sábado, 24 de agosto de 2019

Aokigahara, el bosque de los suicidios

Aoikagahara es un bosque de unos 35 km ubicado al noroeste de la base del Monte Fuji entre la prefectura de Yamanashi y Shizuoka, Japón . Podría ser un bosque más pero su negra leyenda se remonta a más de mil años donde ya se escribían poemas indicando que el bosque estaba maldito por los Onis o demonios de la mitología japonesa, en los que se habla del sorprendente poder que tiene este bosque para arrastrar a él a las personas mas débiles llevándolas hasta la muerte para así alimentar los corazones de los Onis que viven presos entre las ramas de los árboles.

En el s. XIX las familias castigadas con el hambre y las epidemias abandonaban en el bosque a los niños y a los ancianos que no podían alimentar. En 1960 se publicó la novela "Nami no Tou" de Seicho Matsumoto, en la que al final de la obra dos amantes se suicidan en el bosque, novela de la que quizás provenga la fama de este sitio para suicidarse, además, en 1993 se publicó "El completo manual del suicidio" de Wataru Tsurumi , una guía para suicidarse donde recomienda este bosque como un lugar idóneo.

Nada más entrar al bosque hay un cartel que invita a la reflexión a los suicidas y a buscar ayuda familiar. Las sendas para los turistas están perfectamente marcadas y aunque no es ilegal abandonar la senda hay carteles que advierten y aconsejan no hacerlo. A menudo el vigilante del bosque encuentra cuerpos ahorcados en los árboles y restos como pertenencias de personas que han decidido quitarse la vida. Es el segundo lugar del mundo donde más gente se quita la vida, siendo solo superado por el puente Golden Gate de San Francisco (Estados Unidos). 

Además de los suicidios también existe información de que algunos de los cuerpos encontrados no son de suicidas si no provenientes de asesinatos pasionales o de los Yakuzas, los asesinos dejan los cadáveres en el bosque esperando que no los encuentren o en su defecto que los confundan con el cuerpo de algún suicida. 

Los Yürei también forman parte de las leyendas de este bosque,son almas de personas que vagan por el bosque al haber sidos arrancados de la vida de una forma violenta. Se dice que al caer el sol se les puede ver vagando entre los arboles y que sus gritos de sufrimiento se oyen a través del viento.

Otro tipo de fantasmas que las leyendas cuentan que allí habita son los Goryo un tipo de fantasma vengativo, espíritus que antaño fueron humanos y maldicen un lugar como forma de vengarse por algo que se les hizo en vida. Algunos espiritistas afirman que los arboles del Aokigahara están impregnados de una energía malévola acumulada desde hace siglos. Esa energía proviene de toda esa gente que murió en este lugar y hacen todo lo posible para atraer a más personas y así convertirlas en nuevas víctimas. 

Pero fuera de las leyendas de fantasmas y demonios hay una realidad aterradora indiscutible y es que el Aokigahara ,fuera de los caminos marcados, el paisaje crea una distorsión del sentido de la orientación. Si miras delante tuyo para andar derecho, corres peligro de resbalarte y caerte, ya que el suelo parece sólido mientras que en realidad, a menudo, éste se encuentra a 30 o 40 cm más abajo bajo una alfombra de raíces y hojas, las cuales crean una tela que da la impresión de un terreno perfectamente llano. Este bosque posee numerosas cuevas enormes y profundas. Estas grietas abren ampliamente sus bocas bajo la vegetación y es muy fácil caer en el interior y reencontrarse allí, con horror, frente a esqueletos de los que quedaron atrapados tiempo atrás.


jueves, 22 de agosto de 2019

La mano - Guy de Maupassant

Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto. El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión. Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre. Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio: —Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.

El magistrado se dio la vuelta hacia ella: —Sí, señora es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarle de las circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso donde verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.

Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una: —¡Oh! Cuéntenoslo.

El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió: —Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano en esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre todo las circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin, éstos son los hechos:

Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se extiende al borde de un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañas.

Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares, apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas historias.

Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios años un pequeño chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había contratado al pasar por Marsella.

Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la carabina.

Se crearon leyendas entorno a él. Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias particularmente horribles.

Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.

Me contenté pues con vigilarle de cerca; pero, en realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a él.

Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.

Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la que disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro muerto.

Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica, y me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos charlado unas cinco o seis veces.

Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, le vi en el jardín, fumando su pipa, a horcajadas sobre una silla. Le saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.

Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Córcega, y declaró que le gustaba mucho esta país, y este costa.

Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que había viajado mucho por África, las Indias y América. Añadió riéndose: —Tuve mochas aventuras, ¡oh! yes.

Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso la del gorila.

Dije: —Todos esos animales son temibles.

Sonrió: —¡Oh, no! El más malo es el hombre.

Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento: —He cazado mocho al hombre también.

Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñarme escopetas con diferentes sistemas.

Su salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo: —Eso ser un tela japonesa.


Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre los huesos cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo.

Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un elefante.

Pregunté: —¿Qué es esto?

El inglés contestó tranquilamente: —Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta.

Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje.

Dije: —Ese hombre debía de ser muy fuerte.

El inglés dijo con dulzura: —Aoh yes; pero fui más fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.

Creí que bromeaba. Dije: —Ahora esta cadena es completamente inútil, la mano no se va a escapar.

Sir John Rowell prosiguió con tono grave: —Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesario.

Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome: “¿Estará loco o será un bromista pesado?”

Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas.

Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima de unos muebles, como si aquel hombre viviera con el temor constante de un ataque.

Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarle. La gente se había acostumbrado a su presencia; ya no interesaba a nadie.

Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche.

Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente.

Nunca pudimos encontrar al culpable.

Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadáver extendido boca arriba, en el centro del cuarto.

El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha terrible.

¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.

Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y dijo estas extrañas palabras: —Parece que le ha estrangulado un esqueleto.

Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena, quebrada, colgaba.

Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo en la segunda falange.

Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada, ni ninguna ventana, ni ningún mueble. Los dos perros de guardia no se habían despertado.

Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado:

Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había quemado a medida que iban llegando.

A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe cómo, en la misma hora del crimen.

Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.

Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba de nadie.

Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pública, y se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No se descubrió nada.

Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpión o como una araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los dedos como si fueran patas.

Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell; le habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su familia. Faltaba el índice. Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.

Las mujeres, enloquecidas, estaban pálidas, temblaban. Una de ellas exclamó: —¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicación! No vamos a poder dormir si no nos dice lo que según usted ocurrió.

El magistrado sonrió con severidad: —¡Oh! Señoras, sin duda alguna, voy a estropear sus terribles sueños. Pienso simplemente que el propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla con la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este caso es una especie de vendetta.

Una de las mujeres murmuró: —No, no debe de ser así.

Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, concluyó: —Ya les había dicho que mi explicación no les gustaría.


miércoles, 21 de agosto de 2019

La miel Silvestre

Título Original: La Miel Silvestre
Año de publicación: 1917
Autor: Horacio Quiroga
Nacionalidad: Uruguay









La Miel Silvestre

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como encanto.

Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores –iniciados también en Julio Verne–, sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla. La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot.

Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos, a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de diversión en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot.

Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.

De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.

—¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido.

—Al monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.

—¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor, deja esa arma, y mañana te haré acompañar por un peón.

Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado. Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco. Llegaron éstas a la segunda noche –aunque de un carácter un poco singular. Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino.

—¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo. Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.

—¿Qué hay, que hay? —preguntó, echándose al suelo.

—Nada... Cuidado con los pies... La corrección.

Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen, y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roído en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.

No resisten sin embargo a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección. Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de una mordedura.

—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino.

Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose en cambio de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales. Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas.

El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión – exacta por lo demás– de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical, no hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela, y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras del tamaño de un huevo.

—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel

Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después de un momento de descanso, pensó en el fuego: levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una enseguida, y oprimiéndole el abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarificó en melífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos! En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo.

Acaso a resina de frutales o de eucalipto. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Más que perfume, en cambio! Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador. Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse. Entretanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.

—Qué curioso mareo... —pensó el contador—. Y lo peor es...

Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.

—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa, sin escudriñar sin embargo el motivo de esa rareza—. Como si tuviera hormigas... La corrección —concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

—¡Debe de ser la miel...! ¡Es venenosa...! ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror: no había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.

—¡Voy a morir ahora...! ¡De aquí a un rato voy a morir...! ¡Ya no puedo mover la mano...!

En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.

–—Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar...!

Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...

Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió por bajo del calzoncillo el río de hormigas carnívoras que subían. Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición —tal el dejo a resina de eucalipto que creyó sentir Benincasa.




Horacio Quiroga S.




martes, 20 de agosto de 2019

Los gatos de Ulthar - H. P. Lovecraft

Título original: The Cats of Ulthar.
Año de publicación: 1920.
Nacionalidad: Estados Unidos.
Autor: Howard Phillips Lovecraft.

Se dice que en Ulthar, que se alza más allá del río Skai, a ningún hombre le está permitido el matar un gato; y eso es algo que puedo muy bien creer cuando contemplo al que se enrosca ronroneando ante el fuego. Ya que el gato es un ser críptico, y está cerca de cosas extrañas que resultan invisibles para el hombre. Es el alma del viejo Egipto, el portador de cuentos sobre las olvidadas ciudades de Meros y Ofir. Es de la estirpe de los señores de la jungla y heredero de los secretos del África antigua y siniestra. La esfinge es su prima, y el gato habla su lenguaje; aunque el primero es más viejo que la segunda y recuerda cuanto ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran matar gatos, vivían un viejo campesino y su esposa, y disfrutaban tendiendo trampas y dando muerte a los gatos de sus vecinos. Por qué lo hacían no se sabe, excepto que hay quien aborrece los maullidos de los gatos durante la noche, y le enferma que merodeen por patios y jardines durante el crepúsculo. Pero, por lo que fuese, ese anciano y su mujer gozaban atrapando y matando a cualquier gato que se aproximara a su chabola; y a juzgar por algunos de los sonidos que se oían tras la caída de la noche, algunos ciudadanos suponían que el medio de muerte empleado debía ser sumamente peculiar. Pero la gente no discutía tales cosas con el viejo y su esposa; tanto por la expresión que se leía habitualmente en sus rostros marchitos como por el hecho de que su casa fuera tan pequeña y estuviera tan oculta en la oscuridad, bajo corpulentos robles, al fondo de un patio descuidado. Realmente, por mucho que los propietarios de gatos odiaran a esa gente extraña, aún los temían más, y en vez de encararlos como asesinos brutales se limitaban a cuidarse de que sus queridas mascotas, o sus cazadores de ratones pudieran extraviarse por la alejada chabola bajo los oscuros árboles. Cuando a causa de algún descuido inevitable se perdía un gato, y aquellos sonidos se alzaban en la oscuridad, el damnificado podía lamentarse impotente o consolarse dando gracias a la suerte de que no se tratase de uno de sus hijos el perdido, ya que la gente de Ulthar era sencilla y no conocía el origen de los gatos.

Un día, una caravana de extraños vagabundos del sur penetró en las estrechas calles adoquinadas de Ulthar. Oscuros viajeros eran, distintos a las demás gentes errabundas que pasaban por el pueblo un par de veces al año. En la plaza del mercado leían el porvenir a cambio de plata y compraban hermosas baratijas a los comerciantes. Nadie sabría decir cuál era la tierra natal de esos viajeros; pero se les había visto rezar extrañas plegarias y los costados de sus carros estaban decorados con exóticas figuras de cuerpo humano y cabezas de gatos, halcones, carneros y leones. Y el jefe de la caravana lucía un tocado con dos cuernos y un curioso disco entre ambos.

En esa pintoresca caravana figuraba un muchachito sin padre ni madre, con tan sólo un diminuto gatito a su cargo. La plaga no había sido benévola con él, aun cuando le había dejado esa pequeña cosa peluda para consolarse en su pena; y cuando uno es muy joven puede encontrar gran alivio en las vivaces trastadas de un gatito negro. Así que el niño a quien el pueblo oscuro llamaba Menes sonreía más a menudo de lo que lloraba al sentarse jugando con su gracioso minino en los peldaños de un carro exóticamente decorado.

La tercera mañana de estancia de los trotamundos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gato; y mientras sollozaba a solas en la plaza del mercado, algunos lugareños le hablaron del anciano y su esposa, así como de los sonidos que se oían durante la noche. Y cuando escuchó tales cosas, el sollozo dejó paso a la reflexión, y finalmente a un ruego. Tendió sus brazos hacia el sol y oró en una lengua que los ciudadanos no podían entender; aunque tampoco se cuidaron demasiado de comprenderla, ya que su atención estaba mayormente vuelta al cielo y a las extrañas formas que iban tomando las nubes. Resultaba muy curioso, porque según el muchachito hubo completado su petición, parecieron formarse sobre las cabezas las sombrías, nebulosas formas de seres exóticos; de híbridas criaturas coronadas con discos flanqueados por cuernos. La naturaleza es pletórica en tales ilusiones, listas para impresionar a los imaginativos.

Esa noche los vagabundos abandonaron Ulthar y nunca volvieron a ser vistos. Y los lugareños se vieron turbados al advertir que en todo el pueblo no podía encontrarse un solo gato. El familiar gato había desaparecido de cada hogar; gatos grandes y pequeños, negros, grises, listados, amarillos y blancos. El viejo Kranón, el burgomaestre, juraba que el pueblo oscuro se los había llevado en venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo tanto a la caravana como al mozuelo. Pero Nith, el enjuto notario, aventuró que el viejo campesino y su mujer resultaban más sospechosos, ya que su aversión a los gatos era de sobra conocida, y cada vez parecía más audaz. No obstante, nadie osó quejarse a la siniestra pareja, aun cuando el pequeño Atal, el hijo del ventero, juró haber visto al crepúsculo a todos los gatos de Ulthar en ese maldito patio bajo los árboles, desfilando lenta y solemnemente en círculo alrededor de la choza, de a dos, como ejecutando algún desconocido rito de las bestias. Las gentes no sabían si prestar atención a alguien tan pequeño; y aunque temían que la maligna pareja hubiera embrujado a los gatos para matarlos, prefirieron no encararse con el viejo campesino hasta que pudieran pillarle fuera de su oscuro y repulsivo patio.

Así que todo Ulthar se acostó lleno de rabia impotente; y cuando la gente despertó al alba... ¡mirad! ¡Cada gato había vuelto a su hogar! Grandes y pequeños, negros, grises, listados, amarillos y blancos, ninguno se había perdido. Los gatos aparecían muy gordos y lustrosos, atronando de ronroneos satisfechos. Los ciudadanos hablaban entre sí sobre el asunto, no poco maravillados. De nuevo, el viejo Kranón insistió en que habían sido retenidos por el pueblo oscuro, ya que no hubieran regresado vivos de la choza del viejo y su mujer. Pero todos estaban de acuerdo en algo: en que la renuncia de los gatos a comer sus raciones de carne o beber sus platillos de leche resultaba sumamente curioso. Y durante dos días completos, los lustrosos, los perezosos gatos de Ulthar no tocaron su comida, limitándose a dormitar junto al fuego o al sol.

Transcurrió una semana completa antes de que los pueblerinos se percataran de que no se encendían luces tras las polvorientas ventanas de la choza bajo los árboles. Entonces el enjuto Nith apostilló con que nadie había visto al viejo o a su mujer desde la noche en que desaparecieron los gatos. Una semana más tarde, el burgomaestre decidió sobreponerse a sus miedos y acudir, como a un deber, a la morada extrañamente silenciosa; aunque tomó la precaución de hacerse acompañar por Shang el herrero y Thul el picapedrero a modo de testigos. Y cuando hubieron echado abajo la endeble puerta, tan sólo hallaron esto: dos esqueletos humanos, mondos y lirondos, sobre el suelo de tierra, así como gran número de curiosos escarabajos escabulléndose por los rincones en sombras.

Subsecuentemente, hubo muchas discusiones entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el alguacil, discutió largo tiempo con Nith, el enjuto notario; y Kranón y Shang y Thul fueron acosados a preguntas. Incluso Atal, el hijo del ventero, fue interrogado a fondo y recibió una golosina a modo de recompensa. Se habló del viejo campesino y de su esposa, de la caravana de oscuros vagabundos, del pequeño Menes y su gatito negro, de la plegaria de Menes y del cielo durante tal oración, de lo que hicieron los gatos la noche de la partida de la caravana, y de lo que más tarde fue hallado en la choza bajo los árboles oscuros en aquel patio repulsivo.

Y por fin los lugareños aprobaron esa señalada ley que es comentada por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir; a saber, que en Ulthar nadie puede matar a un gato.


lunes, 19 de agosto de 2019

#034 El Holder del Olvido

En cualquier ciudad, en cualquier país, puedes ir a cualquier institución mental o centro de rehabilitación donde puedas llegar por ti mismo. Dirígete a la recepción y pide visitar a aquel que se hace llamar "el portador del olvido". El empleado te mirará a los ojos y "tragará" audiblemente, te guiará a una habitación en las profundidades del edificio, mucho más profundo de lo que creerás posible. El empleado abrirá una puerta, dedicándote una última mirada de temor. Si eres valiente, entra en la habitación. Si eres un cobarde, huye ahora.

Dentro de la habitación, solo habrá una silla. Siéntate en ella. Si en algún momento comienzas a sentir un miedo inexplicable, levántate y corre hacia la salida. Aún eres libre de escapar. Si eliges quedarte, permanece sentado y espera hasta que las luces de la habitación parpadeen. No te levantes de la silla. Por ningún motivo te pares. Si no estás sentado cuando las luces empiecen a parpadear, caerás en el vacío entre ambos mundos y serás una comida para sus grotescos habitantes.

Cuando las luces parpadeen, debes cerrar los ojos de inmediato. Mirar hacia el vacío destruiría tu mente. Solo cuando escuches a un hombre aclararse la garganta podrás abrir de nuevo los ojos. Estarás en un calabozo oscuro, atado a la silla por una red de cadenas de una madera muy oscura. A tu alrededor, habrán muchas cabezas atravesadas por picas enlodadas de sangre, éstas estarán alineadas mirandote, y de pie ante ti estará un hombre vestido con un traje de verdugo. Míralo a los ojos; no muevas la mirada, no muestres el más mínimo atisbo de miedo, ya que si lo haces, él agregará tu cabeza a su colección.

Lo único que puedes decir sin ser decapitado es la siguiente pregunta:

¿Qué vendrá con ellos?

El verdugo reirá inhumanamente, las cabezas empaladas comenzarán a hablar. Te hablarán de horrorosas ejecuciones, te contarán con detalle sus finales individuales, pero no debes apartar la mirada del verdugo, o tú también hablarás de tu muerte. Eventualmente, él hablará de su propia "muerte", te contarán acerca de aquellos que trajeron la desgracia. Cuando termine su relato,se quitará la capucha, revelando una cara esquelética. Con una carcajada, agitará las manos y el mundo, y tú con él, se hundirán en la oscuridad.

Cuando vuelva la luz, estarás sentado tranquilamente en el vestíbulo de la institución. En tu regazo estará la capucha del verdugo.

Esa capucha es el objeto 34 de 538. Has visto lo que traerán consigo ¿los detendrás?