jueves, 30 de enero de 2020

Los Muros

Llovía agua nieve y eran las dos de la mañana. Tiré mis huesos en el asiento de un camión de transporte público, recién salido de la guardia. Estaba muy cansado para manejar mi viejo armatoste. Me senté hasta el fondo esperando dormir. Había un par de muchachos darkis sentados hasta adelante. Recargué la cabeza en el vidrio y cerré los ojos mientras el camión aceleraba.

—Pensé que te encontraría aquí.

Abrí los ojos pensando que me hablaban. Eran dos hombres, vagabundos típicos vestidos con harapos. El de barba se había sentado. El alto, de gabardina, seguía de pie. No los había visto al subir, ni al sentarme. Estaban a dos lugares de mí. Temía que me pidieran algo de cambio o se dirigieran a mí. Estaba a nada de cambiarme de lugar cuando volvieron a hablar.

—Es un buen lugar, todos suelen estar muy ocupados.

—Si nos oyeran nos ignorarían —Gabardina se sentó junto a su interlocutor—, debemos estar locos, ¿recuerdas?

Ok. Me sentí muy intrigado, lo admito. Esto se veía con algo de potencial, al menos para pasar el tiempo. Así que cerré los ojos y simulé dormir mientras escuchaba con atención, esperando que nunca se dirigieran a mí. Este es mi mejor esfuerzo de recrear la conversación, de memoria (y créeme, he pensado en ella lo bastante):

Gabardina: Así que ahora que todo avanza, ¿qué sigue?

Barba: Es muy pronto para pensar en eso. Las cosas todavía no terminan de caer en sus sitio.

Gabardina: ¿Y de quién es la culpa? Mientras puedan tomar decisiones, las cosas nunca acabarán de caer en su sitio; eso sin contar el ritmo con el que se reproducen.

Barba: Sam, lo discutimos antes de comenzar, el libre albeldrio era conveniente.

Gabardina: Ya, ya: decisiones infinitas, paralelos infinitos, sí, brillante, ¿no te ha dado la impresión de que podrían echarlo a perder?

Barba: No mucho. Niños problema a los que no se les puede hacer confianza, nada más.

Gabardina: Claro, solo que me siento, no sé, estancado. ¿No deberíamos intentar algo?

Barba: (ríe) Tan impaciente como ellos. Es muy pronto.

Gabardina: Aún temes que él pueda entrar aquí, ¿verdad?

Barba: (molesto) ¿Tú qué crees? Ha logrado entrar siempre. ¿Cuántas veces hemos pasado por eso, Sam? He perdido la cuenta.

Gabardina: Pero todo eso fue antes de que supiéramos construir un infinito.

Barba: Sí. ¿Un infinito rodeado por qué, exactamente?; ¿qué crees que está esperando al otro lado?

(Silencio)

Barba: Construimos este refugio, establecimos las reglas y la agenda y dejamos que las cosas tomaran curso. ¿Ya te olvidaste de tu miedo, todo ese largo, largo tiempo que pasamos planeando, temblando de miedo de ser descubiertos?

Gabardina: No, claro que no, Lu. Tal vez tienes razón. Tal vez sea mejor que nos tomemos nuestro tiempo, que nos hagamos fuertes. Lo hemos mantenido fuera todo este tiempo, al menos, ¿por qué no un poco más, por qué no para siempre?

Barba: ¿No sales mucho, verdad?

Gabardina: ¿Qué estás insinuando?

Barba: Lo sabes. Está aquí. Ha estado aquí por mucho tiempo ya. La única cosa que nos ha mantenido a salvo es que incluso el infinito no puede matar al infinito; siempre hay otro lugar en dónde esconderse.

Gabardina: ¿pero cómo?

Barba: Siempre comienza igual. Algún idiota se pone a buscar respuestas, insatisfecho con los cuentos de hadas que siguen contándose. Creen que hay alguna gran verdad esperando a ser descubierta. Deberías escucharlos gritar una vez que entienden cuánta razón tienen, cuánta insoportable razón tienen.

Gabardina: ¿Lo buscan?; ¿por qué?… ¿quién haría algo así?

Barba: No lo conocen igual que nosotros, además, decidimos ser los villanos, para bien o para mal. Gracias a eso, habrá siempre quién quiera verlo con sus propios ojos. Los listos sospechan que algo no encaja, que hay algo que no embona del todo; los verdaderamente listos, hacen embonar las piezas ellos solos y dejan el asunto por la paz. La verdad es que me alegra que no lo hayas visto de primera mano: cómo se pudren las estrellas, cómo los mortales se arrancan la lengua y se sacan los ojos, aunque eso no los ayude mucho a dejar de ver. Estoy seguro que recuerdas cómo era aquello. ¿Fue en el séptimo ciclo, cuando se le ocurrió que era más entretenido que pudiéramos ver lo que nos hacía?

Gabardina: Sabía que era un error darles acceso. Te lo dije.

Barba: Una cosa por la otra. Era nuestra mejor oportunidad: darles aliento, darles acceso, darles mito y dejarles el trabajo pesado, ahora cada uno de ellos es un infinito en sí mismo; nuestra salvación y nuestra ruina, todo envuelto en este extraño empaque de carne.

Gabardina: Creí que los muros aguantarían esta vez.

Barba: Los muros nunca aguantan.

El camión rebotó por un camino lleno de baches por unos diez minutos hasta que llegó a la siguiente parada. Quería que dijeran algo más. Me sentía fascinado por la profundidad de sus alucinaciones compartidas y me pregunté si no habría alguna manera de detenerlos para realizarles una evaluación (habría vendido mi alma por la oportunidad de escribir un artículo de primera mano sobre su condición – psicosis compartida, un caso de folie a deux) pero nada de lo que escuché me hizo suponer que fueran peligrosos. En la parada, tomé mis cosas y me bajé del camión, detrás de los darkies, que bajaban para andar a un bar; cuidando de no mirar a los “ángeles caídos”. Me incliné delante del conductor y le comenté de paso que sería bueno no perder de vista a esos dos que se quedaban; añadiendo que trabajaba en el hospital de San Tomás. Dio un vistazo por el retrovisor y me devolvió un gesto de sospecha.

—Tal vez quiera aprovechar para que lo revisen doc —señaló con un dedo hacia atrás—. Usted es el último.

He pensado en esa conversación durante los últimos meses. Muchas de las noches, logro parar con el cansancio. He tenido sueños inspirados en esto. En muchas de las noches, la cosa queda ahí. En otras, lucho por sacar de mi cabeza cómo se vería una estrella que se pudre.



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