miércoles, 21 de agosto de 2019

La miel Silvestre

Título Original: La Miel Silvestre
Año de publicación: 1917
Autor: Horacio Quiroga
Nacionalidad: Uruguay









La Miel Silvestre

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como encanto.

Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores –iniciados también en Julio Verne–, sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla. La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot.

Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos, a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de diversión en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot.

Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.

De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.

—¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido.

—Al monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.

—¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor, deja esa arma, y mañana te haré acompañar por un peón.

Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado. Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco. Llegaron éstas a la segunda noche –aunque de un carácter un poco singular. Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino.

—¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo. Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.

—¿Qué hay, que hay? —preguntó, echándose al suelo.

—Nada... Cuidado con los pies... La corrección.

Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen, y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roído en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.

No resisten sin embargo a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección. Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de una mordedura.

—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino.

Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose en cambio de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales. Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas.

El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión – exacta por lo demás– de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical, no hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela, y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras del tamaño de un huevo.

—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel

Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después de un momento de descanso, pensó en el fuego: levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una enseguida, y oprimiéndole el abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarificó en melífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos! En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo.

Acaso a resina de frutales o de eucalipto. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Más que perfume, en cambio! Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador. Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse. Entretanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.

—Qué curioso mareo... —pensó el contador—. Y lo peor es...

Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.

—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa, sin escudriñar sin embargo el motivo de esa rareza—. Como si tuviera hormigas... La corrección —concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

—¡Debe de ser la miel...! ¡Es venenosa...! ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror: no había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.

—¡Voy a morir ahora...! ¡De aquí a un rato voy a morir...! ¡Ya no puedo mover la mano...!

En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.

–—Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar...!

Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...

Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió por bajo del calzoncillo el río de hormigas carnívoras que subían. Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición —tal el dejo a resina de eucalipto que creyó sentir Benincasa.




Horacio Quiroga S.




martes, 20 de agosto de 2019

Los gatos de Ulthar - H. P. Lovecraft

Título original: The Cats of Ulthar.
Año de publicación: 1920.
Nacionalidad: Estados Unidos.
Autor: Howard Phillips Lovecraft.

Se dice que en Ulthar, que se alza más allá del río Skai, a ningún hombre le está permitido el matar un gato; y eso es algo que puedo muy bien creer cuando contemplo al que se enrosca ronroneando ante el fuego. Ya que el gato es un ser críptico, y está cerca de cosas extrañas que resultan invisibles para el hombre. Es el alma del viejo Egipto, el portador de cuentos sobre las olvidadas ciudades de Meros y Ofir. Es de la estirpe de los señores de la jungla y heredero de los secretos del África antigua y siniestra. La esfinge es su prima, y el gato habla su lenguaje; aunque el primero es más viejo que la segunda y recuerda cuanto ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran matar gatos, vivían un viejo campesino y su esposa, y disfrutaban tendiendo trampas y dando muerte a los gatos de sus vecinos. Por qué lo hacían no se sabe, excepto que hay quien aborrece los maullidos de los gatos durante la noche, y le enferma que merodeen por patios y jardines durante el crepúsculo. Pero, por lo que fuese, ese anciano y su mujer gozaban atrapando y matando a cualquier gato que se aproximara a su chabola; y a juzgar por algunos de los sonidos que se oían tras la caída de la noche, algunos ciudadanos suponían que el medio de muerte empleado debía ser sumamente peculiar. Pero la gente no discutía tales cosas con el viejo y su esposa; tanto por la expresión que se leía habitualmente en sus rostros marchitos como por el hecho de que su casa fuera tan pequeña y estuviera tan oculta en la oscuridad, bajo corpulentos robles, al fondo de un patio descuidado. Realmente, por mucho que los propietarios de gatos odiaran a esa gente extraña, aún los temían más, y en vez de encararlos como asesinos brutales se limitaban a cuidarse de que sus queridas mascotas, o sus cazadores de ratones pudieran extraviarse por la alejada chabola bajo los oscuros árboles. Cuando a causa de algún descuido inevitable se perdía un gato, y aquellos sonidos se alzaban en la oscuridad, el damnificado podía lamentarse impotente o consolarse dando gracias a la suerte de que no se tratase de uno de sus hijos el perdido, ya que la gente de Ulthar era sencilla y no conocía el origen de los gatos.

Un día, una caravana de extraños vagabundos del sur penetró en las estrechas calles adoquinadas de Ulthar. Oscuros viajeros eran, distintos a las demás gentes errabundas que pasaban por el pueblo un par de veces al año. En la plaza del mercado leían el porvenir a cambio de plata y compraban hermosas baratijas a los comerciantes. Nadie sabría decir cuál era la tierra natal de esos viajeros; pero se les había visto rezar extrañas plegarias y los costados de sus carros estaban decorados con exóticas figuras de cuerpo humano y cabezas de gatos, halcones, carneros y leones. Y el jefe de la caravana lucía un tocado con dos cuernos y un curioso disco entre ambos.

En esa pintoresca caravana figuraba un muchachito sin padre ni madre, con tan sólo un diminuto gatito a su cargo. La plaga no había sido benévola con él, aun cuando le había dejado esa pequeña cosa peluda para consolarse en su pena; y cuando uno es muy joven puede encontrar gran alivio en las vivaces trastadas de un gatito negro. Así que el niño a quien el pueblo oscuro llamaba Menes sonreía más a menudo de lo que lloraba al sentarse jugando con su gracioso minino en los peldaños de un carro exóticamente decorado.

La tercera mañana de estancia de los trotamundos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gato; y mientras sollozaba a solas en la plaza del mercado, algunos lugareños le hablaron del anciano y su esposa, así como de los sonidos que se oían durante la noche. Y cuando escuchó tales cosas, el sollozo dejó paso a la reflexión, y finalmente a un ruego. Tendió sus brazos hacia el sol y oró en una lengua que los ciudadanos no podían entender; aunque tampoco se cuidaron demasiado de comprenderla, ya que su atención estaba mayormente vuelta al cielo y a las extrañas formas que iban tomando las nubes. Resultaba muy curioso, porque según el muchachito hubo completado su petición, parecieron formarse sobre las cabezas las sombrías, nebulosas formas de seres exóticos; de híbridas criaturas coronadas con discos flanqueados por cuernos. La naturaleza es pletórica en tales ilusiones, listas para impresionar a los imaginativos.

Esa noche los vagabundos abandonaron Ulthar y nunca volvieron a ser vistos. Y los lugareños se vieron turbados al advertir que en todo el pueblo no podía encontrarse un solo gato. El familiar gato había desaparecido de cada hogar; gatos grandes y pequeños, negros, grises, listados, amarillos y blancos. El viejo Kranón, el burgomaestre, juraba que el pueblo oscuro se los había llevado en venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo tanto a la caravana como al mozuelo. Pero Nith, el enjuto notario, aventuró que el viejo campesino y su mujer resultaban más sospechosos, ya que su aversión a los gatos era de sobra conocida, y cada vez parecía más audaz. No obstante, nadie osó quejarse a la siniestra pareja, aun cuando el pequeño Atal, el hijo del ventero, juró haber visto al crepúsculo a todos los gatos de Ulthar en ese maldito patio bajo los árboles, desfilando lenta y solemnemente en círculo alrededor de la choza, de a dos, como ejecutando algún desconocido rito de las bestias. Las gentes no sabían si prestar atención a alguien tan pequeño; y aunque temían que la maligna pareja hubiera embrujado a los gatos para matarlos, prefirieron no encararse con el viejo campesino hasta que pudieran pillarle fuera de su oscuro y repulsivo patio.

Así que todo Ulthar se acostó lleno de rabia impotente; y cuando la gente despertó al alba... ¡mirad! ¡Cada gato había vuelto a su hogar! Grandes y pequeños, negros, grises, listados, amarillos y blancos, ninguno se había perdido. Los gatos aparecían muy gordos y lustrosos, atronando de ronroneos satisfechos. Los ciudadanos hablaban entre sí sobre el asunto, no poco maravillados. De nuevo, el viejo Kranón insistió en que habían sido retenidos por el pueblo oscuro, ya que no hubieran regresado vivos de la choza del viejo y su mujer. Pero todos estaban de acuerdo en algo: en que la renuncia de los gatos a comer sus raciones de carne o beber sus platillos de leche resultaba sumamente curioso. Y durante dos días completos, los lustrosos, los perezosos gatos de Ulthar no tocaron su comida, limitándose a dormitar junto al fuego o al sol.

Transcurrió una semana completa antes de que los pueblerinos se percataran de que no se encendían luces tras las polvorientas ventanas de la choza bajo los árboles. Entonces el enjuto Nith apostilló con que nadie había visto al viejo o a su mujer desde la noche en que desaparecieron los gatos. Una semana más tarde, el burgomaestre decidió sobreponerse a sus miedos y acudir, como a un deber, a la morada extrañamente silenciosa; aunque tomó la precaución de hacerse acompañar por Shang el herrero y Thul el picapedrero a modo de testigos. Y cuando hubieron echado abajo la endeble puerta, tan sólo hallaron esto: dos esqueletos humanos, mondos y lirondos, sobre el suelo de tierra, así como gran número de curiosos escarabajos escabulléndose por los rincones en sombras.

Subsecuentemente, hubo muchas discusiones entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el alguacil, discutió largo tiempo con Nith, el enjuto notario; y Kranón y Shang y Thul fueron acosados a preguntas. Incluso Atal, el hijo del ventero, fue interrogado a fondo y recibió una golosina a modo de recompensa. Se habló del viejo campesino y de su esposa, de la caravana de oscuros vagabundos, del pequeño Menes y su gatito negro, de la plegaria de Menes y del cielo durante tal oración, de lo que hicieron los gatos la noche de la partida de la caravana, y de lo que más tarde fue hallado en la choza bajo los árboles oscuros en aquel patio repulsivo.

Y por fin los lugareños aprobaron esa señalada ley que es comentada por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir; a saber, que en Ulthar nadie puede matar a un gato.


lunes, 19 de agosto de 2019

#034 El Holder del Olvido

En cualquier ciudad, en cualquier país, puedes ir a cualquier institución mental o centro de rehabilitación donde puedas llegar por ti mismo. Dirígete a la recepción y pide visitar a aquel que se hace llamar "el portador del olvido". El empleado te mirará a los ojos y "tragará" audiblemente, te guiará a una habitación en las profundidades del edificio, mucho más profundo de lo que creerás posible. El empleado abrirá una puerta, dedicándote una última mirada de temor. Si eres valiente, entra en la habitación. Si eres un cobarde, huye ahora.

Dentro de la habitación, solo habrá una silla. Siéntate en ella. Si en algún momento comienzas a sentir un miedo inexplicable, levántate y corre hacia la salida. Aún eres libre de escapar. Si eliges quedarte, permanece sentado y espera hasta que las luces de la habitación parpadeen. No te levantes de la silla. Por ningún motivo te pares. Si no estás sentado cuando las luces empiecen a parpadear, caerás en el vacío entre ambos mundos y serás una comida para sus grotescos habitantes.

Cuando las luces parpadeen, debes cerrar los ojos de inmediato. Mirar hacia el vacío destruiría tu mente. Solo cuando escuches a un hombre aclararse la garganta podrás abrir de nuevo los ojos. Estarás en un calabozo oscuro, atado a la silla por una red de cadenas de una madera muy oscura. A tu alrededor, habrán muchas cabezas atravesadas por picas enlodadas de sangre, éstas estarán alineadas mirandote, y de pie ante ti estará un hombre vestido con un traje de verdugo. Míralo a los ojos; no muevas la mirada, no muestres el más mínimo atisbo de miedo, ya que si lo haces, él agregará tu cabeza a su colección.

Lo único que puedes decir sin ser decapitado es la siguiente pregunta:

¿Qué vendrá con ellos?

El verdugo reirá inhumanamente, las cabezas empaladas comenzarán a hablar. Te hablarán de horrorosas ejecuciones, te contarán con detalle sus finales individuales, pero no debes apartar la mirada del verdugo, o tú también hablarás de tu muerte. Eventualmente, él hablará de su propia "muerte", te contarán acerca de aquellos que trajeron la desgracia. Cuando termine su relato,se quitará la capucha, revelando una cara esquelética. Con una carcajada, agitará las manos y el mundo, y tú con él, se hundirán en la oscuridad.

Cuando vuelva la luz, estarás sentado tranquilamente en el vestíbulo de la institución. En tu regazo estará la capucha del verdugo.

Esa capucha es el objeto 34 de 538. Has visto lo que traerán consigo ¿los detendrás?



domingo, 18 de agosto de 2019

Te estoy Mirando

Lo había conocido en Facebook. Parecía un buen tipo, su foto de perfil no mostraba mucho, más allá de unos ojos azules cuya expresión no podía descifrar. Tampoco tenía demasiadas fotos en su perfil. Misterioso y evasivo, así era como Madison describía a Ted Perkins, joven de 21 años residente en Arizona. Lo único que esperaba era que no se tratara de un viejo gordo y pervertido que se hiciera pasar por un muchacho. Eso sería patético.

¿Cuándo vas a dejar que te vea?, le escribió en la pequeña ventana del chat que se despegó en la esquina inferior de su pantalla. Ted se tardó en responder. Como de costumbre.

¿Para qué quieres verme?

Solo curiosidad, hemos estado hablando durante más de tres meses, le respondió Madison, riendo para sus adentros.

Aunque existiera la posibilidad de que Ted fuera en realidad viejo y gordo, debía admitir que su charla siempre era interesante, la hacía reír y también sentir en confianza. Lo suficiente como para contarle cosas sobre su vida. Cosas como su horario de la escuela, el instituto al que asistía y como era su casa ubicada en un pequeño suburbio, donde nunca pasaba nada.

¿De verdad te gustaría verme?, le preguntó Ted.

Pues claro bobo, ¡si llevo pidiéndotelo desde hace semanas!, le contestó ella, rodando los ojos. Había que ver que el chico a veces le daba demasiadas vueltas al asunto.

¿No serás un viejo pervertido que trata de engañarme, no?, le insistió, en broma, mientras reía echada sobre el edredón rosa de su cama.

Pasaron cinco minutos sin que Ted respondiese. Madison se había dedicado a comentar las fotos de sus amigas, cuando el chat volvió a parpadear. Su amigo virtual había escrito tres simples palabras.

Te estoy mirando.

Sí, claro, replicó ella, tomándoselo a broma.

Es en serio. Puedo verte.

Vale, ¿qué llevo puesto?

Madison sonrió socarronamente y le dio a la foto de la borrachera que Tammy se había pegado la semana pasada. Si sus padres se enteraran, seguro la dejaban sin salir el resto de su vida. Volvió a mirar el chat y la respuesta de Ted la congeló.

Un top celeste y unos shorts con lunares verdes.

Por un instante, Madison se incorporó y miró hacia todas partes, nerviosa. Vale, siempre cabía la posibilidad de que Ted hubiera adivinado, aunque fue muy específico en los detalles de su prenda inferior.

¿Hackeaste mi cámara web?, escribió, enojada.

Te estoy mirando.

Esto no es gracioso.

Madison bufó. El muy idiota le había hackeado la computadora, era la única explicación. No volvería a confiar en él.

El sonido de un celular hizo eco en el dormitorio. Excepto que no era su teléfono... Madison lo tenía a un lado y ni siquiera estaba encendido. Un escalofrío le recorrió la columna cuando el ruido volvió a repetirse. Miró hacia su armario. Lentamente, se puso de pie y alargó la mano para abrir la puerta. Pero alguien más la abrió desde dentro.

Un tipo con una máscara de cabra la miró desde adentro.

—Sorpresa, Madison.



Calificación:

sábado, 17 de agosto de 2019

La chica de la curva

Siempre he pensado que los humanos somos todos iguales. En la televisión, en la radio, incluso en el cine nos invaden cada día con ideas que tratan de convencernos de que somos diferentes, únicos. Somos el resultado de una formula matemática perfecta que jamas se volverá a repetir en la historia. Pero un día cambie de opinión y comencé a creer en el destino, y en los extraños planes que este guarda para todos y cada uno de nosotros.

Mi historia comienza un día gris, catastrófico, en el que la tragedia me persigue de la misma manera que un gato perseguiría a un ratón. El teléfono suena de repente, es de madrugada, puedo sentir el frío recorriendo mi cuerpo al abandonar el calor de mi cama, y como en sueños, recibo una de las peores noticias de mi vida. «Tu hermana»… «perdió el control de su coche»… «vehículo destrozado»… «no pudimos hacer nada por ella» – frases inconexas provenientes de mi interlocutor que me asestan una puñalada en lo mas profundo de mi estomago y me dejan llorando desesperado como si fuera un niño.

Lo que paso a continuación tan solo puede describirse con la palabra terrible, pues una vez más el teléfono sonó y me arrancó de los brazos de Morfeo. Temblando mientras el agudo timbre me taladraba hasta el fondo del cerebro, levanté el auricular y aquellas palabras resonaron una vez más «¿cuando vendrás a por mi?»,decía la voz de mi difunta hermana en el auricular. Fuera de mis cabales decidí coger mi coche y dirigirme al punto exacto donde sucedió el fatídico accidente.

Tras un angustioso rato de conducción en el que mi cabeza era un torrente de pensamientos, llegué al lugar: tan solo iluminado por los faros delanteros de mi coche aquel lugar parecía un desierto de oscuridad, silencioso y frío como un témpano. Sin detener el motor estuve mirando hacia la oscuridad durante unos minutos en los que presa de mi nerviosismo a punto estuve de creer que alguien se acercaba hacia mi posicion, pero al volver a mirar no había simplemente nadie.

Dí la vuelta y reanudé la marcha de vuelta a casa, cuando de repente una mano fría se apoyó en mi hombro y me hizo dar un golpe de volante que causó que mi automóvil se saliera de la carretera. Debí de golpearme la cabeza contra el volante, porque cuando desperté al cabo de un momento una parte de mi frente comenzaba a sangrar. Aturdido por el golpe y con el miedo apoderándose de mi, miré por el retrovisor y allí estaba el cadáver de mi hermana, vestida de la misma manera que la ultima vez que la vi.

Ella también me miraba directamente a los ojos, y con una voz fría, tan gélida que jamás la podré olvidar, me dijo: «gracias por venir, hermanito. Me alegro mucho de verte, te volveré a llamar pronto». Desde entonces ha pasado mucho tiempo, pero el vacío que Lucia dejo en mi vida no ha podido ser llenado por nada. Son demasiado recurrentes las noches en las que me despierto por que creo volver a escuchar el teléfono de madrugada, y me desvelo inmerso en mi miseria hasta el amanecer. Pero aquella noche, descubrí algo que hasta entonces fui demasiado cobarde para afrontar. Mientras el reloj de mi vecino anunciaba las cuatro de la madrugada, me volvía a despertar sobresaltado por mis pesadillas pero con la diferencia de que esta vez el teléfono volvía a sonar y era tan real como mi respiración.

Con el miedo apoderándose poco a poco de mi, me levante de la cama y me quede mirando en silencio el teléfono mientras su característico sonido se apoderaba de toda la casa. Cuando por fin pude reunir las fuerzas suficientes para levantar el auricular, un sudor frío me recorrió el cuerpo de punta a punta: una voz muy familiar me preguntaba directamente «¿cuando vendrás a por mi?». Enloquecido por lo que acababa de escuchar arrojé el teléfono de la mesa y me quedé petrificado por unos segundos. Lo que acaba de suceder no podía ser real. Mi mente me traicionaba, pues aquella voz era de mi hermana, y mi hermana llevaba mas de un mes muerta.

Cuando pude convencerme de que mi delirio estaba provocado por un mal sueño, volví arrastrándome a mi cama donde agotado, me quedé dormido. A la mañana siguiente cuando desperté pensé que todo había sido una pesadilla, pero al ver el teléfono en el suelo supe que aquello había sido muy real. El día pasó poco a poco y no conseguí reunir la suficiente valía como para hablar con alguien sobre lo sucedido. La noche llegó y con ella el cansancio de mi cuerpo que me pedía que me acostara y olvidara todo en el mundo de los sueños.


Calificación: