domingo, 12 de enero de 2020

Navidad sangrienta

La navidad es aquella ceremonia donde se festeja el nacimiento de Cristo, y todos tienen una noche buena, pero la familia Edith no tuvo esa noche buena. Londres año 1980, la familia Edith espera ansiosa la navidad, es un día con mucha nieve, pero podría ser peor cuando informan por televisión sobre un asesino que se ha escapado de la cárcel con un traje de santa Claus y que ronda por esa misma zona, la familia se mantiene alerta, pero no lo suficiente ya que no han asegurado la casa y que en cualquier momento el prófugo podría introducirse en el hogar.

Ante esto la madre manda a dormir a su hijo en el segundo piso de la casa, para estar más asegurado. Ya es medianoche y en la casa están todas las luces apagadas, de repente se siente un ruido por la chimenea. Entonces Lautaro, hijo único de la familia, se levanta de la cama creyendo que era santa, fue entonces cuando la madre grita:

¡Lautaro corre y escondet....

Pero el asesino le corta el cuello a la mujer con lo cual muere ensangrentada, el niño siente un temor inexplicable. Mientras el niño subía las escalera rápidamente, el prófugo le decía con voz dulce y delicada:

Lautaro, dale un abrazo a Santa.

Fue entonces que en esa ocasión aparece el padre del niño peleando contra aquel asesino, pero por un descuido minúsculo el psicópata saca un hacha que tenia escondido en su traje robusto y le corta el hombro al pobre hombre que gritaba agonizante en el pasillo de su casa, mientras gritaba adolorido por la herida el esquizofrenia hombre le corta la cabeza al padre de Lautaro. Ahora sí, Lautaro sentía miedo, pero a la vez furia y tristeza por lo sucedido aquella noche de alegría, él estaba solo e indefenso lo único que pudo hacer fue esconderse en su cuarto, encerrarse en su closet y llamar sollozante a la policía sin que aquel demente se diera cuenta de la llamada a las autoridades y que todo se diera por terminado... pero no fue así como lo pensó Lautaro.

El asesino aun buscaba al joven asustado, pero cuando subió las escaleras escucho un bullicio en el armario, el loco sin pensarlo cortó el cable del teléfono, abrió el armario y asesinó brutal y despiadadamente a aquel joven niño de tan solo 7 años de edad, cortándole sus miembros y extrayendo sus órganos. Mientras Lautaro agonizaba el despiadado hombre le corto el cuello y es ahí cuando la vida de aquel niño se da por terminada, pero antes de irse el loco vestido de santa Claus descuartiza a los integrantes de la familia, los mete en una bolsa negra y los coloca en una caja cuadrada, los envolvió con papel de regalo y lo dejo debajo de aquel árbol de navidad que hermoso se veía con sus adornos navideños. Jamás se volvió a saber de aquel asesino, pero ten cuidado, puede que en cualquier navidad aparezca en tu casa, pero... ¿estarás preparado para ello?


sábado, 11 de enero de 2020

#045 El Holder de la Paz

En cualquier ciudad, en cualquier país, puedes ir a cualquier institución mental o centro de rehabilitación donde pueda llegar por ti mismo. Irrumpe en la recepción con una expresión de rabia en el rostro y exige ver a aquel que se hace llamar "el portador de la paz". El empleado retrocederá y te pedirá que hables más bajo. No cumplas con su solicitud; habla más alto, porque la ira en tu voz es todo lo que mantiene las cadenas cerradas de la puerta detrás del escritorio.

Mantén la ira en tu voz: el empleado se agachará debajo de su escritorio y señalará con un dedo tembloroso un pasillo a tu derecha que no estaba allí antes. Inmediatamente gira y pisa fuerte por el pasillo. No mires por encima de tu hombro, si lo haces, el empleado se inclinará hacia atrás y abrirá la cerradura de la puerta detrás de él.

Camina hasta que encuentres una puerta con un hermoso diseño de incrustaciones de nácar. Ábrela, pero quita la ira de tu cara de inmediato: los que están dentro no aprecian tanto la ira.

Con una mirada tranquila en tu rostro, entra. Estarás en un hermoso templo al aire libre, con una hiedra enroscada en pilares de mármol y hermosos mosaicos bordando las paredes. La puerta se cerrará detrás de ti. No intentes abrirla, porque nunca lo hará, y los monjes con túnicas marrones que ves deambulando harán cualquier cosa para que te quedes, incluso si eso significa tu muerte.

Deambula. No importa qué idioma hables, los monjes también lo hablarán. Son amigables y a todos les encantaría conversar, pero declinan educadamente. Diles que debes hablar con el Jefe de la Orden.

Eventualmente serás dirigido a un hombre sentado en un tablero de ajedrez: el abad del templo. La figura frente a él está encapuchada y con armadura. No intentes hablar con la figura encapuchada, o tu muerte será mucho peor que cualquier visión del infierno que el hombre pueda evocar. En cambio, recurre al hombre con la túnica marrón. El tablero está a un paso del jaque mate. Inclínate y pregunta amablemente:

¿Por qué se juntan, padre?

Abrirá la boca como para hablar. Pero la figura frente a él dejará escapar un aullido demoníaco de ira y sacará una espada. Está bellamente diseñado, pero parece manchado de alguna manera con un mal impensable. Con un grito, la figura te derribará y comenzará a matar sistemáticamente a los otros monjes. Intentarán defenderse, pero solo tienen bastones, y la espada que empuña el loco es tan afilada que corta los pilares como un cuchillo en mantequilla.

Mientras observas esto, el abad hará el movimiento final en el juego. El hombre con armadura se balanceará y luego correrá hacia ti con la espada en alto.

Si fuiste grosero o hiciste algo mal, la hoja de la espada te alquilará a nivel atómico, y el dolor nunca cesará. Sin embargo, si fuiste cortés, el abad se parará frente a ti y clavará la pieza del rey negro en el ojo derecho del guerrero loco.

No prestes atención o simpatía mientras cae al suelo, debes gritar, o el abad se dará la vuelta y te hará lo mismo con la pieza del rey blanco. En cambio, concéntrate en el abad, que ahora se ha dado media vuelta para enfrentarte.

Él te dirá por qué se reúnen. Es una historia larga, tan cargada de derramamiento de sangre y horror que puede enloquecerte. Pero si sobrevives a su revelación, él te dará, por debajo de la mesa con el tablero, una vaina ricamente adornada con incrustaciones de oro. Aunque nunca lo hayas visto antes, instintivamente sabrás que coincide con la espada que el guerrero empuñaba hace un momento. No lo dudes, tómala y dirígete hacia el cadáver del loco, toma su espada y su funda, límpiala, también la necesitarás.

Antes de que te vayas, el abad te detendrá y hará un gesto hacia la cara, ahora sin capucha, del guerrero. Era guapo, pero no repares en ello. La única cosa en la que deberías centrarse es en el hecho de que la pieza del rey negro ha desaparecido. Mira al abad, que asentirá y dirá una palabra: Regicida.

Un destello de luz te cegará, y cuando recuperes la vista estarás parado en la acera a dos cuadras del edificio. Regrese a la acera, no quieres que te atropellen.

La espada que ahora portas una vez perteneció al rey blanco y es el Objeto número 45 de 538. El Rey Negro está huyendo de la escena de su asesinato y la espada del Rey Blanco anhela venganza.


viernes, 10 de enero de 2020

Desastre

Mi nombre es Chris, formó parte de un grupo de ayuda que se formó en mi escuela. Soy un chico "sádico" y obsesivo por las cosas —como dirían los demás— "raras". Me encanta ayudar a las personas, en especial a aquellas que tienen problemas mentales y físicos. Soy un chico solitario y de pocos amigos, durante toda mi vida me ha sido difícil socializar con personas. Tenía solos 2 amigos. Había clases por la tarde, en la noche me reunía con el grupo de ayuda. Esa noche, conocería a una chica que cambiaría por completo mi vida.

Al terminar las clases, fui directamente a la reunión, donde me presentaron a un grupo de chicos nuevos tímidos, pero amables. Había una chica linda, pero descuidada con su atuendo; su ropa estaba rasgada y quemada. Ella era las más tímida de todos. Me le acerqué diciéndole sonriente:

—Hola.

Su respuesta fue silencio.

—No seas tímida. Je, je. No te diré nada malo.

Seguía sin responderme

—Esta bien. Si quieres, te dejaré sola.

Me disponía a retirarme, pero unas palabras me lo impidieron:

—E-espera.

—¿Por qué eres tan tímida?

—Y-yo... Lo siento.

—No te preocupes.

—Ellos no te lo han dicho, ¿verdad?

—¿Decirme qué?

—Y-yo... Bueno. Yo no sé cómo decírtelo.

—Dímelo como tú quieras...

—Yo... sufro de TID, Trastorno de Identidad Disociativo. Lo siento.

—Joder. Pero ¿por qué estás aquí? Deberías estar en un lugar mejor.

—Quise escapar del lugar de donde estaba. Pedí ayuda, y ellos me trajeron acá. No sabes lo que me hacían en el lugar de donde vengo. Siempre era lo mismo. Me torturaban y abusaban.

—¿Q-qué...? ¿De qué lugar me hablas?

—Vengo de una clínica para personas con problemas de personalidad y de trastornos mentales. Perdí a mis padres, cuando era niña. Tenía un hermano mayor. Él... simplemente desapareció. Me quedé sola. Me llevaron a un orfanato. Las personas empezaron a ver que mi comportamiento era extraño. Decían que era algo agresiva... y deprimente. Mi hermano era muy violento. Él me golpeaba y me dejaba encerrada en un cuarto por horas. Una vez, trajo un perro en el lugar donde vivíamos... y lo degolló enfrente de mis ojos. Él me obligó a hacer varias cosas. Él llevaba animales a la casa... y me obligaba a degollarlos o decapitarlos. Él quemó el hogar en el que vivíamos... dejándonos sin nada.

Me callé, ya que no sabía qué decir.

—Lo sé. Soy muy rara. Perdóname.

—No, no es eso. Me intriga tu historia

—E-está bien..

—¿Cómo te llamas?...

—Afton, ¿y tu?

—Chris. Je, je. Lindo nombre.

—También me es lindo el tuyo.

—Afton, ¿quisieras que seamos amigos?

—S-sí.

—Je, je, je. Está bien.

Lo único que no sabía era que ella sería la que iniciaría el infierno en mi vida.



Calificación: 

Jörmungander

Nombre: Jörmungandr.
Origen: mitología nórdica.
Temperamento: agresivo.
Tamaño: titánico.



Hijo del dios Loki y la gigante Angrboda. Además, es hermano de Fenrir (un lobo monstruosamente gigante) y Hela (reina de Helheim). Es una monstruo macho con la apariencia de una serpiente del tamaño del mundo. Se extiende por la tierra hasta donde la vista podía alcanzar, su horrorosa cabeza de dragón y su interminable cuello sobresalían por encima del horizonte y las montañas como un pilar escamoso color ébano coronado por el semblante mismo de la muerte.

Los dioses, al conocer a Jörmungander, utilizaron su don de la clarividencia para prever el terrible destino que traería la bestia al mundo. Fue así como el dios Odín, incapaz de darle muerte, desterró arrojando a Jörmungander al profundo mar que marcaba los límites del Midgard (el mundo de los humanos).

Durante el Ragnarök, Jörmungander junto con su hermano Fenrir serán los encargados de traer destrucción y muerte al mundo de los hombres. Jörmungander emergerá de las profundidades del océano del Midgard, retorciéndose y girando con furia sobre sí misma, provocando que los mares se alcen y azoten contra las montañas. La serpiente inhalará las almas de los hombres y exhalará veneno sobre la tierra y el cielo.

Una vez que los océanos se hayan vaciado y Midgard esté aniquilada, la bestia reptará por el tronco del Yggdrasil (el árbol que contenía todos los mundos) e se dirigirá directamente hacia el dios Thor. Éstos lucharían encarnizadamente hasta que Thor mata a la serpiente gigante con su martillo Mjolnir, sin embargo, debido al veneno de Jörmungander, Thor solo es capaz de dar nueve pasos antes de caer muerto.


jueves, 9 de enero de 2020

El demonio de la perversidad - Edgar Allan Poe

Título original: The Imph of the Perverse
Autor: Edgar Allan Poe
Año de publicación: 1845

El Demonio de la Perversidad

En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala.

Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera.

Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la ídealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.

Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?

La inducción a posterior hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución.

Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; ¿y por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable.

Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna.

Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos.

En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror.

Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.

Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.

He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá, por lo menos, una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, me hubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de lo perverso.

Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»

Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen.

Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el cría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: Estoy a salvo.

Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les dí esta nueva forma:

—Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.

No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.

Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro.

Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible —pensé— me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.

Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.

Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado. Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?



Edgar Allan Poe