—¿Te duele?
—le preguntó a ella.
— Lo siento, cariño, ahora pongo más.
Agarró entre sus dedos una jeringuilla de delicado cristal en cuyo interior había algún tipo de anestésico. A pesar de su juventud, las manos le temblaban, parecían poseídas por demonios que las hacían batirse en espasmos. Se la clavó despacio, con mucho cuidado, con toda la delicadeza de la que disponía en esos momentos.
—Ya está —le dijo dándole un beso en la mejilla.
Tomó entre sus manos el delgado brazo de la joven, le dio un apósito recién desinfectado y, con extrema precaución colocó la mano de la bella mujer en la minúscula herida provocada por el pinchazo.
—Presiona, mi amor— le pidió mirándola a los ojos —Espera a que haga efecto la anestesia.
Mientras esperaba, el muchacho, de aspecto demacrado, se secaba el sudor de la frente. Estaba empapado.
—No te preocupes, cariño— la tranquilizó dándole otro beso.
—Todo volverá a ser como antes, ¿lo sabes, verdad?
Es incapaz de no mirar su boca. Incapaz de no mirar sus dientes machacados, incapaz de no mirar la inmensa grieta que atraviesa su mandíbula… Incapaz de no arrancar a llorar. Como avergonzándose de su llanto, se cubrió la cara con las manos y, tras unos segundos, se secó las lágrimas y volvió a mirarla.
—No pasa nada— le susurró con los ojos aún llorosos y la voz temblorosa —Estoy bien.
Cogió con los dedos la aguja y la enhebró con toda la precisión que le permitían los temblores que recorrían sus manos. Pasó el dedo por los entrecruzados hilos que unían parte del brazo de la joven con su cuerpo. Pasó el dedo rozándolos, casi sosteniéndolo en el aire por miedo a lastimarla. Rozó también su piel, recubierta por una gruesa capa de sangre seca.
—Solo queda un poco—le dijo cogiéndola de la mano —Tienes que ser fuerte, ¿vale?
Introdujo la aguja. Le costó atravesar su piel, bien por la rigidez de la carne o porque, llegados a este punto, le escaseaban las fuerzas. No lo sabe y, realmente, no le importaba. Tampoco podía siquiera pensar en ello. En su mente sólo aparecía ella, se la imaginaba forcejeando, luchando por su vida. Los golpes, los cortes, los gritos… todo se agolpaba en su cabeza, horrores impensables se formaban en su mente.
Alaridos, alaridos de terror. Sangre, la hoja de un cuchillo atravesando su piel, una y otra vez, rompiendo el hueso, astillándolo poco a poco… Todo se agolpaba en la mente del joven, tenía la sensación de que su cerebro iba a estallar. Sólo es capaz de gritar y golpear con rabia el cuerpo de su amada.
Sólo es capaz de recostar su cabeza sobre el vientre de la palidísima muchacha. Sólo es capaz de romper a llorar, de nuevo.
—Lo… lo siento amor mío— se disculpó con la mirada perdida —Lo siento mucho, Darlene. No era mi intención, ¿lo sabes, verdad?
Levantó la vista hacia su rostro. Ella parecía perdonarle con la mirada. Eso hizo que el hombre se sintiera un poco mejor.
Continuó con su trabajo. Ha de terminarlo. Por ella y también por él. No podía soportar verla así. Cada puntada que daba le dolía en el corazón. Siguió mecánicamente con su tarea, intentando no prestar atención a lo que en su mente se formaba, intentando no mirar su rostro. Poco a poco y entre frases tranquilizadoras fue terminando su cometido.
—Ya está, cariño —le dijo.
Besó con ternura los finos y quebradizos filamentos que unían el cuerpo de Darlene con su extremidad, como dándole el aliento final que necesitaba para que recupere su forma natural.
El joven sonrió, “ya queda menos” pensaba, “solo la barbilla y ya estará lista”. Para la difícil tarea que se le presentaba utilizaría una pistola grapadora neumática, su pulso ya no estaba para coser y su paciencia tampoco. Miró a la mesilla y notó que ya no le quedaba anestesia. Se maldijo a él mismo, pero tenía que continuar, fuera como fuera.
—Esto te va a doler… lo siento, pero no hay otra manera —dijo con tremenda tristeza.
Cogió con fuerza la grapadora y la posó sobre la destrozada barbilla de la joven muchacha. Apretó el gatillo. El sonido producido por la grapadora al unir la carne era idéntico al que hace un cuchillo al cortarla. Lo apretó de nuevo. Un golpe seco que machacaba el brazo de Darlene viene a su mente. Volvió a apretarlo. Otra cuchillada consiguió romper el brazo esta vez.
Las lágrimas se mezclaban con la furia en el rostro del joven. Apretó. Sangre salpicando toda la habitación. Apretó. Gritos de dolor. Apretó. Golpes. Apretó. Forcejeos. Apretó… Miró hacia abajo, se dio cuenta de que ya había terminado y estaba grapando el aire.
Había terminado. Por fin había terminado. Comenzó a besarle la mejilla.
—Ya está, cariño, ya está. Todo ha terminado —le decía derramando lágrimas, esta vez de alegría.
—Ya ha pasado cariño… ya esta…
Pero… se dio cuenta de que faltaba algo. Y solo podía ser una cosa: el brillo, el brillo de sus ojos color miel. Ese brillo tan inocente, tan hermoso, esos millones de pequeños cristales que recorrían por completo su iris, reflejando toda la luz que llegaba hasta ellos. Tenía que solucionarlo, todavía no había acabado.
Rebuscó desesperadamente por toda la habitación. Tras un largo periodo de tiempo vislumbró una polvorienta caja bajo un par de muebles. La cogió, sopló el polvo y la abrió. En su interior se encontraban varios adornos de Navidad: un pequeño árbol desmontado, varias figuras, guirnaldas, luces… ¡Luces! ¡Tenían el tamaño perfecto! Mientras cogía las luces vino a su mente las ya un tanto lejanas últimas Navidades.
Las habían pasado los dos juntos, solos. Su pasión no les había permitido siquiera terminar la cena romántica que habían preparado. Hicieron el amor toda la noche, sin descansar y, al amanecer se ducharon juntos y siguieron haciéndolo, de forma ininterrumpida. “Las próximas Navidades nos terminaremos la cena” se repetía una y otra vez.
Comenzó la operación. Lentamente introdujo la pequeña bombilla en el ojo de la muchacha. El humor vítreo del interior del mismo salió al exterior formando un pequeño charco en la cuenca tras romper la capa que recubría el ojo. Ese líquido hacía la operación más difícil. Además de temblorosas, sus manos también se tornaron resbaladizas.
Sin quererlo introdujo más de lo que quería la bombilla en el interior del ojo. Y al intentar sacarla torpemente, la introdujo aún más al fondo. Lo estaba echando todo a perder, tenía que calmarse. Respiró despacio, intentando calmarse. Tras aproximadamente medio minuto y visiblemente un poco más calmado, agarró una aguja de coser un tanto alargada. Intentó sacar la bombilla ayudándose de ella, pero la mala fortuna le acompañaba en cada intento.
Finalmente, y tras mucho intentarlo, solo consiguió desgarrarle la superficie del iris. Su ojo… lo había estropeado… El joven empezó a temblar y miró a aquel ojo ahora horrible y rezumante.
¿Qué había hecho?
¿Cómo podía haber sido tan torpe?
Lo había estropeado todo, ¡todo! La rabia se apoderó de él, cogió fuertemente el aguja y la clavó, una y otra vez en el ojo de la pobre mujer. La sangre comenzó a salpicar su cara. Clavaba y clavaba, cada vez más fuerte y más profundo. Lo clavó por última vez, con toda la fuerza que fue capaz de sacar de lo más hondo de su ser.
Cansado por el esfuerzo se apoyó sobre sus palmas y agachó la cabeza. Respiró fuerte y agitadamente, pero con su rabia ya apaciguada. Volvió su vista hacia aquel ojo, aquel ojo machacado, ensangrentado, ese ojo amorfo, ese ojo que más que un ojo parecía una masa uniforme de trozos de huesos, carne, piel y líquido ocular. Pero, en ese ojo, en esa masa vio un brillo.
La aguja brillaba, reflejaba la tenue luz que le llegaba del exterior, como lo haría un diminuto cristal. El brillo, el brillo de sus ojos color miel.
No le salían las palabras, sólo pudo mirarla con incredulidad y con un júbilo extremo en la mirada. La abrazó y estando abrazados acercó su boca a la suya. La besó en los labios, la besó en su mortecina boca, la besó con la mayor dulzura con la que había besado nunca.
Rozaron sus narices suavemente y él la miró a los ojos. Ahí seguía el brillo. Se quedó mirándolo, anonadado por el esplendor que proyectaba.
Y ahí, dentro del brillo lo vio. Por fin lo vio. Vio todo aquello que su mente le había hecho olvidar. Se vio a él mismo, gritándola. Se vio a él mismo enfadándose. Se vio a él mismo golpeándola. Se vio a él mismo destrozándole la boca a puñetazos. Se vio a él mismo cortando su cadáver con un cuchillo. Lo vio… lo vio todo. Todo lo que el mismo había hecho. Todo lo que le hizo.
No pudo soportarlo. No pudo con la culpa. Solo una soga, atada fuertemente al cuello fue capaz de ayudarle con esa carga. Y lo último que vio antes de morir fue aquel brillo, el brillo de sus ojos color miel…