viernes, 20 de septiembre de 2019

#085 El Holder de la Tristeza

En cualquier ciudad, en cualquier país ve a alguna institución mental o casa desolada en medio del camino a la que puedas llegar por tus propios medios. Cuando llegues al escritorio pregunta por quien se hace llamar "El portador de la Tristeza", el trabajador se morderá el labio. Vacilante el te guiará a una rústica puerta de hierro oxidado abriéndola ante ti en completo silencio. Cuando estés adentro el trabajador cerrará lenta y silenciosamente.

Oirás muchos gritos de las almas torturadas a unos metros de tí, si en algún momento los gritos se detienen debes comenzar a gritar rápidamente desde el fondo de tus pulmones: "No siento lástima por ti". Si no comienzan a gritar nuevamente, espera una muerte rápida, es inútil correr; Pero si los gritos regresan debes continuar caminando hasta que una luz tenue se vea frente a tí, cuando esto ocurra inmediatamente debes detenerte y mirarla.


Te sentirás tentado a mirar las caras atormentadas que cuelgan de las paredes pidiendo tu ayuda. No respondas a sus llantos porque si apartas tus ojos de la luz tu mente se romperá al instante y en tu reflexión se saldrán tus ojos.

La luz mostrará a un hombre de pie frente a ti dándote la espalda, la presencia causara que los gritos a tu alrededor disminuyan y él solo responderá a una sola pregunta "¿Quién se salvará cuando se unan?". El se volteará para encontrarse con tu mirada y contestará la pregunta con detalles insoportables, no interrumpas su discurso ya que lo que pasaría si lo haces no podria describirse ni siquiera por el criminal más enfermo de la historia.

Cuando termine te entregará lo que parece ser una piedra ordinaria, mientras se aleja de ti el resplandor de la luz desaparecerá. Las palabras comenzarán a sonar en tu mente: "El que esté libre de pecado arrojará la primera piedra". Cierra tus ojos y cuenta hasta diez, cuando los abras estarás de pie frente al edificio inicial.



La piedra es el objeto 85 de 538. Solo se puede lanzar cuando todos se reúnan.

jueves, 19 de septiembre de 2019

El Árbol - H.P. Lovecraft

Título Original: The Tree
Autor: H. P. Lovecraft
Nacionalidad: EEUU
Año de publicación: Octubre, 1921

El Árbol


En una verde ladera del monte Menalo, en Arcadia, se halla un olivar en torno a las ruinas de una villa. Al lado se encuentra una tumba, antaño embellecida con las más sublimes esculturas, pero sumida ahora en la misma decadencia que la casa. A un extremo de la tumba, con sus peculiares raíces desplazando los bloques de mármol del Pentélico, mancillados por el tiempo, crece un olivo antinaturalmente grande y de figura curiosamente repulsiva; tanto se asemeja a la figura de un hombre deforme, o a un cadáver contorsionado por la muerte, que los lugareños temen pasar cerca en las noches en que la luna brilla débilmente a través de sus ramas retorcidas.

El monte Menalo es uno de los parajes predilectos del temible Pan, el de la multitud de extraños compañeros, y los sencillos pastores creen que el árbol debe tener alguna espantosa relación con esos salvajes silenos; pero un anciano abejero que vive en una cabaña de las cercanías me contó una historia diferente.

Hace muchos años, cuando la villa de la cuesta era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Calos y Musides. La belleza de su obra era alabada de Lidia a Neápolis, y nadie osaba considerar que uno sobrepasaba al otro en habilidad. El Hermes de Calos se alzaba en un marmóreo santuario de Corinto, y la Palas de Musides remataba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Calos y Musides, y se asombraban de que ninguna sombra de envidia artística enfriara el calor de su amistad fraternal.

Pero aunque Calos y Musides estaban en perfecta armonía, sus formas de ser no eran iguales. Mientras que Musides gozaba las noches entre los placeres urbanos de Tegea, Calos prefería quedarse en casa; permaneciendo fuera de la vista de sus esclavos al fresco amparo del olivar. Allí meditaba sobre las visiones que colmaban su mente, y allí concebía las formas de belleza que posteriormente inmortalizaría en mármol casi vivo. Los ociosos, por supuesto, comentaban que Calos se comunicaba con los espíritus de la arboleda, y que sus estatuas no eran sino imágenes de los faunos y las dríadas con los que se codeaba… ya que jamás llevaba a cabo sus trabajos partiendo de modelos vivos.

Tan famosos eran Calos y Musides que a nadie le extrañó que el tirano de Siracusa despachara enviados para hablarles acerca de la costosa estatua de Tycho que planeaba erigir en su ciudad. De gran tamaño y factura sin par había de ser la estatua, ya que habría de servir de maravilla a las naciones y convertirse en una meta para los viajeros. Honrado más allá de cualquier pensamiento resultaría aquel cuyo trabajo fuese elegido, y Calos y Musides estaban invitados a competir por tal distinción. Su amor fraterno era de sobra conocido, y el astuto tirano conjeturaba que, en vez de ocultarse sus obras, se prestarían mutua ayuda y consejo; así que tal apoyo produciría dos imágenes de belleza sin par, cuya hermosura eclipsaría incluso los sueños de los poetas.

Los escultores aceptaron complacidos el encargo del tirano, así que en los días siguientes sus esclavos pudieron oír el incesante picoteo de los cinceles. Calos y Musides no se ocultaron sus trabajos, aun cuando se reservaron su visión para ellos dos solos. A excepción de los suyos, ningún ojo pudo contemplar las dos figuras divinas liberadas mediante golpes expertos de los bloques en bruto que las aprisionaban desde los comienzos del mundo.

De noche, al igual que antes, Musides frecuentaba los salones de banquetes de Tegea, mientras Calos rondaba a solas por el olivar. Pero, según pasaba el tiempo, la gente advirtió cierta falta de alegría en el antes radiante Musides. Era extraña, comentaban entre sí, que esa depresión hubiera hecho presa en quien tenía tantas posibilidades de alcanzar los más altos honores artísticos. Muchos meses pasaron, pero en el semblante apagado de Musides no se leía sino una fuerte tensión que debía estar provocada por la situación.

Entonces Musides habló un día sobre la enfermedad de Calos, tras lo cual nadie volvió a asombrarse ante su tristeza, ya que el apego entre ambos escultores era de sobra conocido como profundo y sagrado. Por tanto, muchos acudieron a visitar a Calos, advirtiendo en efecto la palidez de su rostro, aunque había en él una felicidad serena que hacía su mirada más mágica que la de Musides… quien se hallaba claramente absorto en la ansiedad, y que apartaba a los esclavos en su interés por alimentar y cuidar al amigo con sus propias manos. Ocultas tras pesados cortinajes se encontraban las dos figuras inacabadas de Tycho, últimamente apenas tocadas por el convaleciente y su fiel enfermero.

Según desmejoraba inexplicablemente, más y más, a pesar de las atenciones de los perplejos médicos y las de su inquebrantable amigo, Calos pedía con frecuencia que le llevaran a la tan amada arboleda. Allí rogaba que lo dejasen solo, ya que deseaba conversar con seres invisibles. Musides accedía invariablemente a tales deseos, aunque con lágrimas en los ojos al pensar que Calos prestaba más atención a faunos y dríadas que a él. Al cabo, el fin estuvo cerca y Calos hablaba de cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió un sepulcro aún más hermoso que la tumba de Mausolo, pero Calos le pidió que no hablara más sobre glorias de mármol. Tan sólo un deseo se albergaba en el pensamiento del moribundo: que unas ramitas de ciertos olivos de la arboleda fueran depositadas enterradas en su sepultura… junto a su cabeza. Y una noche, sentado a solas en la oscuridad del olivar, Calos murió.

Hermoso más allá de cualquier descripción resultaba el sepulcro de mármol que el afligido Musides cinceló para su amigo bienamado. Nadie sino el mismo Calos hubiera podido obrar tales bajorrelieves, en donde se mostraban los esplendores del Eliseo. Tampoco descuidó Musides el enterrar junto a la cabeza de Calos las ramas de olivo de la arboleda.

Cuando los primeros dolores de la pena cedieron ante la resignación, Musides trabajó con diligencia en su figura de Tycho. Todo el honor le pertenecía ahora, ya que el tirano no quería sino su obra o la de Calos. Su esfuerzo dio cauce a sus emociones y trabajaba más duro cada día, privándose de los placeres que una vez degustaría. Mientras tanto, sus tardes transcurrían junto a la tumba de su amigo, donde un olivo joven había brotado cerca de la cabeza del yaciente. Tan rápido fue el crecimiento de este árbol, y tan extraña era su forma, que cuantos lo contemplaban prorrumpían en exclamaciones de sorpresa, y Musides parecía encontrarse a un tiempo fascinado y repelido por él.

A los tres años de la muerte de Calos, Musides envió un mensajero al tirano, y se comentó en el ágora de Tegea que la tremenda estatua estaba concluida. Para entonces, el árbol de la tumba había alcanzado asombrosas proporciones, sobrepasando al resto de los de su clase, y extendiendo una rama singularmente pesada sobre la estancia en la que Musides trabajaba. Mientras, muchos visitantes acudían a contemplar el árbol prodigioso, así como para admirar el arte del escultor, por lo que Musides casi nunca se hallaba a solas. Pero a él no le importaba esa multitud de invitados; antes bien, parecía temer el quedarse a solas ahora que su absorbente trabajo había tocado a su fin. El poco alentador viento de la montaña, suspirando a través del olivar y el árbol de la tumba, evocaba de forma extraña sonidos vagamente articulados.

El cielo estaba oscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea. De sobra era sabido que llegaban para hacerse cargo de la gran imagen de Tycho y para rendir honores imperecederos a Musides, por los que los próxenos les brindaron un recibimiento sumamente caluroso. Al caer la noche se desató una violenta ventolera sobre la cima del Menalo, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder descansar a gusto en la ciudad. Hablaron acerca de su ilustrado tirano, y del esplendor de su ciudad, refocilándose en la gloria de la estatua que Musides había cincelado para él.

Y entonces los hombres de Tegea hablaron acerca de la bondad de Musides, y de su hondo penar por su amigo, así como de que ni aun los inminentes laureles del arte podrían consolarlo de la ausencia del Calos, que podría haberlos ceñido en su lugar. También hablaron sobre el árbol que crecía en la tumba, junto a la cabeza de Calos. El viento aullaba aún más horriblemente, y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus preces a Eolo.

A la luz del día, los próxenos guiaron a los mensajeros del tirano cuesta arriba hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno había realizado extrañas hazañas. El griterío de los esclavos se alzaba en una escena de desolación, y en el olivar ya no se levantaban las resplandecientes columnatas de aquel amplio salón donde Musides soñara y trabajara. Solitarios y estremecidos penaban los patios humildes y las tapias, ya que sobre el suntuoso peristilo mayor se había desplomado la pesada rama que sobresalía del extraño árbol nuevo, reduciendo, de una forma curiosamente completa, aquel poema en mármol a un montón de ruinas espantosas.

Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados, contemplando la catástrofe causada por el grande, el siniestro árbol cuyo aspecto resultaba tan extrañamente humano y cuyas raíces alcanzaban de forma tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y desmayo aumentó al buscar entre el derruido aposento, ya que del noble Musides y de su imagen de Tycho maravillosamente cincelada no pudo hallarse resto alguno. Entre aquellas formidables ruinas no moraba sino el caos, y los representantes de ambas ciudades se vieron decepcionados; los siracusanos porque no tuvieron estatua que llevar a casa; los tegeanos porque carecían de artista al que conceder los laureles.

No obstante, los siracusanos obtuvieron una espléndida estatua en Atenas, y los tegeanos se consolaron erigiendo en el ágora un templo de mármol que conmemoraba los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.

Pero el olivar aún está ahí, así como el árbol que nace en la tumba de Calos, y el anciano abejero me contó que a veces las ramas susurran entre sí en las noches ventosas, diciéndose una y otra vez: ¡Oιδά! ¡Oιδά!. ¡Yo sé! ¡Yo sé!




Howard Phillips Lovecraft




miércoles, 18 de septiembre de 2019

Tzimisce

Como todos los clanes, los Tzimisce remontan sus orígenes a Enoch, la ciudad que Caín, el Primer Vampiro, construyó. Para aliviar su soledad Abrazó a tres chiquillos, que a su vez se convirtieron en los progenitores de la Tercera Generación de los Vástagos, mejor conocida como los Antediluvianos. Contrariamente a los rumores extendidos por otros clanes, y entre los jóvenes Tzimisce, el Antediluviano del clan de los Demonios no nació en las agrestes tierras de los Cárpatos, sino en Mesopotamia. Como ocurre con los Antediluvianos, el nombre del Progenitor se desconoce y la palabra Tzimisce es sencillamente un nombre conveniente surgido de las nieblas medievales, que significa “La Bestia” o “El Monstruo”, provocado por el temor y la desconfianza de otros vampiros hacia sus extraños congéneres. Monstruos, Demonios, Engendros son apodos frecuentes para los vampiros del Clan, de los cuales muchos miembros se regocijan. Sin embargo, en los primeros tiempos, eran conocidos mediante otros epítetos menos despectivos, como “Escultores” y “Dragones”.

De hecho aún en nuestros días, algunos antiguos orgullosos de su linaje prefieren utilizar el nombre de “Dracul”, que puede interpretarse indistintamente como Dragón o Demonio. Para los Tzimisce, el Dragón en sus diversas formas constituye un símbolo del cambio que tanto aprecian, no tanto por su apariencia sino por su potencial. De todos los Vástagos son sin duda el linaje que mayor influencia ha ejercido sobre la definición de la figura del vampiro: strigoi, moroii, varcolaci, pricolici, oper, vidme, diavoloace y muchos nombres más han sido adoptados por el folclore mortal para describir las depredaciones de los terribles descendientes de Tzimisce. En las leyendas del clan el progenitor Tzimisce recibe a menudo el nombre de El Mayor o el Mas Viejo, para indicar su ascendencia sobre sus descendientes. Sin embargo, algunos eruditos consideran que tal vez podría referirse a que Tzimisce fue Abrazado a una edad muy avanzada, siendo en los cómputos mortales el mayor de los Antediluvianos. Según la mayoría de las fuentes de los historiadores Tzimisce, el progenitor fue Abrazado por Enosh o Ynosh el Sabio, que por aquella época buscaba un medio de liberarse de las caóticas impurezas que creía asociadas a la Bestia de los vampiros y a su frenesí. Si conseguía purificarse, el dominio de la Bestia sobre su alma se debilitaría e incluso podría llegar a desaparecer. Mediante su fuerza de voluntad y un gran esfuerzo Ynosh extrajo las cualidades más caóticas y primordiales de su cuerpo y las escupió en un recipiente mortal, Tzimisce, que por entonces era un mago, vidente y oráculo de cierta reputación. Se desconoce si Tzimisce fue Abrazado por la fuerza o si se sometió al Abrazo voluntariamente. En cualquier caso parece que Ynosh creía que su chiquillo no sobreviviría y que su esencia maldita lo consumiría por completo.

Sin embargo, para su sorpresa, Tzimisce no sólo consiguió sobrevivir sin convertirse en un terrible monstruo, al menos no visiblemente, y el nuevo vampiro no mostraba mayor degeneración ni ferocidad que sus hermanos. Se dice que en un acto de compasión Ynosh permitió vivir a su nuevo chiquillo, pero no es descartable la posibilidad de que tal vez el hijo de Caín hubiera previsto el resultado de su “experimento”. Es posible que los poderes mágicos de Tzimisce le hubieran ayudado a sobrellevar la transformación que previsiblemente iba a causar su destrucción. La mezcla del Don de Caín con el suyo propio le proporcionó una nueva visión y el deseo de Trascender su estado. Pero el experimento de Ynosh también tuvo otra consecuencia inesperada: proporcionó a Tzimisce una naturaleza fluida y el poder de controlar la carne como si fuera arcilla viviente - con un enorme potencial que le daría el sobrenombre de Escultor. El Más Viejo fue uno de los primeros Antediluvianos, aunque a menudo permaneció apartado de sus hermanos, que lo consideraban “extraño”. Algunos incluso murmuraron contra él y sus poderes de hechicero y afirmaron que había pactado con demonios. Pero Tzimisce se despreocupó, concentrado en sus propios estudios y conocimientos y vio lo que el Destino tenía deparado para los vampiros. Los mortales prosperaban y aumentaban en número, mientras que los vampiros se estancaban o degeneraban. Finalmente los mortales gobernarían, obligando a los Cainitas a ocultarse en las sombras.

Era inevitable. Asimismo, con el paso del tiempo, Tzimisce percibió que su sed de sangre aumentaba y la esencia de bestias y mortales ya no saciaba sus apetitos como antes, demandando más y más, y el ansia parecía aumentar década tras década. Finalmente la sangre de los mortales ya no podría sustentarla, y tendría que recurrir a la vitae de los vampiros y si transcurrieran suficientes eones podría incluso llegar a perecer. Con estos pensamientos en mente, el Más Viejo pasó los años meditando en reclusión, cambiando y adaptando formas mortales y legendarias, buscando una forma de liberarse de su sed maldita. Estudió la antigua hechicería, esperando encontrar respuestas pero no conseguía dominar las necesidades de la Bestia, porque aunque podía cambiar de forma no podía cambiar su esencia: la adaptación de los mortales le estaba vedada en su nuevo estado. La búsqueda de Tzimisce lo llevó a distanciarse cada vez más de sus hermanos y hermanas, que sentían cierto temor hacia él, viendo como ignoraba por completo a los mortales que eran simple ganado para su sustento y como podía utilizar la carne, el hueso y las entrañas como el hilo de un telar. En algunas leyendas se cuenta que sus hermanos se aterrorizaron cuando se enfrentó a Nosferatu el vanidoso y retorció su belleza es una tosca parodia que transmitiría a sus descendientes. Otras leyendas dicen que fue Tzimisce quien dio a Arikel su belleza ultraterrenal, pero comúnmente está aceptado que fue Caín quien maldijo a todos los clanes, aunque los Tzimisce consideran al Primer Vampiro inferior al Más Viejo.


#035 El Holder del Miedo

En cualquier ciudad, en cualquier país ve a cualquier institución mental o casa desolada en medio del camino a la que puedas llegar por tus propios medios, cuando llegues al mostrador pregunta por quien se hace llamar "El Portador del Miedo". Si es el momento adecuado el asistente te guiará hacia un clóset sin suelo donde, con una sonrisa maliciosa, te empujará al vacío cerrando la puerta.

Mientras caes por el abismo no sentirás miedo, si lo haces golpearás el piso inmediatamente y te encontrarás con una muerte espantosa. Si permaneces resuelto, tu caída se volverá cada vez más lenta, dejándote en una oscura habitación en la cual solo debes hablar para hacer una pregunta: "¿Cuál es su arma?".

Inmediatamente la habitación se iluminará, rodeándote estará todo aquello que temes y en el centro verás a una criatura que te causara el mayor temor, No debes encogerte ni alejarte de esa criatura o te desmembrará de la forma más dolorosa posible.

Deberás mirar fijamente a tu mayor temor mientras el te cuenta una historia con un detalle insoportable, te contará todos los miedos del mundo desde los más pequeños a los más grandiosos en todo su horror. Ahora puedes confesarle todos tus miedos a la criatura sin mirar alrededor de la habitación, si te pierdes incluso uno serás consumido por tu propio terror, sin dejar nada más que un cáscara vacía.

Si confesas todos tus temores la criatura gritará y éste grito te enviará a través de la pared detrás de ti. Cuando dejes de moverte verás el clóset de antes y en él habrá un espejo.


Ese espejo es el objeto 35 de 583. Refleja tu miedo mpas grande y esa es su arma.

martes, 17 de septiembre de 2019

El Ser en el Umbral - H.P. Lovecraft

Título Original: The thing on the Doorstep
Autor: Howard Phillip Lovecraft
Nacionalidad: EEUU
Año de publicación: Enero, 1937


El ser en el umbral.


Admito que he disparado seis balas la cabeza de mi mejor amigo. Ahora bien, pese a esta confesión, me propongo demostrar que no puedo considerarme un asesino. Muchos dirán que estoy loco tal vez bastante más loco que el hombre a quien di muerte en una de las celdas del manicomio de Arkham. Confió en que mis lectores juzguen los elementos que iré relatando, los contrapongan con las evidencias conocidas y lleguen a preguntarse si alguien podría haber tenido una conducta distinta a la mía frente a un horror como el que debí experimentar, ante aquel ser en el umbral. Hasta cierto momento, muy al comienzo, no alcancé a ver más que locura en las singulares historias que paulatinamente me fueron envolviendo.

Aún hoy me pregunto si mi percepción era la correcta o si, a pesar de mi convicción, también yo no estaré extraviado en la demencia. No puedo saberlo a ciencia cierta; sin embargo existen otros que pueden contar, sí quieren, cosas muy extrañas acerca de Edward y Asenath Derby. Ni siquiera los pragmáticos policías saben cómo explicar aquella visita final cuya memoria tratan de abandonar. Rutinariamente han elaborado la endeble teoría de un terrible escarnio o venganza de unos criados despedidos, pero aun ellos saben en su fuero íntimo que la verdad es más más vasta, terrible y casi increíble. Como decía, afirmo que no soy el asesino de Edward Derby. Por el contrario: he sido un vengador y con mi acto ahorré al mundo un horror que, si sobreviviera, podría haber causado una insospechable devastación en toda la humanidad. Junto a nuestros rutinarios senderos cotidianos existen regiones de sombras; de tanto en tanto algún alma maligna avanza desde ellos hacia nosotros. Si alguien advierte esa incursión tiene la obligación moral de aniquilarla sin piedad sí no quiere exponerse a pagar un inmenso y terrible precio.

Edward Pickman Derby era alguien a quien conocía de toda la vida. Si bien ocho años menor que yo, lo cierto era que cuando yo tenía dieciséis, ya manteníamos muchos intereses en común. Nunca he conocido a un estudiante más genial que él: a los siete era ya un consumado poeta de versos lóbregos, fantásticos, morbosos, que causaban el asombro de sus preceptores. Tal vez la razón de su precocidad deba buscarse en la esmerada educación privada que recibió desde muy temprano y en los excesivos mimos que colmaron su existencia. Fue hijo único, con fragilidades físicas que fueron desvelo de sus amantísimos padres, quienes no dejaban que en ningún momento estuviera fuera del alcance de la vista y de sus excedidos cuidados. Nunca nadie lo vio fuera de su casa sin estar flanqueado por su niñera y podría decirse que jamás llegó a jugar libremente con los demás niños. Todos estos factores operaron sin duda alguna forjando en el joven Derby una vida interior peculiar, reservada, reprimida, con una sola vía de escape: la imaginación.

Consecuentemente, sus estudios lo revelaron como un joven sorprendente, de noble capacidad, y su pasión por escribir me maravilló desde un comienzo, pese a que lo aventajaba en casi diez años. Por esa época yo mismo estaba atraído por singulares inclinaciones artísticas hacía lo grotesco, característica que me hizo encontrar en aquel joven un espíritu gemelo. Compartíamos un mismo entusiasmo por lo tenebroso y lo fantástico, pasión que descargábamos inicialmente en la antigua, decrépita y ciertamente amenazante ciudad en la que ambos vivíamos: la encantada y mágica Arkham, cuyos arracimados y desvencijados tejados de tipo holandés y desgastadas balaustradas georginas desgranaban el paso del tiempo junto a las márgenes de las sibilantes y negras aguas del río Miskatonic.

Con el correr del tiempo, terminé por decidirme a seguir estudios de arquitectura y archivé el proyecto de ilustrar un libro con los siniestros poemas de Edward, sin que ese renunciamiento significara la menor mella para nuestra amistad. El exuberante talento del joven Derby continuó manifestándose con el mismo brillo de sus primeros tiempos y apenas cumplidos los dieciocho años, una recopilación de sus oníricos poemas, titulada Azathoth and Others Horrors, provocó una encrespada reacción entre la crítica. Por entonces mantenía una estrecha correspondencia con el famoso poeta baudelairiano Justín Geoffrey. el autor de The People of the Monolith, el mismo que murió en medio de alaridos en 1926 en un manicomio, tras visitar un ominoso poblado de Hungría cuya memoria es mejor no conservar.

Sin embargo, en materia de autoestima y resolución de cuestiones prácticas, la mimada existencia a que había sido acostumbrado convertía a Edward en un verdadero desastre. Al cabo del tiempo, su salud fue mejorando; todo lo contrario ocurrió con sus costumbres de dependencia infantil inculcadas por padres extraordinariamente sobreprotectores. Era natural entonces que de mayor mostrara una exasperante incapacidad para cuestiones tales como viajar solo, tomar decisiones o asumir responsabilidades. Rápidamente advirtió que sin duda su futuro no estaba en el campo de los negocios o en el profesional. Pero ni él ni la familia se preocuparon demasiado puesto que el patrimonio familiar era lo suficientemente cuantioso como para demorarse siquiera en estas preocupaciones. En plena madurez conservaba el mismo aspecto de rozagante y engañosa juventud de sus tiempos de estudiante.

Rubio, de ojos azules, con el cutis de un niño; sólo después de muchos sacrificios lograba que los demás reparasen en sus intentos de dejarse el bigote. Su voz era suave y nítida; la tranquila vida que llevaba le permitía conservar un saludable y estilizado aspecto juvenil desestimando ‘la proverbial panza que delataba casi siempre una madurez prematura. Tenía una estatura conveniente y sus hermosas facciones le habrían permitido ser un cotizado galán sí su timidez no hubiese representado una infranqueable barrera para tales frivolidades que en él siempre eran conjuradas con una prudente reclusión en el mundo de los libros.

Sus padres lo llevaban a Europa todos los veranos, por lo que no demoró demasiado en captar con perspicacia los rasgos más nítidos del pensamiento y la expresión artística del viejo continente. Paralelamente, su talento, de extracción claramente asociable a Poe, fue degradándose mientras Otros fantasmas e inclinaciones artísticas iban naciendo en él. Era el tiempo en que nos sumíamos en interminables discusiones. Por entonces yo ya había conseguido licenciarme en Harvard, había trabajado en un estudio de arquitecto en Boston, había contraído enlace y había regresado a Arkham a ejercer la profesión.

Me había instalado en la casa familiar de Saltonstalí Street, ya que mi padre decidió trasladarse a Florida debido a su salud. Todas las tardes recibía la visita de Edward, con lo que en poco tiempo fue considerado como un familiar más de la casa. Era inconfundible su manera de tocar el timbre o de golpear en el llamador, características que con el tiempo acabaron convirtiéndose en contraseña. Así, todos nos preparábamos después de la cena para escuchar los tres golpes secos que, luego de una pausa, eran acompañados de otros igualmente secos. La frecuencia con que yo iba a su casa era mucho menor, donde me entretenía en admirar los antiguos volúmenes que con ritmo sostenido acrecentaba su biblioteca.

Derby obtuvo su licenciatura en la Universidad de Miskatonic; era natural que así fuese ya que sus padres no le habrían dejado vivir por nada del mundo fuera del alcance de sus cuidados personales. Llegó a la Universidad a los dieciséis años y tres años después ya era licenciado en literatura francesa e inglesa, con las mejores notas en todas las materias, excepto en matemáticas y ciencias. Hizo escasas y nulas amistades con los demás estudiantes, por más que fue perceptible una cierta admiración por ese grupo de jóvenes a los que cabria denominar audaces, bohemios, vanguardistas, cuyas costumbres iconoclastas, lenguaje ingenioso y poses irritantes le habría gustado imitar. El tránsito por esas regiones literarias lo empujó hacia los rincones esotéricos y mágicos, saberes sobre los que la biblioteca de Miskatoníc contaba, y aún cuenta, con volúmenes de una riqueza que la han hecho justamente famosa.

Se convirtió en un voraz especialista en estos temas. A espaldas de sus padres, se entregaba a consumir cosas tales como el horrible, Book of Echínoderm, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt y el ancestral Necronomicón del enajenado árabe Abdul Alhazred. Edward contaba con veinte años cuando nació mi primer y único hijo, y pareció muy complacido al saber que le pondría de nombre Edward Derby Upton como homenaje a él. Cumplidos los veinticinco años, Edward era hombre afamado por su inmensa cultura, poeta y narrador de relatos muy conocidos entre el público, pero no obstante en su obra aparecía con claridad la carencia de relaciones humanas y el exceso de formación puramente libresca que aquejaba a su autor.

Sin duda, yo era su amigo más cercano. El me proporcionaba una cantera inagotable de tópicos teóricos. Por su parte, él buscaba mí opinión sobre los temas que no quería consultar con sus padres. Continuaba soltero, aunque cabe señalar que más por timidez, negligencia y sobreprotección paterna que por genuina opción al celibato. Al desatarse la guerra, su mala salud y los rasgos más ostensibles de su personalidad determinaron que se quedara en casa. Mi destino inicial fue Plattsburg, aunque en los hechos nunca llegué a cruzar el Atlántico.

Así transcurrió el tiempo. Cuando Edward tenía treinta y cuatro años, falleció su madre, hecho que lo sumió en una suerte de bloqueo psicológico que le produjo una inactividad total. Su padre se lo llevó de nuevo a Europa, donde logró reponerse de la enfermedad en forma aparentemente total. Poco después se sintió asaltado por una extraña euforia, como si se hubiera liberado de un opresivo cautiverio. Fueron los tiempos en que se le veía siempre junto al grupo de estudiantes a los que se consideraba vanguardistas y tomó parte en ciertos actos de gran turbulencia. Cierta vez fue objeto de un chantaje y debió pagar —con dinero que le presté yo— una crecida suma para que alguien no contara al padre su intervención en un asunto por cierto turbio. Los rumores que circulaban sobre la violenta banda de Miskatonic eran realmente alarmantes. Se llegó a hablar de magia negra y de ejecución de actos que estaban más allá de todo lo sensatamente creíble.