—No lo sé, tal vez si comiera un poco más… usted todavía no cree en mí y eso me ofende, pero si comiera un poco más vería lo real que puedo ser.
—Me cuesta creer en un ser de sus características, Sr. Fungus Bestiae…, un hombre de ciencia como yo no cree en monstruos; siempre pondré la lógica delante de la ficción y lo más lógico es que después de haber comido esa planta usted sea sólo una ilusión. Además, luego del tan deplorable final que le proporcionó a mi paciente, ¿por qué debería yo confiar en usted?
—¡Ah! Qué pobres son sus argumentos, mi estimado, pues el hecho de que su trabajo intervenga en esta discusión tiene el efecto contrario al que me ha comentado. Su curiosidad es sólo tan infinita como su necesidad de satisfacerla.
El rostro del psiquiatra Inglés, el doctor Freak Ettummater, se encendió de repente haciendo que su cara de 66 años luciera dos décadas más joven. Él sabía muy bien que las palabras de la criatura delante suyo eran ciertas, después de todo fue su propio subconsciente quien la diseñó. El cuerpo del producto de su atormentada mente era el de un ciempiés de varios metros de largo y aproximadamente medio metro de ancho; éste terminaba en siete hombros que rodeaban un cuello muy corto que a la vez sostenía la cabeza de un payaso decrépito. Lo más curioso eran sus siete brazos, todos diferentes, pero todos humanos: el primero parecía pertenecer a una mujer muy hermosa y sus uñas estaban pintadas de un rojo intenso; el segundo era obeso y estaba muy transpirado; el tercero tenía varios relojes, pulseras, anillos y otras joyas; el cuarto era delgado y de mal aspecto, como si ya no sirviera para nada; el quinto estaba tensionado y portaba un cuchillo; el sexto tenía las uñas muy largas, y el séptimo tenía un anillo de diamantes que transmitía una elegancia y belleza extrema.
Astutamente el doctor trató de averiguar de qué se trataba aquella alucinación, retando al monstruo.
—No me arriesgaré a tener el destino de su primera víctima.
—¿Piensa que no puedo doblegar su voluntad? Es precisamente esa estupidez del hombre que lo lleva a la salvación. Aquello que le ofrecí a su difunto paciente fueron los secretos sobre el porqué de la existencia del hombre.
—¿El porqué de la existencia del hombre?
—Así es, pero no voy a responder más nada.
—¿Por qué no?
—Porque ambos sabemos que usted ha mordido el anzuelo, y quiere saber más. Tampoco llegó hasta aquí para darse la vuelta, ¿o sí?
Freak recapacitó, estaba siendo dominado por su mente y su deseo. Lo que era una prueba de investigación riesgosa empezaba a convertirse en un experimento que se salía de control. El viejo inglés comió otro pedazo del fruto azul que había bautizado Fungus Bestiae, nombre con el que luego su mente apodó a la criatura de siete brazos, ansiosa por continuar.
—Después de que probara el fruto de la planta que él mismo sembró para desafiar a la realidad y aislarse en otra que fuera más adecuada a sus gustos, pude hacerme presente en la mente del desafortunado individuo. Le ofrecí al hombre conocimiento sobre una verdad que sólo yo sé, pero él la rechazó desde un principio argumentando que no buscaba conocimiento, que él se drogaba para saber nada del mundo real. Por eso tuve que hacer un esfuerzo mucho más arduo del que hago con usted, tuve que hacer de la realidad que plantea este fruto una agradable y placentera para que mi víctima se hiciera adicta a mí. Así llegó el momento cuando ingirió lo suficiente de la planta como para que yo pudiera matarlo, contándole esa verdad que ningún humano tiene que saber.
—¿Y por qué quiso matarlo?… ¿Por qué quiere matarme a mí?
—Porque soy el fruto prohibido, soy venenoso, lo que ve usted es sólo una alucinación que le provocó el Fungus Bestiae, ¿recuerda?… La diferencia con los venenos comunes es que mi forma de matar es, me atrevería a decir, más artística. Ahora así como después de escuchar esa insoportable verdad mi presa se suicidó, usted correrá el mismo destino, mi estimado doctor; sabemos que no va a poder resistirse al saber lo que le ofrezco.
—De aumentar la dosis moriré. No seré tentado por una alucinación, por más real que sea.
Entonces la bestia se acercó al anciano, sigilosa y elegantemente hasta quedar frente a frente con él, y al hacerlo lo tocó con el primer brazo, el brazo de mujer.
Apareció frente al psiquiatra una mujer desnuda cuya belleza carnal alcanzaba los límites de la imaginación, era tal el deseo que provocaba que incluso en un hombre de su edad pudo despertar la más ardiente lujuria en su corazón. La mujer abrazó y besó al doctor en la boca, para luego invitarlo a comer del fruto.
Pero reaccionando dijo a la bestia, muy calmadamente:
—No caeré bajo este truco sucio.
—Tendré que seguir jugando.
La bestia extendió su segundo brazo, el gordo y transpirado, rozándole el estómago. Acto seguido Freak cayó de rodillas y comenzó a llorar del hambre. Fue como si su estómago se vaciara por completo y sus entrañas le suplicaran por algo de comer.
Desvergonzadamente el fruto fue puesto donde no podía escapar de su mirada. —Es usted malévolo, pero no voy a comer más.
—En lo primero acierta mas no en lo segundo. Sólo estoy atormentándole antes de que llegue el golpe de gracia que le hará dejar de existir. Aunque tiene su lado bueno, para un científico es alucinante esto que le está pasando y le va a pasar.
Fungus Bestiae alzó el tercer brazo y lo tocó en la cabeza, con lo que la vista de un enorme palacio de oro se presentó ante los ojos del doctor. Cada partícula era reflejada de la forma más hermosa en toda sala del edificio.
Mientras el anciano se maravillaba Fungus Bestiae lo tocó con el cuarto y el sexto brazo, el delgado y el de uñas largas. A la imagen del castillo se le sumó la de un atardecer que transmitía paz y una sensación de tranquilidad y cansancio. El castillo abrió sus puertas y dejó ver un interior acogedor y lujoso; dentro había manjares capaces de saciar tres veces el hambre que el segundo brazo le provocó, acomodados alrededor de una enorme cama sobre la cual esperaba la mujer de la primera alucinación. Freak se encaminó casi corriendo hacia la entrada del recinto, pero cuando la estaba por cruzar un hombre mucho más alto, joven y fuerte que él lo apartó de un puñetazo en la oreja, tirándolo al suelo y haciéndolo chillar del dolor.
Fungus bestiae se le acercó sigilosamente por detrás y tocó con el quinto brazo, aquel con el cuchillo. El ya irrecuperablemente confundido doctor miró con odio asesino al hombre que ahora besaba a la mujer dentro del castillo.
—Coma un poco más y le daré el poder para matarlo… Tendrá todas sus pertenencias, si sólo prueba un bocado más.
—Tuvo razón, esto ha sido un gran espectáculo, pero debe saber que soy bastante más inteligente que mi paciente, y por sobre todo, más inteligente que usted. No podrá tentarme porque aquí soy yo quien realmente tiene el poder.
El monstruo comenzó a reírse a carcajadas, su enorme sonrisa parecía de victoria. Con un movimiento elegante de los seis brazos ya usados hizo desaparecer toda alucinación y sensación en Freak, y una vez que éste se reincorporó, con el séptimo brazo lo tocó en la sien.
Entre un gesto de elegancia y una sonrisa triunfante el doctor habló:
—Conque se ha rendido ante un cerebro humano como el mío. Era de predecir su derrota pues yo preparé este experimento y concluí que si no me dejaba llevar por los efectos de esta patética alucinación, nada podría pasarme. Ninguna droga podrá ganarme. Lo decepcionante de todo esto es que pensaba encontrar algo de utilidad en el Fungus Bestiae, pero sólo es otro alucinógeno para hippies.
—Oh doctor, tiene usted toda la razón, yo no puedo hacerle ningún daño a alguien como usted. Por favor, permítame contarle el secreto, es más que digno de saberlo.
—Adelante…
—Siento molestarlo, pero sabrá entender… no puedo confiarle este saber si no come un poco más del fruto.
—Entiendo, probaré un poco más.
El anciano comió un generoso pedazo de la planta y cerró los ojos. Cuando los abrió, vio al ciempiés partiéndose de la risa en el suelo, parecía que iba a desmayarse de la risa, una risa de humor sincero, ni malicioso, ni sarcástico.
Casi sin poder respirar el Fungus Bestiae pasó a decir:
—Sus emociones no existen, son sólo una ilusión, no más real que ésta. Son el instinto que les llevan a hacer las cosas como la naturaleza lo indica. La felicidad es un chiste, otra ilusión más para llevarlos a proliferar su especie. Todo lo que hacen y todo lo que creen es falso: todo lo hacen para que la especie humana crezca, directa o indirectamente; pero lo más gracioso, es que esto no tendrá nunca una recompensa ni una razón.
»No tienen un fin real por el cual hacen todo lo que hacen, puesto que su mente y la forma en la que se comportan siempre serán el producto de un instinto natural, de una reacción química que así como lleva a los átomos a atraerse entre sí para crear una molécula y a su vez lleva a éstas a convertirse en vida, los seres humanos son atraídos entre sí por ninguna otra razón más que la casualidad.
»No hay diferencia entre vivir y morir; vivir no es bueno ni malo, es lo que es y no importa si sientes placer o no, al fin y al cabo son reacciones químicas dentro de un pedazo de carne… Ya sabe la verdad, es usted Dios.
Y con una carcajada, se desvaneció.
Freak Ettummater, implacable y sin sentimiento alguno, se inyectó una cantidad de morfina suficiente para dormir a un elefante. Se recostó en el suelo y mirando el techo se puso a esperar lo que, ahora que conocía la verdad, ya no era un final ni un principio, sino parte de la eterna renovación de la materia.
Así se fue Freak Ettummater, sin placer ni dolor. Así es como nos iremos todos…