martes, 1 de octubre de 2019

William Willson - Edgar Allan Poe

Autor: Edgar Allan Poe
Nacionalidad: EEUU
Año de publicación: Octubre, 1983


William Wilson.

¿Qué dices de ella?
¿Qué dices de la conciencia torva,
ese espectro en mi sendero?

(Chamberlayne, Pharronida)

Permitan que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancillarse con mi verdadero nombre. Éste ya ha sido el exagerado objeto del escarnio, horror y odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado de todos los exiliados! ¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, limitada, ¿no flota eternamente entre tus esperanzas y el cielo?

Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos años de indecible desdicha y de crimen imperdonable. Esa época (esos años recientes) llegaron súbitamente al cénit de la depravación, cuyo origen es lo único que en el presente me propongo señalar. Por lo común, los hombres caen gradualmente en la vileza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se desprendió de mi cuerpo como si fuera un sudario. De una maldad comparativamente trivial pasé, con el paso de un gigante, a enormidades peores que las de un Heliogábalo.

Acompáñenme en el relato de la oportunidad, del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La muerte se acerca, y la sombra que la precede ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi espíritu. Al atravesar el valle de las penumbras, anhelo la comprensión —casi dije la piedad— de mis semejantes. Desearía que creyeran que, en cierta medida, he sido esclavo de circunstancias que exceden el control humano. Desearía que, en los detalles que daré, buscaran algún pequeño oasis de fatalidad en un páramo de errores. Desearía que admitieran —y no pueden menos que hacerlo— que aunque hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así tentado y, sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta manera? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima del horror y del misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?

Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente excitable la destacó en todo momento; y desde la más tierna infancia di muestras de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y se convirtió por muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de acusado perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más extravagantes caprichos, y víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres de espíritu, mentalmente débiles y asaltados por enfermedades constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron hacer para contener las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos flojos y mal dirigidos terminaron en un completo fracaso para ellos y, naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante mi voz fue ley en esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores, quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de derecho, en dueño de mis actos.

Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa isabelina, amplia e irregular, en un pueblo de Inglaterra cubierto de niebla, donde se alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde todas las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado campanario gótico se engastaba y dormía.

Tal vez el mayor placer que me es dado alcanzar hoy en día sea el demorarme en recuerdos de la escuela y todo lo que con ella se relaciona. Empapado como estoy por la desgracia -una desgracia, ¡ay! demasiado real- se me perdonará que busque alivio, aunque leve y efímero, en la debilidad de algunos detalles por vagos que sean. Esos detalles, triviales y hasta ridículos en sí mismos, asumen en mi imaginación una extraña importancia por estar relacionados con una época y un lugar en donde reconozco la presencia de las primeras ambiguas admoniciones del destino que después me envolvieron tan completamente en su sombra. Permítanme, entonces, que recuerde.

Ya he dicho que la casa era antigua e irregular. Se erguía en un terreno extenso y un alto y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de cemento y de vidrios rotos, rodeaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, era el límite de nuestros dominios; lo que había más allá sólo lo veíamos tres veces por semana: una vez los sábados a la tarde cuando, acompañados por dos preceptores, se nos permitía realizar un breve paseo en grupo a través de alguno de los campos vecinos; y dos veces durante el domingo, cuando marchábamos de modo igualmente formal a los servicios matinales y vespertinos de la iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor de la iglesia. ¡Con qué profunda sorpresa y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros bancos lejanos, cuando con paso solemne y lento subía al púlpito! Ese hombre reverente, de semblante tan modestamente benigno, de vestiduras tan brillosas y clericalmente ondulantes, de peluca minuciosamente empolvada, rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que poco antes, con rostro amargo y ropa manchada de rapé, administraba, férula en mano, las leyes draconianas de la escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!

En un ángulo de la voluminosa pared rechinaba una puerta aun más voluminosa. Estaba remachada y tachonada con tomillos de hierro y coronada con picas dentadas del mismo metal. ¡Qué impresión de profundo temor inspiraba! Nunca se abría, salvo para las tres salidas y regresos mencionados; por eso, en cada crujido de sus enormes goznes encontrábamos la plenitud del misterio, un mando de asuntos para solemnes comentarios o para aun más solemnes meditaciones.

El extenso muro era de forma irregular, con abundantes recesos espaciosos. De éstos, tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. El piso estaba nivelado y cubierto de grava fina y dura. Recuerdo bien que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Por supuesto que quedaba en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, plantado con boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en contadas ocasiones, como el día de llegada o el de partida del colegio o quizás, cuando algún padre o amigo nos pasaba a buscar y nos íbamos alegremente a disfrutar de la Navidad o de las vacaciones de verano a nuestras casas.

¡Pero la casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! Y para mí, ¡qué palacio encantado! Realmente sus recovecos eran infinitos, así como sus incomprensibles subdivisiones. En cualquier momento resultaba difícil afirmar con seguridad en cuál de sus dos pisos nos hallábamos.

Entre un cuarto y otro siempre había tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Además, las alas laterales eran innumerables —inconcebibles— y volvían de tal modo sobre sí mismas que nuestras ideas más exactas con respecto a la casa en sí, no diferían demasiado de las que teníamos sobre el infinito. Durante los cinco años de mi residencia, nunca pude cerciorarme con precisión de en qué remoto lugar estaban situados los pequeños dormitorios que nos habían asignado a mí y a otros dieciocho o veinte alumnos.

El aula era el cuarto más grande de la casa -y desde mi punto de vista- el más grande del mundo entero. Era muy largo, angosto y desconsoladamente bajo, con puntiagudas ventanas góticas y cielo raso de roble. En un ángulo remoto y aterrorizante había un cerramiento cuadrado de unos ocho o diez pies, allí se encontraba el sanctum donde rezaba "entre una clase y otra" nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una estructura sólida, de puerta maciza, y antes de abrirla en ausencia del "dómine" hubiéramos preferido morir por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos cerramientos similares sin duda mucho menos reverenciados, pero no por eso menos motivo de terror. Uno de ellos era la cátedra del preceptor "clásico", otro el correspondiente a "inglés y matemáticas". Dispersos por el salón, entrecruzados en interminable irregularidad, había innumerables bancos y pupitres, negros, viejos, carcomidos por el tiempo, tapados por pilas de libros manoseados, y tan cubiertos de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían perdido lo poco que en lejanos días les quedaba de su forma original. En un extremo del salón había un inmenso balde de agua, y en el otro un reloj de formidables dimensiones.

Encerrado entre las macizas paredes de esta venerable academia, pasé sin tedio ni disgustos los años del tercer lustro de mi vida.

El fecundo cerebro de la infancia no requiere que lo ocupen o diviertan los sucesos del mundo exterior; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba repleta de excitaciones más intensas que las que mi juventud obtuvo del lujo, o mi edad madura del crimen. Sin embargo debo creer que mi primitivo desarrollo mental ya salía de lo común... y hasta tenía mucho de outré. Por lo general, los acontecimientos de la infancia no dejan un recuerdo definido en el hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea, —un recuerdo débil e irregular— una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no es así. En la infancia debo haber sentido con la energía de un hombre lo que ahora encuentro estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.

Y sin embargo —desde un punto de vista mundano— ¡qué poco había allí para recordar! Despertar por la mañana, el llamado nocturno a acostarse, los estudios, los recitados; las vacaciones periódicas y los paseos; el campo de juegos con sus peleas, sus pasatiempos, sus intrigas... todo eso que por obra de un hechizo mental totalmente olvidado después, llegaba a abarcar una multitud de sensaciones, un mundo de ricos incidentes, un universo de variadas emociones, de la más apasionada y entusiasta excitación. "¡Oh, le bon temps, que ce siècle de fer!"

En verdad, el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza imperiosa pronto me destacaron de mis condiscípulos y suave, pero naturalmente, fui ganando ascendiente sobre todos los que no eran mucho mayores que yo; sobre todos... con una única excepción. La excepción fue un alumno que sin ser pariente mío, llevaba mi mismo nombre y apellido; una circunstancia poco destacable porque pese a mi ascendencia noble, el mío era uno de. esos apellidos comunes que, desde tiempos inmemoriales, parecen haber pasado a ser propiedad de la plebe. En este relato me he denominado William Wilson, nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero. Sólo mi tocayo, entre los que según la fraseología del colegio formaban nuestro "grupo", se atrevía a competir conmigo en el estudio, —en los deportes y rencillas del campo de juegos— negándose a creer ciegamente en mis afirmaciones y a someterse a mis deseos... en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitraria dictadura. Si existe en la tierra un despotismo supremo e ilimitado es el despotismo que ejerce en la juventud una mente superior sobre los espíritus menos enérgicos de sus compañeros.

La rebeldía de Wilson era para mí una fuente de la mayor perplejidad; tanto más cuando pese a la bravuconería con que trataba en público tanto a él como a sus pretensiones, secretamente le temía y no podía menos que pensar que la igualdad que mantenía conmigo tan fácilmente era una prueba de su verdadera superioridad; porque no ser superado me costaba una lucha permanente. Sin embargo, esa superioridad -y aún esa igualdad- en realidad nadie más que yo la reconocía; nuestros compañeros, por una inexplicable ceguera, ni siquiera parecían sospecharla. Lo cierto es que su competencia, su resistencia y sobre todo su impertinente y tozuda interferencia en mis propósitos, eran tan dolorosas como poco evidentes. Era como si careciera tanto de la ambición que estimula, como de la apasionada energía mental que me permitía destacarme. Parecía que su rivalidad sólo se debía al caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme o mortificarme; aunque había momentos en que yo no podía menos que observar, con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento, que Wilson mezclaba sus injurias, sus insultos o sus contradicciones con un muy inapropiado y sin duda inoportuno modo afectuoso. Yo sólo podía concebir ese singular comportamiento como el producto de una consumada suficiencia que adoptaba el tono vulgar de la condescendencia y la protección.

Quizás fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, junto con nuestros nombres idénticos y la simple coincidencia de haber ingresado el mismo día en la escuela, lo que, entre los alumnos de los cursos superiores, dio pábulo a la idea de que éramos hermanos. Porque los estudiantes mayores, por lo general, no se informan en detalle de los asuntos de los menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba ni remotamente emparentado con mi familia. Pero con seguridad, de haber sido hermanos, hubiéramos sido mellizos; porque después de egresar de la escuela del doctor Bransby, me enteré por casualidad de que mi tocayo había nacido el diecinueve de enero de 1813 y esta es una coincidencia bastante notable, pues se trata precisamente del día de mi natalicio.

Tal vez parezca extraño que, pese a la continua ansiedad que me causaban la rivalidad de Wilson y su intolerable espíritu de contradicción, de alguna manera no podía resolverme a odiarlo. Sin duda, casi todos los días manteníamos una discusión en la que me cedía públicamente la palma de la victoria, aunque de alguna manera me hacía sentir que era él quien la merecía; sin embargo, una sensación de orgullo de mi parte, y una gran dignidad de la suya, nos mantenía siempre en lo que se ha dado en llamar "buenas relaciones", mientras en muchos aspectos nuestros temperamentos congeniaban, despertando en mí un sentimiento que sólo nuestras respectivas posturas impedían que madurara en amistad. Me resulta verdaderamente difícil definir y aun describir mis verdaderos sentimientos hacia él. Eran una mezcla abigarrada y heterogénea; cierta petulante animosidad, que no llegaba a ser odio, cierta estima, un respeto mayor aun, mucho temor y un mundo de inquietante curiosidad. Para los moralistas, será innecesario agregar, además, que Wilson y yo éramos compañeros inseparables.

Sin duda esta anómala relación que existía entre nosotros era lo que me llevaba a atacarlo (y los ataques eran muchos, francos o encubiertos) por medio de la burla o de las bromas pesadas (que duelen aunque parezcan una simple diversión) en lugar de convertirse en una seria y decidida hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban exitosos, aunque concibiera mis planes con mucha astucia; porque el carácter de mi tocayo poseía esa modesta y silenciosa austeridad del que, aunque goce de sus propias bromas afiladas, no posee en sí mismo un talón de Aquiles y se niega totalmente a ser objeto de una burla. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable, debido a una peculiaridad de su persona y ocasionado quizá por una enfermedad constitucional, que hubiese relegado a cualquier otro antagonista menos exasperado que yo; mi rival tenía un defecto en las cuerdas vocales que le impedía levantar la voz más allá de un susurro apenas audible. Y yo no dejé de aprovechar las pobres ventajas que ese defecto me proporcionaba.

Las represalias de Wilson eran muchas; pero había una que me perturbaba más allá de toda medida. Jamás pude saber cómo descubrió con tanta sagacidad que algo tan insignificante me ofendería; pero una vez que lo supo, no dejó de asestármela. Yo siempre había experimentado aversión por mi poco elegante apellido y ni nombre de pila tan común que era casi plebeyo. Esos nombres eran veneno Para mis oídos y cuando, el día de mi llegada, se presentó un segundo William Wilson en la academia, me indigné con él por llevar tal nombre y me disgusté doblemente con el apellido debido a que lo llevaba un extraño el cual sería motivo de una doble repetición, que estaría constante en mi presencia y cuyas actividades en la rutina del colegio, a causa de esa odiosa coincidencia, muchas veces serían confundidas con las mías.

Este sentimiento de vejación así engendrado fue creciendo con cada circunstancia que tendiera a revelar un parecido moral o físico entre mi rival y yo. Entonces todavía no había descubierto el hecho notable de que fuésemos de la misma edad, pero noté que éramos de la misma estatura y percibí una singular semejanza en nuestras facciones y aspecto físico. También me amargaba que entre los alumnos de las clases superiores se rumoreara que éramos parientes. En una palabra, nada podía molestarme más (aunque lo disimulara escrupulosamente) que cualquier alusión a un parecido intelectual, personal o familiar entre nosotros. Pero en realidad no tenía motivos para creer que (con excepción de un parentesco y en el caso del mismo Wilson) que estas similitudes fueran comentadas u observadas siquiera por nuestros compañeros. Me resultaba evidente que él las observaba en todos sus aspectos y con tanta claridad como yo, pero que en tales circunstancias hubiera sido capaz de descubrir tan fructífero campo de ataque, sólo puede ser atribuible, como ya dije, a su extraordinaria perspicacia.

Su táctica consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, tanto en palabras como en hechos, y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Mi forma de vestir era fácil de copiar; se apropió sin dificultad de mi manera de caminar y de mis actitudes, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Por supuesto que no intentaba imitar mis tonos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz era idéntica; y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de mi voz.


#102 El Holder del Alma

En cualquier ciudad, en cualquier país ve a alguna institución mental o casa desolada en medio del camino a la que puedas llegar por tus propios medios. Cuando llegues al escritorio debes preguntar por quien se hace llamar "El portador del Alma". El hombre sentado tras el mesón te dará una conspirativa mirada mientras lleva su dedo a los labios en señal de que mantengas el silencio en ese momento te entregará una pequeña bola de cristal.

Si escoges mirar este orbe verás que la mitad de la esfera es negra, negra como la noche más profunda. Mientras la otra mitad está hecha de la dorada, suave y pura luz del más bello día de verano. Lo divertido es que no importa cuanto lo contemples y examines, nunca sabrás cual es cuál mitad.

Esta es tu última oportunidad de irte ya que si arrojas la bola de cristal se romperá y podrás continuar con tu vida normal, pero jamás volverás a tener esta oportunidad. Si decides continuar, entra en cualquier puerta que veas, deberás encontrar el comienzo de un camino.

El camino está construido con los pedazos de piedra más baratos, cuadrados que a penas se juntan con malas hierbas creciendo entre las grietas pero no debes prestarle atención al camino ya que a la derecha de éste verás escenas de felicidad, alegría y amor, pero si miras más de cerca notarás que las escenas no son tan puras como parecen. A la izquierda del camino verás miseria, privación y desesperanza, pero si observas de cerca verás que no son tan malas como parecen.

Debes seguir el camino que se curva hacia ambos lados desde la posición inicial, pero jamás debes intentar entrar en esas escenas. Si alguna de estas ilusiones te engaña y hace que te salgas del camino, quedarás atrapado ahí por siempre. Ten cuidado de no tropezar.

Al final del camino encontrarás una gran puerta de roble que no tendrá bisagras, adornos o algún tipo de decoración. Debes decir en voz alta: "Los son iguales". Entonces la puerta desaparecerá, si dices otra cosa la puerta no se moverá.

Cuando entres en el cuarto no verás nada, pero sentirás que te observan desde todas las direcciones. Dí en voz alta a las presencias invisibles: "Caminaré por el medio". Si dices algo más, la mitad de las criaturas te despedazará. Pero si lo hiciste de la manera correcta los oirás... La mitad gritará, abucheará o silbará, la otra mitad  comenzará a contarte tu tonto error, sin embargo si escuchas con atención notarás un pequeño aplauso. Cuando todo el sonido se detenga te encontrarás fuera de la puerta que usaste la primera vez, sosteniendo la bola de cristal.




Esa bola de Cristal es el objeto 102 de 538, ahora debes juzgar por ti mismo qué lado es negro y qué lado es blanco, no hay una repuesta incorrecta.


En un Hospital

Habían agrandado y modificado tanto el hospital que Sergio pronto se sintió en un laberinto. Hacía muchos años que no entraba a aquel lugar. Cuando creía que iba por el pasillo correcto, este llegaba a su fin o desembocaba en alguna sala que no conocía.

Le preguntó a un limpiador dónde se donaba sangre y el tipo se lo indicó señalando con el brazo. Para estar seguro quiso preguntárselo también a una enfermera que pasaba, pero apenas la mujer lo vio se apartó como espantada, y siguió caminando con pasos rígidos, volteando levemente la cabeza como para escuchar mejor si él iba rumbo a ella.

Era la actitud que podría esperarse de alguien que ve una fiera, y con temor se aleja para no molestarla. Sergio quedó desconcertado, ¿qué le pasaba a aquella enfermera?

Las indicaciones del limpiador le sirvieron. Atravesó una puerta y salió a una sala bastante pequeña que tenía sillas en los bordes. Encontró el lugar pero el banco de sangre estaba cerrado. Entonces leyó un cartel que tenía el horario y consultó su reloj. Ya faltaba poco, era mejor esperar.

Eligió una silla y descubrió que era muy cómoda, hasta tenían apoya brazos. Desde el otro lado de la puerta (donde sacaban sangre) no llegaba ni un sonido. Supuso que aún no había nadie. La sala ahora le parecía más grande. Si por lo menos hubiera alguien más allí…

Comenzó a sentir una sensación fea en el estómago: eran nervios. Unos minutos más y ya no estaba tan convencido. Y la sala le pareció lúgubre en su blancura.

¿Y por qué diablos aquella enfermera había reaccionado así?

La idea de irse ya cruzaba por su mente cuando la puerta de la entrada se abrió de golpe, y un tipo enorme vestido con bata blanca entró en ella. El tipo lo miró con los ojos muy grandes, volteó rápidamente hacia alguien que iba por el pasillo y gritó:

- ¡Está aquí, vengan rápido!

- ¿Qué sucede? -le preguntó Sergio.

Otro tipo enrome vestido igual que el primero irrumpió en la sala. Se miraron y empezaron a acercarse a el con los brazos medio extendidos, como para atraparlo; entonces se levantó rápidamente:

- ¿Qué hacen, quienes son ustedes? ¡Aléjense!

Evidentemente los tipos consideraban que no valía la pena hablarle. Un tercer sujeto (este bastante menudo) se asomó a la puerta, y Sergio vió que tenía una aguja en la mano.

Los tipos se abalanzaron hacia él al mismo tiempo e intentaron someterlo.

- ¡Suéltenme, desgraciados!

Le acertó un puñetazo a uno, pero eran tipos duros. Lo voltearon y lo controlaron contra el suelo. Sergio gritaba que lo soltaran, preguntaba por qué le hacían aquello, mas sus captores no le respondían.

Cuando estuvo firmemente aplastado contra el suelo por el peso de los dos tipos, el más pequeño, el de la aguja, entró en acción y le inyectó una buena cantidad de un líquido transparente. Lo que le administraron actuó rápido; las fuerzas se le iban.

- Ya pueden soltarlo -dijo el que lo inyectó.

- Doctor, creí que iba a ser más difícil controlarlo, por la fama de este -comentó uno de los tipos, el otro asintió con la cabeza.

- Bueno, es mejor así -opinó el doctor de la aguja, y sacó unos lentes que guardara en el bolsillo de su camisa -. Ahora hay que llevarlo a la sala para prepararlo.

Aquello fue lo último que Sergio escuchó antes de quedar sin sentido.

Cuando volvió en si se hallaba sobre una camilla, atado firmemente a esta. Se encontraba en una sala junto a unos aparatos electrónicos enormes, que por estar en un hospital asustarían a cualquiera. Quiso gritar pero estaba paralizado, solo podía mover sus ojos con movimientos pesados.

Advirtió que no estaba solo, había dos doctores allí, y una enfermera. Uno de los médicos era el que ayudó a los grandotes; el otro se acercó a mirarlo, con algo de extrañeza en el rostro, y finalmente este preguntó:

- Doctor, yo solo vi una vez a este paciente pero, ¿no le resulta algo cambiado?

- Debe haber perdido musculatura últimamente, lo advertí recién hoy. A estos pacientes es difícil controlarles la alimentación; el tipo está más loco que una cabra.

- Sí, tal vez es eso… puede ser…

Al escuchar la duda del tipo Sergio quería gritar que lo estaban confundiendo, que no era él, mas no podía ni abrir la boca.

¡Aquello era un infierno!

Las dudas de aquel doctor aumentaban su desesperación. El médico se llevó la mano a la barbilla y lo observó con detenimiento de nuevo; el otro seguía programando un aparato.

- ¿Y la ropa que llevaba puesta, cómo la consiguió?

- Estuvo un buen rato escapado de psiquiatría, probablemente la robó en una sala a algún internado, tal vez es de un enfermero, no lo sabemos, no lo descubrimos aún.

"¡Tenía puesta otra ropa porqué no soy el loco! ¡Revisen el los bolsillos de mi pantalón, mis documentos!", se desesperaba pensando Sergio.

- No quiero ser pesado, mas, ¿está seguro cien por ciento de que este tipo es el mismo?

Ante la insistencia de este el otro médico dejó lo que estaba haciendo y se arrimó a la camilla donde estaba Sergio:

- Estoy seguro que este es el paciente. Si no fuera él, entonces es su doble idéntico, y este tipo tuvo una soberana mala suerte. Piénsalo: el doble exacto de un enfermo mental peligroso va al hospital donde está su doble justo el día que este se escapó. Y tendría tanta mala suerte que lo confundimos con el otro el día que le íbamos a aplicar un tratamiento experimental peligroso.

- Tienes razón. Qué probabilidades hay. Sigamos.

Por las mejillas de Sergio rodaron unos lagrimones de desesperación e impotencia.

Le colocaron una especie de casco lleno de electrodos y comenzaron el experimento.

A la hora de sufrimiento Sergio tuvo un paro cardíaco y no lo pudieron reanimar. El doctor que se equivocara dictó la hora de la defunción, y unos minutos después se llevaron a Sergio a la morgue. Pero aquel era solo su cuerpo. Ahora estaba parado en aquella sala.

Todo el terror que sintió, toda la impotencia, se volvieron furia.

Cuando el doctor quedó solo sintió de pronto que lo levantaban en el aire, y después una fuerza increíble lo lanzó contra un aparato, y saltaron chispas y volaron pedazos del aparato.

Cuando el doctor aún estaba vivo comenzó a incendiarse.

Pronto toda la sala estaba envuelta en llamas. Sonó una alarma y algunos intentaron entrar a la sala, pero las lenguas de las llamas los alejaron. Entre esa gente estaba el otro doctor, y creyó ver por un instante a una silueta humana dibujada por el fuego, pero solo fue un instante.

Después, en medio del caos que desató el incendio, escuchó que le susurraron al oído:

- Debiste insistir más. Ahora vas a pagar también.






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jueves, 26 de septiembre de 2019

El agujero del Diablo

Soy un geólogo que trabaja en el Parque Nacional Valle de la Muerte de Nevada. En el transcurso de los últimos meses, hemos estado estudiando la formación geológica apodada: "El Agujero del Diablo", que se encuentra en Nevada, estados unidos.

En fin, ese lugar siempre me pareció un tanto desconcertante. Tenemos una idea imprecisa de cómo llegó a surgir y de qué causa que haga lo que hace, pero hay algo más. Algo... que está mal.

El otro día, enviamos al agua a un DRON submarino pequeño, para ver si podía trazar el laberinto de sistemas de cuevas que sabeos que está ahí, pero que ha sido completamente inaccesible por décadas. Además, queríamos descubrir qué tan profundo llegaba ya que el hecho de que un terremoto en China pudiera provocar que el nivel del agua aumentara sustancialmente en este lugar de Nevadanos hacía pensar que era mucho más profundo de lo que estimamos preliminarmente.

El submarino comenzó a trazar los primeros 15 metros. Fue difícil conseguir una buena señal; el contenido mineral del agua era realmente inhóspito para los sistemas que utilizamos y la manera en que se comunican entre sí, sin mencionar que una vez que llegas hasta ahí abajo, el agua supecalentada cerca de los conductos geotermales es suficiente para inutilizar el DRON por completo.

Alrededor de los 23 metros la señal se puso bastante delicada. Teníamos unos cuantos minutos de comunicación decente, pero luego se cortaba en su totalidad y nos dejaba preguntándonos si el submarino había chocado o si se había dañado el DRON, explorábamos de cueva en cueva e íbamos más y más profundo. El agua estaba bien por encima de su punto de ebullición y a medida que la presión se incrementaba la temperatura también. El submarino podía soportar hasta los 200 grados Celcius por un corto período de tiempo en que aparecían los destellos.

Discutimos por un momento breve y el DRON se mantuvo en su sitio. El nivel del agua en el agujero comenzó a elevarse. Eso no era inesperado pues una cantidad increíblemente pequeña de actividad sísmica en cualquier parte del mundo era suficiente para mover el agua de aquí. Seguimos peleando y no notamos que hubo más destellos en la pantalla hasta mucho después, cuando analizamos el video.

Pero lo que finalmente nos sacó de nuestros respectivos berrinches fue la manera en que el agua había comenzado a cambiar de color. Pasó de su tono normal a un rojo apagado. Greg le echó un vistazo a la pantalla y notó que la profundidad del agua en la caverna (originalmente de 11 metros) había cambiado a 107,600 metros. Sabíamos que tenía que ser un error. Aparecieron más destellos en la pantalla a medida que el agua espumeaba y burbujeaba en la superficie y luego la trasmisión se cortó y se mantuvo así.

Greg y yo analizamos el video por la noche, todo lo que habíamos visto estaba ahí y aun era igual de confuso, pero entonces Greg vio un pico ligero en la pista de audio (cuando la profundidad de la cueva pareció desplomarse hasta el fondo). Lo pasó por algunos filtros para amplificar la señal y aclararla y luego lo reprodujo. Lo escuchamos unas veinte veces consecutivas a pesar de haberlo oído perfectamente la primera vez.

"Déjenme dormir. Déjenme soñar. Pronto Ascenderé".

Correspondiente con el incremento masivo en profundidad y con la última palabra del mensaje, hubo un destello más en el último fotograma antes de que el DRON se perdiera. Después que Greg aclarara el video, vimos lo que era. Un único y brillante ojo rojo que parecía tener el tamaño de una casa... El tamaño de una casa de 107,6000 metros.




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El Retrato Oval - E. A. Poe

Título Original: The Oval Portrait
Autor: Edgar Allan Poe
Nacionalidad: EEUU
Año de publicación: 1842

El retrato oval

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe.

Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.

Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho.

Lo quise así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban. Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.

Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas candelas dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.

El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco.

Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante.

Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:

"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba.

Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible:

"¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada:

¡Estaba muerta!"