martes, 23 de julio de 2019

El Extraño - H.P. Lovecraft

Título Original: The Outsider
Año de Publicación: 1926
Autor: H.P. Lovecraft (1890-1937)



Aquella noche el Barón soñó con muchos infortunios;
Y todos sus guerreros invitados, con silueta y forma
De bruja, demonios, y un gran sarcófago,
Fuimos presa de sus pesadillas.

La Eva de San Agnes; John Keats.


Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera me haya cuidado, debió haber sido asombrósamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos.

En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.

Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.

A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Antojóseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.

De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance.

Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente.

De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.

Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

De todos los impáctos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz, ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.

Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.

Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboléandome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado. No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.

Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados. Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna.

Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la amargura de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie de un pulido espejo.


H.P. Lovecraft

lunes, 22 de julio de 2019

#531 El Holder de el Ser

En cualquier ciudad, en cualquier país ve a alguna institución mental o casa desolada en medio del camino donde puedas llegar por tus propios medios, una vez ahí pregunta al empleado del mostrador por quien se hace llamar "El Portador del Ser". Él hombre te mirará con tristeza y te dirá que el Portador ha estado afuera por mucho tiempo, ignóralo y continúa con la pregunta entonces te mirará con más tristeza y comenzará un largo y lento gemido, no debes dejar de preguntar ya que si lo haces el gemido cortará tu alma dejando tu cuerpo como un recipiente vacío. Eventualmente el gemido cesará, el hombre te mirará y la habitación se quedará en penumbra. Durante este tiempo no debes hablar ni moverte, solo debes pensar en ti mismo, tu forma, tu modo. Si no lo logras tu alma se perderá por siempre en un mar de caos.

Pasado un tiempo la luz reaparecerá y verás una pequeña linterna incrustada en un poste con un hombre parado detrás, puedes intentar mirar la cara de ese hombre pero no debes mirar alrededor del cuarto o sufrirás como nadie más lo ha hecho. El hombre tiene una masa gris en lugar de rostro y solo responde a una pregunta: ¿Qué los convirtió en lo que son?

Cuando el hombre escuche esto, su rostro se retuerce formando una horrible expresión mientras grita, susurra y murmura sobre habla sobre la pérdida de sí mismo, de la nada en el corazón de un hombre y la vida sin detenerse dejando nada más que un frío y oscuro destino... tal vez escuches sollozos mientras relata su historia no debes voltear o quedarás atrapado viéndote a ti mismo llorar. Una vez que esto termina su rostro quedará inexpresivo y el sostendrá una máscara en sus manos, tómala con ambas manos y aprétala en tu pecho



La máscara es el objeto 531 de 538.

Ahora has cambiado irrevocablemente por lo que has visto, solo mirándo a través de la máscara podrás ver su verdadera esencia, lo que alguna vez Fueron.

domingo, 21 de julio de 2019

#025 El Holder de la Creación

En cualquier ciudad, en cualquier país, puedes ir a cualquier hospital y solicita visitar a aquel que se hace llamar "el portador de la creación". La empleada te mirará a los ojos, horrorizado, antes de levantarse. Ella te guiará hacia la sala de maternidad y te empujará hacia una puerta cerrada, la cual traspasarás como si no estuviera allí.

Una vez dentro, notará dos puertas más: uno a la izquierda y otro a la derecha. Debes elegir la que está en la dirección a la que estés más acostumbrado, esperando que el destino haya guiado correctamente tu decisión. Toma la manija, si una luz se asoma por debajo de la puerta, debes ingresar. Si no es así, corre hacia la otra habitación lo más rápido que puedas. Duerme donde caigas y no confíes en nadie. Ruega a tu dios para pasar inadvertido.

Si la luz se emite desde debajo de la puerta, o si por algún milagro evitas que te capturen después de tu error y vuelves a elegir una vez más, entra con cuidado. La habitación parece extenderse hacia la eternidad; no intentes comprender su tamaño o forma, ya que muchos hombres, más inteligentes que tú, han sido llevados a la locura por aquel pensamiento. Esparcidos por toda la habitación habrán cuerpos de recién nacidos y fetos, en diferentes estados de descomposición. Algunos todavía seguirán con vida, no debes distraerte con ellos, reprime cualquier instinto maternal.

En el horizonte habrá una madre, poco más que una niña, y aferrará a un bebé envuelto en una manta hecha jirones a su pezón. A medida que te vayas acercando, podrás ver mejor al lactante. Su expresión será ansiosa y cansada, una mirada eterna y sabia que ha olvidado más de lo que la mayoría jamás verá.

Acércate a la madre, con calma. Si la asustas e interrumpes su amamantamiento, tu única esperanza es susurrar:

No deseo molestarte ni a tu hermoso hijo.

Si la has apaciguado, colócate de modo que puedas mirar directamente a los ojos del niño. Una vez allí, no debe interrumpir el contacto visual por temor a molestar al bebé y provocar tu propia condena. Puedes hacerle una pregunta solamente:

¿Para qué hemos sido creados?

El bebé se moverá y envolverá su trapo hecho jirones alrededor de una de tus extremidades, lo atará y te arrancará la extremidad; no debes reaccionar ante el dolor o al riesgo de nunca volver a recuperar tu miembro, más te vale, ya que lo hará con todas tus extremidades. Si puedes superar la agonía, él te mirará a los ojos y verás el comienzo del cosmos. Todas las cosas que han sido desde la creación de la existencia se desplegarán ante sus ojos. La verdad del origen de los buscadores será traída a la vida, y si esta verdad no te enloquece, sentirás el calor de este conocimiento brillando dentro de ti. Este calor crecerá hasta que el dolor de la quemadura supere mil veces la de tu carne desgarrada. Sentirás que tu cuerpo se desvanece, quemándose hasta las cenizas.

En la cima de tu angustia, si has logrado permanecer estoico, inexplicablemente parpadearás, para descubrir que ha regresado afuera, exactamente un día antes del incidente. En tus manos encontrarás un manuscrito hecho jirones, cuyo texto parece ser anterior a la existencia.

Este objeto es el 25 de 538. Este libro anhela regresar con los otros, y dentro de él está el conocimiento críptico de cómo hacerlo.


sábado, 20 de julio de 2019

#024 El Holder del Color

En cualquier ciudad, en cualquier país, puedes ir a cualquier institución mental, o casa desolada a la mitad de una carretera olvidada, donde puedas entrar por ti mismo. Dirígete a la recepción y solicita visitar a aquel que se hace llamar "el portador del color". El encargado te mirará y te dará una sonrisa tímida antes de extender su mano hacia ti. Debes esperar exactamente ocho segundos antes de tomarla, o los colores mismos te negarán y no podrás ingresar.

El encargado se pondrá de pie y te llevará a una celda, abrirá la puerta e te pedirá que entres. Dentro de la celda, encontrarás dos niños pequeños, ambos vestidos en tonos grises, su piel y cabellos parecerán como si todo el color hubiera sido drenado de ellos. Uno tendrá el cabello largo y llevará un vestido blanco, mientras que el otro estará con un traje negro y el pelo corto. Procura mirar solo al de blanco a los ojos, porque serán normales; los ojos del niño vestido de negro te llevarán a la locura. Cada uno usará un guante y extenderá ambas manos hacia ti. Puedes tomar la mano enguantada de cada uno; pero si tocas la carne del niño vestido de negro, serás plagado por la peor agonía de todo el universo, pero no morirás, él no te dejará ir. Si tocas la piel del niño vestido de blanco, sentirás más placer del que jamás hayas experimentado, pero pronto él retirará su mano y nunca más volverás a sentir ese placer, sin importar cuanto lo anheles; tu lujuria te matará.

Mantente atento; ya que en cualquier momento, los chicos se mirarán, asentirán y sacudirán sus cabezas, en aquel momento debes rápidamente cerrar los ojos y gritar:

No soy lo que buscas, pero puedo cambiar las mareas.

Una vez que digas esto, ambos reirán y tirarán de tus manos, abrirán con su mano libre una pesada trampilla en el centro del calabozo y te obligarán a descender incómodamente en la oscuridad. Los chicos hablarán al unísono, alardeando sin césar de sus riquezas, de todas las cosas que tienen. Te preguntarán muchas veces si estás celoso; cada vez que pregunten, debes responder que . Tu destino ahora está en manos de estos chicos.

El tramo de escaleras que descenderán será largo, volviéndose cada vez mas estrecho, hasta que eventualmente caminen uno por delante y otro por detrás de ti. Si el chico de negro va por delante, considérate afortunado; la vida ahora está en tu espalda. Pero si regresa, tu muerte será agonizante, te arrojará desde las escaleras hacia el abismo.

Después de lo que te parecerá una eternidad, llegarás al final de las escaleras y ambos niños te empujarán hacia una gran puerta de vidrio. Te mirarán fijamente, las lágrimas correrán por sus pómulos y te dirán que no pueden ir más allá, señalándote la puerta. Debes entrar.

La habitación será de color negro oscuro, salvo por un solo haz de luz directo en su centro. De pie, bañada por la luz, habrá una mujer que, como los niños, estará completamente despojada de color. Tanto su cabello como su vestido alcanzarán la tierra, cada uno tan blanco como su tez. Sus ojos serán totalmente blancos y escleróticos, parecerá que ella está mirándote fijamente. Si te sonríe, la has divertido, y ella iluminará toda la habitación con su luz, te convertirás en uno de los cuerpos retorcidos que conforman la colección debajo de su piso de cristal. Si ella frunce el ceño, se volverá de espaldas e iluminará otra parte de la habitación, despertando a otros siete seres: un hombre riendose que viste solo de negro, un joven lloroso vestido de blanco, un anciano gruñón con ojos rojos y penetrantes, una mujer rodeada de pétalos rosas haciendo muecas extrañas, una niña sin emociones envuelta en verde, un pálido ser humanoide con cabello plateado y un anciano sonriente cubierto de riquezas. Ellos serán tus jueces. Debes elegir él que crees que te dará justicia y caminar hacia él, pregúntale:

¿Cuándo te despojarán de esta tierra?

En caso de que elijas algún color equivocado, la persona escogida se quedará muy quieta, te sonreirá de forma extraña y pronto sentirás que te deslizas hacia la nada. De dar con la persona correcta, ésta te responderá con un chillido horrible, señalando con temor a la mujer en el centro de la habitación. Los demás te gritarán maldiciones en muchos idiomas diferentes y sentirás un dolor punzante en todo tu cuerpo. Él que hayas elegido dará un paso delante para abrazarte, te susurrará al oído el repugnante relato acerca de tu muerte, sobre como el mundo se irá lentamente desvaneciendo cada uno de tus últimos alientos. No te muevas.

El coro de maldiciones se detendrá y la sala se iluminará, los siete te mirarán. Donde estaba la mujer, ahora habrá una pequeña pluma, como la de una paloma, cambiando su color continuamente.

Esta pluma es el objeto 24 de 538. Con ella podrás quitarles, lo que era suyo, para dar.


viernes, 19 de julio de 2019

#490 El Holder del Amor

En cualquier ciudad, en cualquier país, puedes ir a cualquier hospital y pide visitar a aquel que se hace llamar "El Portador del Amor", y prepárate para ser absoluta y completamente destruido.

Nadie ha regresado de la búsqueda de este objeto, y si lo han hecho, aquellos buscadores ya no están verdaderamente "viviendo". Son cáscaras, han desaparecido de sus cuerpos absoluta y completamente, dejando mensajes locos esparcidos a través de las paredes de su nuevo hogar, sus cuerpos en ruinas enferman a la vista.

Las cosas que yo llamo "sobrevivientes" ya no tienen la voluntad de vivir y, sin embargo, ya no tienen la fuerza suficiente para terminar con sus vidas. Han descendido a un lugar de pesadillas y horror, un lugar de odio y desesperación. Un lugar donde sus deseos se convierten en tormentos y su desesperación se convierte en hogar. Este lugar está repleto, con habitantes más horribles e inimaginables que los propios Objetos, bestias y monstruos más allá de las palabras que te separarán de mil maneras antes de que terminen con tu vida. Este es el lugar al que este Portador llama hogar, el peor Portador; lo peor en todos los infiernos.

Se han establecido en el camino de un Objeto; una oscura "protección" tanto divina como demoníaca. Puede ahuyentarte de los horrores de tu búsqueda, y puedes creer que conjura tu salvación, pero sabes lo que yo sé: que estás condenado si buscas esto, condenado más allá que con cualquier otro portador del que hayas oído u oirás.

Pero, si crees que puedes avanzar y vencer las pruebas y los horrores que este portador tiene para ofrecer, entonces espero que finalmente pruebes las recompensas de tu búsqueda, porque eres más grande que el más grande y un Dios entre los insectos de los Portadores.

La oscura recompensa que buscas es el objeto 490 de 538. Ésta anhela la compañía del resto.


jueves, 18 de julio de 2019

Lavender Town

El Síndrome de Lavender Town fue un peak en suicidios y enfermedades mentales en niños entre los 7 y 14 años de edad, poco después de la salida al mercado de Pokémon Red and Green en Japón, el 27 de febrero de 1996.

Los rumores dicen que estos trastornos solo ocurrieron después de que los niños que jugaban el videojuego llegaron a Pueblo Lavanda, cuya música de fondo tenía frecuencias extremadamente altas, que los estudios revelaron que solo los niños y adolescentes podían escuchar, debido a que sus oídos son más sensibles a estas frecuencias.

Debido al tono de Pueblo Lavanda, al menos doscientos se suicidaron, y muchos más desarrollaron enfermedades y aflicciones. Los niños que se suicidaron usualmente lo hacían colgando o saltando desde gran altura. Aquellos que no actuaron irracionalmente se quejaron de fuertes dolores de cabeza después de escuchar la canción de Pueblo Lavanda.

Los síntomas eran irritabilidad acompañada de insomnio, adicción al juego y, en muchos casos, sangrado de nariz. Luego de todo esto, los niños sufrían depresión crónica, cosa que, es rara a esa edad, y por último, este mismo estado psicológico de ansiedad y depresión los llevaba al suicidio.

Aunque Pueblo Lavanda suena diferente según el juego, esta histeria masiva fue causada por el primer juego de Pokémon lanzado. Después del incidente de Lavender Town, los programadores arreglaron la música del tema del pueblo para que fuera más baja, y desde entonces aparentemente los niños ya  no son afectados por ella.

Anexo:



miércoles, 17 de julio de 2019

La Máscara de la Muerte Roja - Edgar Allan Poe

Título original: The Mask of the Red Death.
Año de publicación: 1842.
Autor: Edgar Allan Poe.

Hacía tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Nunca hubo peste tan mortífera ni tan horrible. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre. Se sentían dolores agudos y un vértigo repentino, y luego los poros exudaban abundante sangre, hasta acabar en la muerte. Las manchas escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el estigma de la peste que le apartaban de toda ayuda y compasión de sus congéneres. En media hora se cumplía todo el proceso: síntomas, evolución y término de la enfermedad.

Pero el príncipe Próspero era intrépido, feliz y sagaz. Con sus dominios ya medio despoblados, llamó un día a su presencia a un millar de amigos sanos y joviales de entre las damas y caballeros de su corte, y con ellos se recluyó en el apartado retiro de una de sus abadías amuralladas. Era un conjunto de edificios amplio y magnífico, concebido por el gusto excéntrico, aunque majestuoso, del propio príncipe. Lo rodeaba una alta y sólida muralla. La muralla tenía portones de hierro. Una vez dentro los cortesanos, se trajeron fraguas y enormes martillos y se soldaron los cerrojos. Decidieron que no hubiese modo alguno de entrar o salir, si alguien de pronto se dejaba llevar por la desesperación o la locura. Había abundancia de provisiones. Con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo de fuera se ocupase de sí mismo. Había bufones, había trovadores, había bailarinas, había músicos, había Belleza, había vino. Dentro había todo eso, y también seguridad.

Fuera, estaba la Muerte Roja.

Fue hacia el final del quinto o sexto mes de su encierro, y mientras la peste se cebaba con furia en el exterior, cuando el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de rara vistosidad.

Aquel baile fue un espectáculo voluptuoso. Pero permítaseme hablar primero de los salones en que se celebró. Eran siete: todo un ámbito imperial. Hay muchos palacios, sin embargo, en los que salones así ofrecen una perspectiva larga y lineal, con puertas corredizas que se desplazan casi hasta las mismas paredes de uno y otro lado, de modo que apenas nada interrumpe la vista en todo su longitud. El caso era aquí muy distinto, como cabría esperar de la afición del duque por lo extravagante. La distribución de las salas era tan irregular que apenas se contemplaban más de una al mismo tiempo. Cada veinte o treinta metros se producía un giro brusco, y con cada giro un efecto novedoso. A derecha e izquierda,en medio de la pared, una ventana gótica alta y estrecha se asomaba a un corredor cerrado que enmarcaba las sinuosidades del conjunto, con vidrieras cuyos colores variaban de acuerdo con los tonos dominantes en la decoración del salón al que se abrían. El del extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y las vidrieras en azul vivo. La ornamentación y los tapices del segundo eran de color púrpura, y pupúreos eran allí los cristales. El tercero era todo él verde, lo mismo que las ventanas. Los muebles y la iluminación del cuarto eran anaranjados; el quinto, blanco; el sexto, violeta. La séptima estancia era un denso sudario de tapices de terciopelo negro que cubrían el techo y las paredes, y caían en pesados plieges sobre una alfombra del mismo tinte y textura.

Pero sólo en esta habitación el color de las ventanas difería del decorado. Las vidrieras eran aquí de un tono escarlata, un rojo oscuro de sangre. Ahora bien, en ninguna de las siete cámaras había lámpara o candelabro alguno, entre la abundancia de adornos dorados que había por todas partes o que colgaban de los techos. No había luz ninguna que procediera de una lámpara o vela en todo el conjunto de habitaciones. Pero en el corredor que envolvía los salones había, frente a cada ventana, un pesado trípode con un brasero de fuego que, al proyectar su resplandor a través de las vidrieras, inundaba de luz la estancia. Se producía así una profusión llamativa de formas fantásticas. Pero en la habitación negra, o de poniente, el efecto del fuego a través de los cristales de sangre sobre los tapices negros resultaba de lo más siniestro, y daba un aire tan irreal a los rostros de los que allí entraban que muy pocos se atrevían a dar siquiera un paso en aquella estancia.

También era aquí donde se encontraba, contra el muro oeste, un gigantesco reloj de ébano. El péndulo oscilaba con un sonido grave, monótono y apagado, y cuando el minutero había recorrido toda la esfera y llegaba el momento de marcar la hora, de sus pulmones metálicos surgía un sonido límpido, potente, profundo y muy musical, pero de nota y énfasis tan peculiares que, a cada hora, los músicos se veían obligados a detenerse un momento para escucharlo, lo que obligaba a su vez a quienes bailaban a interrumpir el vals; y se producía un breve desconcierto en la alegría de todos; y, mientras sonaba el carillón, se veía cómo los más frívolos palidecían y los más sosegados por los años se pasaban la mano por la frente como perdidos en ensueños o en meditación. Aunque cuando cesaban los últimos ecos, una risa leve se apoderaba a la vez de toda la concurrencia; los músicos se miraban y sonreían como burlándose de sus propios nervios y desconcierto, y se susurraban mutuas promesas de que las siguientes campanadas no les causarían ya la misma impresión; pero luego, al cabo de sesenta minutos (que son tres mil seiscientos segundos de Tiempo que vuela), de nuevo sonaba el carillón, y volvía a repetirse la misma meditación, y el mismo desconcierto y nerviosismo de antes.

Pero a pesar de todo, era una fiesta alegre y magnífica. Los gustos del duque eran peculiares. Tenía un buen ojo para los colores y los efectos. Desdeñaba las convenciones de la moda. Sus planes eran atrevidos y apasionados, y un viso de barbarie iluminaba sus proyectos. Algunos le habrían tenido por loco. Sus seguidores no lo creían así. Pero era necesario oírle, y verle, y tocarle, para estar seguro.

Con ocasión de esta magna fiesta, había supervisado personalmente casi toda la decoración de los siete salones; y había sido su propio gusto el que había inspirado los disfraces. No os quepa duda de que eran extravagantes. Abundaba la ostentación y el brillo, lo ilusorio y lo picante..., mucho de lo que después se ha visto en Hernani. Había figuras arabescas, con miembros y atuendos grotescos. Había fantasías delirantes como sólo los locos imaginan. Había mucha belleza, mucha voluptuosidad, mucho de estrafalario, algo de terrible, y no poco de lo que podría haber ofendido. De hecho, por las siete estancias se paseaba majestuosamente una muchedumbre de sueños. Y estos -los sueños- se revolvían por las habitaciones, tiñéndose del color de cada una, y haciendo que la música desenfrenada de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Y entonces suena el reloj de ébano en el salón de terciopelo. Y por un momento todo se aquieta, todo se acalla salvo la voz del reloj. Los sueños quedan congelados y estáticos. Pero el eco de las campanadas se apaga -na han durado sino un instante- y una risa leve, a medias reprimida, queda flotando tras él. Y surge de nuevo la música, y viven los sueños, y se revuelven de un lado a otro más alegres que nunca, teñidos por las ventanas multicolores por las que penetra el resplandor de los trípodes. Pero en el salón de poniente, ninguno de los enmascarados se atreve ahora a entrar, porque la noche ya se desvanece y una luz más rojiza se filtra por los cristales de color sangre; y la negrura de los tapices espanta; y quien aventura sus pasos sobre la negra alfombra escucha un sordo tictac, más solemne y enfático que el que llega a oídos de quienes se entregan a la alegría en las salas más distantes.

Pero las otras habitaciones estaban abarrotadas, y en ellas latía febrilmente el ansia de la vida. Prosiguió así el torbellino festivo, hasta que al cabo el reloj inició las campanadas de la medianoche. Y cesó entonces la música, como ya he dicho; y los que bailaban interrumpieron el vals; y, como en otras ocasiones, todo quedó desasosegadamente detenido. Pero ahora eran doce las campanadas que tenían que sonar; y ocurrió así, quizá, que al disponer de más tiempo, más grave se tornó la reflexión de quienes en la concurrencia ya estaban pensativos. Y también ocurrió así, quizá, que antes de que el último eco de la ultima campanada hubiera desaparecido en el silencio, muchos ya habían reparado en la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y de boca se extendió el rumor de esta nueva presencia, y al poco se alzó en toda la compañía un susurro, un murmullo de desaprobación y sorpresa, luego, por último, de terror, de horror y de asco. En una congregación fantasmagórica como la que he pintado, bien se puede suponer que ningún atuendo ordinario habría causado tal sensación. De hecho, esa noche la libertad en los disfraces era prácticamente ilimitada; pero la figura en cuestión había rizado el rizo, superando incluso los límites del gusto permisivo del príncipe. Hay fibras aún en el corazón de los más osados que no pueden tocarse sin que se emocionen. Hasta los casos perdidos, para quienes la vida y la muerte son una misma broma, creen que hay ciertos asuntos con los que no se puede bromear. En todos los asistentes, desde luego, se apreciaba ahora la sensación intensa de que el disfraz y el porte del extraño carecían de todo ingenio y decoro. Era una figura alta y lúgubre, amortajada de la cabeza a los pies con el atuendo de la tumba. La máscara que ocultaba representaba tan fielmente el semblante rígido de un cadáver que al observador más atento le resultaría difícil descubrir el engaño. Aun así, todo esto lo habría soportado, si no aprobado, aquella alocada concurrencia. Pero el enmascarado había llegado incluso a asumir el aspecto de la Muerte Roja. La sangre le salpicaba la vestimenta..., y su ancha frente, y todas sus facciones, aparecían moteadas por el horror escarlata.

Cuando la mirada del príncipe Próspero se detuvo en este espectro (que se paseaba lento y solemne, como para dar mayor empaque a su figura), se le notó una convulsión, en un primer momento con un fuerte estremecimiento de horror o repugnancia; pero enseguida, el rostro se le encendió de ira.

¿Quien se ha atrevido...? preguntó con voz ronca a los cortesanos que le acompañaban—: ¿Quién se ha atrevido a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Cogedle y quitarle la máscara, y así sabremos a quien hay que colgar de una almena al amanecer!

Cuando pronunció estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el salón azul, que daba al oriente. Y su eco recorrió alto y claro las siete estancias, porque el príncipe era un hombre robusto y osado, y un gesto suyo había acallado ya la música.

Era en el salón azul donde se hallaba el príncipe, en compañía de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, cuando habló, dieron éstos un primer paso hacia el intruso, que entonces estaba próximo a ellos, y que ahora se acercaba mas aún, con porte deliberado y majestuoso. Pero cierto miedo indecible que la insensata arrogancia de la máscara había inspirado a todo el grupo impidió que nadie le pusiera la mano encima; asi que, sin estorbo alguno, pasó apenas a un metro del príncipe; y, mientras en los salones la numerosa concurrencia, como movida por un mismo resorte, se hacía a un lado buscando el refugio de las paredes, el enmascarado siguió andando con el mismo paso solemne y mesurado que desde el comienzo le había distinguido, pasando de la sala azul a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la de color naranja, de ésta a la blanca, e incluso de aquí a la morada, sin que nadie hiciera el menor intento de detenerle. Fue entonces, sin embargo, cuando el príncipe Próspero, fuera de sí y avergonzado por su cobardía pasajera, cruzó veloz los seis salones, sin que nadie le siguiera por el terror mortal que de todos se había apoderado. Blandía una daga desenvainada, y se acercó impetuoso y rápido a muy poco distancia de la figura que seguía su camino, cuando ésta, que ya había llegado al salón de terciopelo, giró de pronto y le hizo frente. Hubo un grito agudo, y la daga reluciente cayó en la alfombra negra sobre la que, al instante, caía postrado por la muerte el príncipe Próspero. Después, llevados por el valor enloquecido de la desesperación, un amplio grupo entró en avalancha en el salón negro, en el que la alta figura seguía inmóvil y erguida bajo la sombra del reloj de ébano; pero al ponerle la mano encima al enmascarado, un horror innombrable les cortó el aliento y descubrieron que la mortaja y la máscara cadavérica que habían tratado con violenta rudeza no estaban habitadas por ninguna forma tangible.

Y reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno a uno fueron cayendo los presentes en los salones antes festivos, ahora bañados en sangre, y cada uno hallaba la muerte en la desesperada postura en que caía. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último cortesano. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y de todo se adueñó la Tiniebla, la Corrupción y la Muerte Roja.