de hablar con ella.

-¡Qué! ¡¿Qui-quién eres tú?! -le preguntó tartamudeando.Tras una larga pausa, la voz ronca por fin habló una vez más.

-Yo soy tu mejor amiga. ¿No te acuerdas? -dijeron sus mismos labios.

Pestañeó para que las lágrimas se contuviesen. Su cabeza comenzó a a dar vueltas con fuerza mientras que ella caía al suelo gritando. La voz estaba dentro de su cabeza, repitiendo la misma frase una y otra vez.

-¿No te acuerdas de mí, Alice. Soy tu mejor amiga.... tu única amiga, Zero...


Duda

Es un sentimiento simple.
Comienza en la base de la columna vertebral y avanza hacia arriba como vides en una casa abandonada.
Cuando llega a tu pecho, tu corazón comienza a latir con fuerza, como si el mundo pudiera escuchar su súplica.
Tus ojos se mueven de un rincón oscuro a otro antes de que lo veas.
Pero la duda mantiene tu miedo en tierra, lo suficientemente cerca como para que ambos puedan mezclarse como cuerpos atrapados en una danza interminable de la muerte.
Es la mano de la duda la que te impide gritar de pánico.
Son sus susurros los que te impiden saber si el hombre del rincón es real o no.
Y cuando enciendes tu linterna, la duda permanece firme.
Solo para colapsar cómo la luz revela al hombre de nuevo, sonriendo.
Pero no era un hombre en absoluto.
Y si tuviera ojos para ver o una nariz para oler, reconocería tu duda en cada gota de sudor.
La sonrisa se ensancha y se contrae hasta que los músculos de su rostro se desgarran, revelando la decadencia de la obsidiana debajo.
Y para entonces ninguna cantidad de gritos te salvaría.




Calificación:

martes, 4 de febrero de 2020

El alquimista - H. P. Lovecraft

Allá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor.

Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar.

Fue en una de las vasta y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.

Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.

Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia con¬seguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.

El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talen¬tos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.

Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.

«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida
Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»

Proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.

El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.

Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.

Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.

Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.

El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que pare¬cía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directa-mente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Pon fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.

Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.

Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.

Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.

—¡Necio! —gritaba—. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, porque yo soy Charles le Sorcier!


lunes, 3 de febrero de 2020

La Ventana de la Morgue

Los cinco muchachos se juntaron en la vereda y miraron en todas direcciones. Era casi media noche. Habían ido al desfile de Halloween y pensaban seguir divirtiéndose mientras intentaban asustarse unos a otros.

La vereda en la que se divertían, se encontraba ubicada el fondo de un hospital, y estaban bajo la ventana de la morgue. Cerca de la ventana, que se encontraba a una altura considerable, había un árbol, y entre bromas acordaron trepar por él para mirar hacia adentro. Gerardo vio que una señora dobló en una esquina y caminaba rumbo a ellos.

—Viene gente —le advirtió a los otros, y enseguida miró hacia otro lado.

—Hay que esperar que pase —dijo otro de los muchachos.

La señora iba cruzando lentamente, y de pronto pareció acordarse de algo, miró hacia la ventana y apuró el paso. En la ciudad casi todos habían escuchado alguna historia aterradora sobre aquella ventana, principalmente se decía que algunas apariciones se observaban desde allí a la gente que pasaba por la vereda. También se decía que una voz aterradora llamaba a la gente por su nombre y lanzaba carcajadas.

La señora se perdió en la otra cuadra y al ver que la calle estaba desierta se decidieron.

—¿Quién sube primero? —preguntó uno.

—Yo —contestó Gerardo.

Miró hacia lo alto del árbol, levantó un pie hasta una rama baja y empezó a trepar mientras los otros chicos lo observaban, volteaban hacia los extremos de la calle y se miraban unos a otros, intentando adivinar el grado de miedo que cada uno sentía.

Gerardo alcanzó el nivel de la ventana, se agarró con los dos brazos al tronco y, con los pies sobre una rama que temblaba bajo su peso, miró hacia el interior de la morgue. Lo primero que vio fue la mesa de autopsias, que estaba vacía. Cerca de ella había cuatro mesas tipo camilla, y sobre una de ellas, cubierto con una sábana, se encontraba un cuerpo.

El joven lo miraba cuando súbitamente el cuerpo se enderezó hasta sentarse y seguidamente se quitó la sábana tirando de ella con las manos. Gerardo vio que aquel muerto era igual a él y el muerto lo miró y lo señaló apuntando su brazo. Se estremeció tanto que sus pies resbalaron, y como se había soltado del tronco cayó al suelo y se rompió el cuello, muriendo allí mismo.

Una hora y media después, Gerardo estaba dentro de La morgue, y lo habían puesto sobre aquella mesa.



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