El verano de 1998 un joven al que llamaremos Alejo me pidió que le contara historias de miedo. Yo le pregunté si él tenía algo que contar y me dijo que conocía una historia que le había ocurrido el verano anterior, a los padres de su novia (ella estaba en ese momento con nosotros y le horrorizaba contarlo así que dejó el relato en boca de Alejo).
Se habían reunido varios matrimonios en una terraza a pasar la noche charlando mientras las estrellas (y quizá alguien o algo más) los observaban. En un momento dado, ciertas bombillas de la terraza se apagaron y encendieron como hacen las estrellas. Alguien bromeó echándole la culpa a los espíritus. Todo quedó ahí.
A la noche siguiente fueron a la terraza de otra casa siguiendo con la rutina veraniega habitual, y en un momento dado olieron a quemado y vieron humo. Asustados comprobaron que las llamas venían de la casa donde habían estado la noche anterior. Corrieron hacia allí y descubrieron que tan sólo ardía aquella parte en la que ellos habían estado sentados.
¿Fallo eléctrico que llegó hasta los sillones en pleno aire libre? ¿Unos espíritus cabreados porque les habían echado la culpa de algo que probablemente no habían hecho (¿o sí?).
Aquellas parejas llegaron a pensar que aquel trozo de la casa estaba embrujado y todos miraron con respeto aquel incendio extraño que no se propagó.
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