domingo, 14 de febrero de 2021

Los Errantes

Goler y Belgor eran errantes, guerreros profesionales expertos en la lucha contra criaturas no-muertas. Nunca eran recibidos con alegría en las aldeas o ciudades donde trabajaban, pues su llegada siempre significaba problemas. Pero eran necesarios, y las personas los toleraban, sobre todo porque los errantes gozaban de inmunidad y protección del rey y de todos sus vasallos.

En aquellos días, Goler y Belgor habían sido enviados a una villa llamada Villaespino. Dicha villa era propiedad de un señor muy poderoso, lo suficiente como para costear el trabajo de dos errantes. Las calles de Villaespino habían sido regadas con la sangre de muchos de sus habitantes, todos varones, adultos y sanos. Sus cuerpos siempre aparecían al amanecer en alguna plaza concurrida, con las vísceras colgando y el cuello completamente abierto. Los dos errantes tenían claro quién era el culpable, todo apuntaba a un súcubo, un tipo de demonio bastante común en los grandes centros de población; y el que las victimas fueran solo hombres y que se hubiera licuado toda su sangre, encajaba a la perfección con su modo de cazar.

Cuando llegaron a la villa, las calles estaban vacías, solo se dejaba ver el humo de alguna chimenea distante, o la luz tenue de una vela proveniente de alguna habitación. Fueron directos a la posada El Ciervo Feliz. Ya los estaban esperando; tenían ordenes de concederles asilo con todos los gastos pagados, cosa que no agradaba al obeso posadero y su casi adolescente esposa.

Goler era mayor que Belgor, hacía tiempo que había pasado los 40, su vientre era más grueso, su pelo ya escaseaba, pero su mirada seguía igual de dura, al igual que sus ojos azules, fríos e inquisitoriales. Belgor por el contrario contaba con 20 años menos, era su segunda misión, sus ojos eran más inquietos, aunque a ojos inexpertos parecerían seguros y tranquilos; era alto, de constitución atlética, rasgos agradables y ojos marrones.

Goler se acercó al posadero y le pidió la cena.

—Espera sentado en la mesa y vigila quién entra y quién sale —le dijo Goler con aire sombrío a su joven compañero.

Belgor asintió y se dirigió a la mesa no sin antes recorrer con sus ojos el cuerpo de la esposa del posadero, una pelirroja de amplias curvas y busto generoso. El posadero gruñó muy alto, tanto, que hasta le temblaron los bigotes. Goler le lanzó una mirada gélida a sus compañero, y finalmente se sentó en una mesa destartalada cerca de la chimenea central. Belgor se quedó sentado fingiendo que aseguraba las correas de su armadura negra de cuero reforzado, no sin dirigir alguna que otra mirada a la pelirroja. Goler suspiró y llevó hasta la mesa una bandeja con dos codornices asadas, caldo aguado con huesos de pollo, pan duro, y queso más duro aún. Para ellos aquello era un manjar, pues el camino siempre era duro y escaso en privilegios.

—No deberías haberla mirado así, no queremos problemas —recriminó Goler a su joven compañero.

—No hice nada malo, es la primera mujer joven y bella que no intenta destriparme desde hace mucho tiempo.

—Te entiendo, pero entiende por qué estás tú aquí. Cada segundo que pasa es más probable que estemos cerca del súcubo. A estas alturas ya sabrá que estamos en Villaespino, y en cualquier momento tendremos sobre nosotros a un monstruo rabioso, aunque sin apetito, pues lleva mucho tiempo comiendo de la cocina local, cosa rara ya que no suelen arriesgarse a acumular tantas víctimas en un solo lugar.

—Nos ha tocado el súcubo imbécil.

—Es un monstruo, un monstruo que te puede destripar con un sencillo giro de muñeca.

Belgor asintió mansamente y comenzó a comer con ganas. Goler barrió una última vez con la mirada la posada y acometió con ímpetu su propio plato.

Al terminar se despidieron del posadero y subieron a la habitación más amplia de que disponían. Era grande, con cuatro camas, y altos ventanales. Dejaron solo una vela encendida. Goler hizo la primera guardia.

Cuando los ronquidos de Belgor ya eran audibles, se sentó cerca de la ventana para observar las calles mal empedradas y los tejados torcidos de pizarra en busca de algún movimiento inusual. De pronto, un sonido grave proveniente de la parte baja hizo que los sentidos parcialmente aletargados de Goler se agudizaran como nunca. Bajó sin despertar a Belgor, con paso rápido y su mano derecha apoyada en el pomo de su estilete.

Al llegar abajo vio al gordo posadero tirado sobre los restos de la sopa que se había derramado con la caída. Se acercó hasta él y confirmó que aún tenía pulso. Antes de que le diera tiempo a hacer una sola conjetura, un grito ahogado atravesó su pecho desde el piso de arriba.

Subió corriendo, pero esta vez con el estilete desenvainado, acompañado por una preocupación que era más bien una certeza en su mente, una certeza que se vio confirmada al atravesar el umbral de la puerta que daba a la habitación. Belgor yacía en el suelo con el cuello abierto, y sobre él, la esposa del posadero le estaba drenando la sangre con sus largos colmillos ayudados por una lengua anormalmente larga y roja.

Los ojos del súcubo quedaron fijos en Goler que ya había desenvainado la espada dispuesto a batirse con él. Cada paso que Goler realizaba iba acompañado de una maldición y una punzada de culpabilidad, pero barrió aquellas emociones y se centró en la tarea que tenía entre manos. No era el primer súcubo que mataba, y aquella estúpida trampa tendría que haberla visto venir. El súcubo pelirrojo, sin pensárselo se abalanzó en busca del cuello de su nueva víctima, pero Goler desvió sus zarpas con el estilete, mientras golpeaba el costado derecho del monstruo con la empuñadura de la espada; finalmente se separaron. Ella estaba excitada por la proximidad de una nueva presa, él era frío y realizó bien sus cálculos.

Cuando el súcubo se abalanzó de nuevo, éste lo esquivo con una finta hacia la izquierda, fingió una ataque hacia su costado, ella lo esquivó con dificultad y justo en ese lapso de tiempo, Goler atravesó su vientre con la espada hasta la empuñadura, no sin recibir antes un mordisco en el hombro izquierdo aunque sin llegar a perforar el cuero.

Goler no quería esperar a que el súcubo se recuperara, debía cercenar la cabeza del monstruo, pero cuando ya estaba en posición con la espada sujeta con las dos manos sobre su cabeza, algo frío y afilado afloró sobre su pecho, un cuchillo largo de carnicero que atravesó con rabia cuero y costillas. Goler calló de rodillas, y antes de desvanecerse, vio cómo el obeso posadero, presionaba la herida abierta del súcubo.

Luego sobrevino el frío, y finalmente, la oscuridad.




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