lunes, 26 de febrero de 2018

Ahora puedes verme

Estaba aterrada cuando escuché la noticia. Los doctores dijeron que mi visión sólo podía ir a peor con el tiempo y que la ceguera era inevitable. Al principio, los objetos se veían borrosos, como si estuvieran desenfocados. Luego vinieron las manchas oscuras y luminosas. Y finalmente llegó la mañana en que al despertarme todo había desaparecido, ya no podía ver nada.

Aun así tenía suerte. Tengo un amante marido que me ayuda y un bebé adorable. Siempre había sido muy comprensivo con todo esto. Me sentía muy torpe los primeros meses. Rompí muchos vasos y platos. Por culpa de los golpes tenía los dedos de los pies destrozados. Pero mi marido siempre me ayudó con cariño en mi nueva vida.

Usaba su tiempo libre para hacerme compañía, alimentarme, vestirme, bañarme y bueno… Hacerme sentir… Deseada en mi nueva normalidad. Estaba feliz de saber que a pesar de mi problema viviría una vida feliz.

Un día algo extraño ocurrió. Me desperté, y en vez de no ver nada, comencé a ver manchas de luz y oscuridad de nuevo. Grité emocionada, hacía muchísimo tiempo que había dejado de ver cualquier cosa. Era cauta con mi optimismo sobre recuperar mi visión, no quería darme falsas esperanzas.

Así que decidí darme tiempo para ver cómo las cosas progresaban. En los siguientes días, las manchas comenzaron a ser colores. Si seguía así, ¡Recuperaría mi visión! Mantuve la sorpresa hasta recuperar por completo mi visión y darle las buenas noticias a mi marido. Seguro que se alegraría por mí.

Me desperté un día y mi visión estaba perfecta. Esperé pacientemente a que mi marido regresara de la guardería con nuestro hijo.

— Cariño, ya estoy en casa. — Escuché a mi marido decir. Corrí hacia él para abrazarlo pero me quedé helada. El hombre junto a la puerta no era mi marido, tenía la voz de mi marido pero era un completo extraño. La sangre de mis venas se tornó hielo y sentí la bilis en mi garganta.

— No, no te levantes Celeste. Déjame ayudarte. —El extraño se acercó a mí y me ayudó a sentarme con un beso. —No te preocupes, he dejado al pequeño Henry listo para dormir.

Con horror vi como usaba su teléfono para iniciar el audio de un bebé llorando. Caminé despacio hacia la puerta, pero él me bloqueó el camino.

—Celeste, no intentes moverte, aún te estás adaptando. Siéntate, haré algo para cenar.

Me llevó a la cocina donde tuve que morderme la lengua para no gritar. Los restos de mi marido y mi pequeño hijo cubrían la encimera sobre una piscina de sangre.

—Cariño. ¡Esta noche tendremos filete!



Calificación: 


Algo anda mal...

A medida que entro a su habitación, noto que algo anda mal. De hecho, supe que había pasado algo desde anoche. Ella estaba llorando de nuevo, esos sollozos grandes y prolongados que le cortan el aliento. Traté de reconfortarla, pero no había mucho que pudiera hacer.

Me acerco a la cama. Se ve igual a como luce cuando duerme, excepto por una cosa: no veo el sube y baja constante en su pecho. Me siento a su lado y examino su cuerpo. Sus brazos expuestos están cubiertos de una maraña de cicatrices. Me he familiarizado con estas, ya que usualmente aparecen después de aquellas noches de llanto, pero ninguna está fresca hoy. Viendo alrededor de la habitación, me percato de un bote blanco que está en su mesa de noche. Nunca lo he visto antes. No sé para qué es, pero no puedo evitar sentir que tuvo algo que ver.

Me acurruco a su lado, como lo he hecho tantas veces antes. Siento su calidez, no tan cálida como siempre. Sé que no se va a despertar.

Me inclino y hundo mis dientes en la piel de su muslo, arrancando la carne de su cuerpo.

«Pueden pasar días hasta que la encuentren, quizá más —pienso—. Un gato tiene que comer».



Calificación: 



Miedo a la Obscuridad

No soporto dormir con la luz apagada. Es un miedo irracional que no puedo superar desde niño. Los rincones oscuros me dan miedo, nunca entro en los armarios y hasta hace poco, me sentía muy incómodo en las salas de cine. Es algo muy estúpido, lo sé, pero no puedo evitarlo. Incluso a día de hoy, con treinta y seis años recién cumplidos y un matrimonio estable, tengo que dejar una pequeña lámpara encendida al lado de mi cama.

A mi esposa no le molesta, sabe muy bien como es mi fobia y yo doy gracias a Dios por qué sea comprensiva. No le gusta, sin embargo, que sea tan permisivo con nuestro hijo en lo que a las luces nocturnas respecta.

—No quiero que crezca con el mismo trauma —suele decirme—, a su edad, hay ciertas cosas con las que debe aprender a lidiar.

Sé muy bien a lo que se refiere, no quiere que se vuelva un perturbado como yo. Me duele que piense así pero no puedo negar que tiene razón. Yo tampoco quiero. De hecho, sé que mi miedo es absurdo pero existe un terrible episodio que no puedo olvidar desde los seis años. Es todo culpa de esa maldita alucinación.

Yo estoy en mi cama, mirando hacia la ventana con las cortinas puestas. Apenas y entra un leve rayo de luz de luna, pero no es suficiente. La penumbra lo envuelve todo, haciendo imposible que pueda distinguir mi propia silueta. Mi padre acaba de contarme un cuento para que pueda dormir bien, pero lo he olvidado. Ahora en todo lo que pienso es en esta maldita oscuridad.

Y entonces lo escucho, algo está reptando debajo de mi cama.

Cierro los ojos con fuerza y me arrebujo entre las sábanas, esperando caer dormido de un momento a otro. Siento una presencia a mis espaldas y el corazón me late desbocado.

“Es papá”, trato de decirme, “ha vuelto para ver como estoy, nada más…”

De un momento a otro, lo que sea que esté detrás de mí se inclina y escuchó un murmullo en mi oído que me hiela la sangre:

—Sabes que él no vendrá para ayudarte.

Cuando miro por encima de mi hombro, dos ojos ardientes como brasas me devuelven la mirada. Esta cosa no es un hombre. Tiene el cuerpo de uno, pero su cabeza parece la de un cerdo y una sonrisa demente le llega casi las orejas.

Grito y mis padres corren asustados a verme.

Ahora sé que no fue más que una pesadilla, claro, ¿pero cómo volver a apagar la luz cuando el miedo irracional me domina? ¿Cómo hacerlo, cuando esta misma noche, mi hijo me dijo algo que me estremeció como en mi infancia?

—No apagues la luz, papá. Tengo miedo de que el hombre regrese.

—¿De qué hombre estás hablando?

—Hablo del hombre malo —lo vi ponerse pálido—, ese que tiene cabeza de cerdo y se arrastra como uno.

Y por un instante, creí que mis pies dejarían de sostenerme.





Calificación: 



jueves, 22 de febrero de 2018

#043 El Holder de la Tierra

En cualquier ciudad, en cualquier país, ve a una institución de salud mental o centro de rehabilitación al que puedas llegar por tus propios medios. Al llegar a la recepción, pregunta por alguien que se hace llamar "El Portador de la Tierra". El trabajador se reirá en voz alta, poniendo su atención a una tercera persona. Él permanecerá sentado, pero la persona a cuya atención señaló te dirá que lo sigas. No le preguntes nada mientras te lleva al cuarto de las escobas en desuso, en un lugar recóndito en el asilo.

Abrirá la puerta para ti y esperará a que ingreses primero; no lo hagas, o la escalera interior de la puerta desaparecerá y caerás sin cesar en el vacío negro y helado. En su lugar, dile: “No me atrevería a ver estos lugares antes que tú”. Si él te cree, hará un gesto y entrará, deberás seguirlo. Si él no te cree, debes estar agradecido de que te encuentras en un cuarto recóndito del asilo, de modo que nadie podrá oír tus gritos.



A medida que desciendes la escalera, oirás gritos bestiales provenientes de todos lados, pero sobre todo de arriba. Acostumbra tus ojos a la oscuridad, pues el hombre se ha desvanecido en ella, aunque sentirás que no estás solo. Nunca debes mirar hacia arriba, o los demonios y el infierno que te observan y se burlan de ti, descenderán, y rasgarán tu carne de tus huesos, drenarán tu sangre, rasgarán tus músculos y tendones, todo en un instante.

A medida que bajas, encontrarás el ambiente cada vez más sepulcral, y aunque todavía serás capaz de oír a los demonios sobre ti, parecerá como si por fin desaparecen. Todavía debes tener la máxima precaución de nunca mirar hacia arriba. Después de una cantidad increíblemente larga de tiempo, pondrás pie en tierra firme y suave otra vez. Si los demonios de la escalera han dejado de gritar, no vivirás para ver el suelo. De lo contrario, desearás que lo hagan, por ahora es tu oportunidad de hacer la única pregunta a la que la oscuridad va a responder. Debes preguntar con firmeza: ¿Cómo pueden ser detenidos?

Cuando lo hagas, lamentos espantosos se emitirán desde abajo, aunque todavía serás capaz de sentir el suelo debajo de ti. Sentirás al hombre que te trajo hasta allí. Sus ojos te perforarán, aunque no serás capaz de verlos. Nunca debes mirar hacia abajo, o tu mirada se perderá en oscuridad delante tuyo. Los lamentos seguirán, primero sin palabras, luego una fuerte voz masculina los guiará a hablar al unísono. Ellos te dirán lo único que puede evitar que los Objetos se unan, junto a todas las consecuencias si se logra hacerlo. Ellos hablarán del fuego que llueve del cielo, de los ríos que corren de color rojo sangre, y te dirán mucho más.

Cuando todo acabe, las luces se encenderán. El hombre que te llevó ahí se habrá ido. En su lugar habrá un Objeto que no debes ver en ese lugar, pues de hacerlo, te volverás completamente loco. Debes cerrar los ojos tan pronto como las luces se encienden y buscar en el suelo, a ciegas, rozar la textura cálida y áspera del Objeto. Si no cierras los ojos, verás de lo que el terreno se compone: cadáveres humanos destripados, todos sin ojos, aunque aún respirando por la boca. Si ves esto y no enloqueces de inmediato, te convertirás en uno de ellos, y te unirás a esta tierra satánica.

Si tomas el Objeto con éxito, serás transportado hacia el exterior del asilo, donde podrás abrir los ojos.

La piedra volcánica es el Objeto 43 de 538. A pesar de que sabes cómo evitar que se unan, no serás capaz de hacerlo.


El Cuervo

Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
se oyó de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”


¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.


Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
me llenaba de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”


Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.


Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.


Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!
De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.


Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”


Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”


Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como vertiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”


Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”


Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”


En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!


Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”


“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”


“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”


“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”


Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!