Los chicos del barrio acostumbraban jugar fútbol frente a una casa abandonada, por eso de las ventanas, jardines dañados o el ruido que a muchos de los vecinos les molestaba. Regularmente los llamaban a dormir antes de las 9, pero aquella noche de sábado los dejaron disfrutar un poco más, pues tenían los vecinos una agradable reunión.
La pelota iba y venía de un patio a otro, de donde la recuperaban sin mayor problema, hasta que entró por la ventana del segundo piso de la sucia casa.
Se disponían a trepar un árbol para ir a buscarla, cuando fue arrojada desde adentro.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó Daniel con algo de precaución, a lo que una voz tímida e infantil respondió:
—¡Sí! Y quiero jugar con ustedes.
Después de una rápida plática de niños, decidieron subir a jugar a las escondidas con su nuevo amigo, del cual solo podían ver la sombra asomándose por la ventana.
Contó una de las chicas hasta 100 y todos se ocultaron, pero les fue imposible hallar al niño desconocido antes de que los llamaran a sus hogares. Pasaron varios días sin saber de él, hasta que nuevamente pudieron quedarse tarde y su sombra apareció en la ventana invitándoles a continuar el juego y encontrarlo.
Los chicos se negaron de inmediato, les parecía tedioso tener que buscarlo porque era demasiado bueno para esconderse, así que mejor insistieron en que bajara a jugar fútbol.
El chico se rehusaba en cada ocasión con un tono muy triste.
—¿Por qué no quieres jugar con nosotros?— dijo Daniel.
—Porque no puedo… —respondió el chiquillo con un nudo en la garganta—. ¡Es que los fantasmas no tenemos pies! —agregó, y bajó flotando desde el segundo piso, ante las miradas incrédulas de los chicos, que echaron carrera a sus casas.
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