lunes, 27 de enero de 2020

#307 El Holder del Invierno

En cualquier ciudad, en cualquier país, ve a alguna institución mental o casa de acogida a la que puedas llegar por tus propios medios, cuando llegues al mesón dí que quieres visitar a quien se hace llamar "El Portador del Invierno", si la recepcionista comienza a llorar estás en el lugar correcto. La recepcionista llamará a seguridad y serás escoltado afuera del edificio a una calle fría en medio de una tormenta de arena, comienza a caminar por la calle, verás que todas las casas son oscuras y el crepúsculo pareciera durar por siempre. Es bueno que en tu camino disfrutes del canto de las cigarras y los pájaros, ya que si ellos se detienen debes correr. Cualquier dirección que tomes será la correcta siempre y cuando sea bajando una calle, si el canto continúa nuevamente detente. No te aventures a salir del camino ya que las cosas que habitan el bosque odian la compañía.

Si ves un cuervo solo, de pie en los cables eléctricos debes dejar de moverte. En cambio si hay un cuervo blanco en su lugar puedes voltearte cuidadosamente y acercarte rápidamente a la salida; Si corres el te escuchará y jamás se aburrirá del dolor que te producirá su festejo en tu alma. Todo quedará en silencio, pero ellos saben lo que has visto así que ni intentes correr. El cuervo volará lenta y horriblemente hacia ti, una vez que veas sus verdes ojos no podrás alejar tu mirada de él ya que si lo haces el tiempo transcurrirá hasta mediados de invierno sin que puedas moverte, sintiendo como te congelas lentamente hasta la muerte en la nieve.

Cuando el cuervo aterrice comenzará a picotear el suelo ignorándote, si su cabeza gira debes permanecer mirándolo al área donde deberían encontrarse sus ojos, entonces debes hacer solo una pregunta: "¿Qué ganaremos con el invierno?

El ave continuará picoteando el suelo mientras continúes mirándolo, si en este punto vuela lejos de ti debes considerarte afortunado, ya que no fuiste considerado digno de morir a manos de este ser y te ha dejado escapar. De ser así no intentes volver por este objeto si valoras tu vida.
Si en cambio gira a ver tus ojos escudriñando tu alma, entonces el tiempo dejará de ser medible y comenzarás a sentir el frío de comienzo de invierno invadir tus huesos, no apartes la mirada. El cuervo volverá a graznar antes de levantar el vuelo, debes perseguirlo, no lo pierdas de vista. Llegarás a un bosque y verás al cuervo entre los árboles, fijate bien en donde desaparece de tu vista y entra al matorral tu mismo. Si no localizas al ave, ni siquiera el suicidio te salvará de las criaturas que llaman "hogar" a este bosque.

Entrarás en un claro y encontrarás al cuervo muerto hace mucho tiempo, en avanzado estado de descomposición, lo único que queda intacto es uno de sus lúcidos ojos verdes. Sentirás la abrumadora necesidad de sacar uno de tus propios ojos y reemplazarlo con el del cuervo, si resiste este impulso perderás la conciencia. Cuando despiertes, estarás en el parque más cercano a tu casa, cubierto con una fina capa de nieve y el ojo verde reposando en tu mano izquierda. Si alguna vez miras fijamente la pupila del ojo morirás ya que las criaturas del bosque siempre están hambrientas cuando no llegan buscadores.


Ese ojo es el objeto N°307 de 538. Cualquiera que lo mire será devorado por las criaturas. ¿Lo usaras para gobernarlos o para salvarlos?

Alimentos de la Infancia [Micropasta]

Bajó las escaleras y se aproximó hacia el caldero que giraba en el aire. El contenido era blanquecino, no despedía ningún olor y varios objetos flotaban en la superficie.

Sumergió ambas manos, las sacó de prisa y sorbió lo que pudo. Sabía a vainilla. De repente oyó un alarido que provino del piso de arriba: la estaban llamando a gritos. Se fue corriendo de allí. Esa sería la última vez que probaría una sopa de ese tipo. Sin duda, extrañaría la combinación de huesos humanos, carne podrida y tripas de cordero.


domingo, 26 de enero de 2020

La verdadera historia de Phineas y Ferb

Muchos ya han de conocer la famosa serie de Disney Channel llamada "Phineas y Ferb", pero nadie sabe su verdadera historia... Esta es la verdadera historia de Phineas y Ferb.

El hecho se remonta hacia el año 1993, en un desconocido pueblo llamado Lultin (Rusia), ahora un lugar en ruinas, que prácticamente ha desaparecido dentro de la nieve. En una humilde casa de aquella década vivía junto a su familia una niña llamada Candace Flynn, víctima de una infancia llena de trastornos. Cuando Candace era apenas una niña, sus padres se divorciaron, quedando al cuidado de su madre, la cual jamás le prestó la suficiente atención. Al nacer su hermano Phineas, quien padecía de hiperactividad, y luego su hermanastro Ferb, sufriente de un severo caso de retraso mental, impidiéndole, entre otras cosas, hablar, Candace desarrolló una imaginación fuera de límites.

Todos los días Candace le contaba a su madre "las increíbles hazañas" que sus hermanos habían realizado en su ausencia. Ya aburrida de esta situación, la madre acudió a un especialista, el psiquiatra Heinz Doofenshmirtz, quien le diagnosticó a Candace una esquizofrenia severa, para lo cual le prescribió medicina de alto potencial. Como consecuencia del consumo de estos medicamentos, la situación de Candace empeoró. Se trataba de drogas psiquiátricas que tenían como fin calmar sus impulsos erráticos, pero que a su vez, como efecto colateral, la llevaron a una gran adicción, que la introdujo a probar con drogas más fuertes.

Candace, cansada de que nadie creyera sus historias sobre sus hermanos, decidió escribir un diario en el que plasmó cada una de las aventuras de Phineas y Ferb, explicadas con lujo de detalles.

A sus 14 años Candace Flynn ya era una consumidora activa de dietilamida de ácido lisérgico (LSD), comúnmente conocida como ácido, lo cual produjo un alto aumento en su distorsionada apreciación de la realidad.

Para el año 2005, Candace Flynn es encontrada muerta en su habitación, junto con una nota de suicidio escrita en la última página de su diario. Los forenses dedujeron que Candace había muerto de una sobredosis intencional de varias drogas, presunción que comprobó la autopsia.

Para finales del año 2005, la perturbada madre de Candace ofrece las historias de Candace a Disney Channel, que muestra interés en comprarlas. Y un 17 de agosto de 2007 se estrena a nivel mundial una distorsionada y mejorada versión del mundo de Candace, llamada "Phineas y Ferb".


viernes, 24 de enero de 2020

Judge Angels

Hoy fue un día importante para los Clark; después de 9 meses, la señora Clark finalmente dio a luz a su hija. Todo el mundo en la región sabía sobre el señor Clark, el juez famoso y serio que vivía allí.

Después de unas horas, la enfermera encargada de ayudar en el parto de la niña salió de la sala con una expresión de preocupación en su rostro, y se dirigió a la sala de espera del hospital, donde se encontraba el señor Clark.

- Um, señor. Clark... -la enfermera lo miró con una expresión impactante en su cara.

- ¿Sí? ¿Qué es? -el señor Clark miro a la mujer, que entró en pánico cuando éste frunció el ceño.

- Uh... es posible que tenga que verlo usted mismo, señor Clark...

- ¿Qué es lo que debería ver? ¿Por qué no me dices eso ahora? -respondió el hombre levantándose de la silla frustrado.

- Bueno... su hija parece ser un poco... -comenzó a explicar retrocediendo a pasos lentos con notable miedo hacia el hombre delante suyo- especial -dijo finalmente.

Esa palabra fue lo que disparó la carrera del señor Clark hacia la sala de partos donde se encontraba su mujer, aun tumbada en la camilla de hospital intentando recuperar las fuerzas que el nacimiento de su bebé le había quitado. Cuando el hombre hizo su aparición en la sala todo fue silencio.

El recién nacido era una niña, pero su pelo era rubio como el sol, a diferencia de sus padres; la señora Clark era pelirroja, mientras que el Sr. Clark tenía el cabello marrón. Lo más sorprendente, sin embargo, era que la chica tenia un par de ojos aterradores; sus ojos eran completamente negros con un pequeño brillo singular; la pupila era de un negro aún más profundo.

- ¿¡Qué criatura monstruosa es eso?! -gritó el Sr. Clark con furia. Nadie hablo en respuesta. De pronto, el señor Clark agarró a la Sra. Clark, que aún estaba descansando-. No te hiciste líos con otra persona, ¡¿verdad?! ¿para dar a luz a semejante monstruo!?

- Su mujer está muy débil en estos momentos, Sr. Clark. Por favor...

- ¡Como si me importara! -empujó a la enfermera, que cayó de espaldas sobre la cama-. Pediré a mi abogado para que venga aquí -concluyo el Sr. Clark, saliendo de la habitación.

Unos días más tarde, el abogado, Sr. Taylor, llego.

- Sr. Clark, en cuanto a la niña... ella es su hija, sin duda; la prueba de ADN lo confirma, y las revisiones a los ojos muestran que su vista es normal. El médico llegó a decir que nunca había visto un caso como éste. Sus ojos son de color negro, pero ella no tiene ningún problema en su vista, de hecho, su visión es dos veces mejor que la de una persona normal -finalizó Taylor poniéndose de pie frente al escritorio del señor Clark y depositando sobre ésta una pila de documentos con información de la niña.

- Pero ella es un monstruo. Ella no es perfecta; lo que quiero es un niño perfecto -dijo el Sr. Clark, sin siquiera tomar un vistazo a los documentos.

- Entonces... ¿qué debemos hacer? ¿Dejarla en el orfanato? -dijo Taylor.

- No, eso afectaría a la impresión que tiene la gente sobre mí... Si ese es el caso, entonces no voy a dejar que vaya a la escuela. Voy a contratar tutores para enseñarle. No dejes que nadie la vea. Ah, también, diles a las enfermeras que ayudaron en el parto a no decirle a nadie sobre esto. Esta es una muy mala impresión de nuestra familia -cerró su libro y miró a Taylor-. Si ocurre algún accidente, simplemente acabare con ella... Ella es un fracaso, después de todo...


Trece años más tarde, Dina Ángela Clark, la chica extraordinaria, no le gustaba hablar, posiblemente porque ella fue encerrada en la mansión durante toda su vida por su padre, por lo tanto, se volvió una anti-social. Dina sabía que su padre era un juez muy famoso, y que él hacía las cosas de manera muy justa, siempre vía las cosas desde un punto de vista neutral, al menos en su trabajo. Sin embargo, él siempre buscaba la perfección en todo, por lo que tiene una muy mala relación con Dina. A pesar de que sus padres nunca se llevaron bien entre sí antes ni después de que ella naciera, se sentía culpable de que entre ellos ya no existiera amor.

Dina nunca había salido antes debido a sus ojos. Observándose en el espejo, se dio cuenta que sus ojos no eran completamente negros, mirando de cerca, podían verse pequeños destellos en ellos, como una pequeña galaxia. Ella ha menudo se fascinaba mirando sus propios ojos en cualquier reflejo. Su cabello rubio lo llevaba corto y desordenado, por lo general era su madre la que lo cepillaba.

A la señora Clark no le importaba la apariencia de Dina, ella era su hija y la amaba; cuando no estaba al lado de su hija, pensaba en ella. Por supuesto, ella siempre sabía lo que su marido (que no le gustaba en absoluto su hija) estaba haciendo.

Dina no tenía ningún amigo. Su padre la había encarcelando en casa toda su vida, y aunque la mansión era realmente enorme, ella se sentía muy sola. Ella solía tener pensamientos sobre lo que era tener un amigo, a veces se dejaba llevar y mantenía largas conversaciones consigo misma. En la actualidad, la única persona con la que compartía era su madre, por lo que realmente la adoraba. Dina pensaba en estas cosas mientras observaba a los niños jugando alrededor del parque cerca de su casa.

De repente, alguien llamó a la puerta la habitación de Dina. Era la Sra. Clark.

- Dina, iré al centro comercial ¿Quieres que compre algo para ti? -terminó de decir, y miro a Dina.

- No, gracias.

- Pero querida, no has estado comiendo nada últimamente, y pareces más delgada que antes... te voy a comprar algo para comer después -la Sra. Clark salió de la habitación antes de que Dina pudiera contrariarla.

- Te dije que no quiero... -dijo suspirando.

A pesar de decir que no, Dina realmente agradecería probar algo del exterior; ropa, comida, todo era interesante para ella ahora. Quería probar algo del mundo exterior, pero no... Desde que nació, una criada fue contratada por la familia, su nombre era Maisha, y su trabajo consistía en cuidar de Dina. Pero el trabajo de la criada era en realidad, mantener informado al señor Clark. Invirtió un montón de dinero para contratar a esta mujer, que tenía un montón de antecedentes penales, para prevenir que Dina le cause problemas, mas que para protegerla.

Después de todo, Dina cavilaba ¿quién sabe lo que haré con él? Llegado a este punto, la mayoría de las personas dejarían de pensar ahí, pero Dina no lo quería ni sentía vergüenza en aceptar sus más profundos deseos.

- Si puedo, me gustaría matarlo.

Pocos días antes de Navidad, Dina no estaba muy entusiasmada con las fiestas, ya que ella siempre pasaba la Navidad como si fuera un día normal, no lo celebraban. Afortunadamente, cada vez que era su cumpleaños, la señora Clark siempre preparaba un pequeño pastel para celebrar con ella; no lo sabía todavía, pero gracias a su madre, Dina siempre recordaría su más temprana infancia como algo valioso.

- Ya que no voy a tener ninguna tutoría hoy, haré lo que suelo hacer -pensó Dina. Se levantó de la cama, salió de la habitación, y empezó a deambular por la casa. A pesar de que el Sr. Clark la encerraba en la casa, nunca dijo nada acerca de pasear alrededor de la morada. Era bueno que la casa fuera grande. Que la familia fuera más o menos la más rica de la región, nunca le pareció algo bueno a Dina, si para mantener tu fortuna debías ser tan arrogante como su padre, no quería tener nada que ver con eso.

A pesar de que estaba estrictamente prohibido para Dina entrar en la sala de colecciones del Sr. Clark, ella siempre se colaba en ella. En esa habitación, podía permanecer durante mucho tiempo, observando una cosa que realmente le llamaba la atención, una espada de color blanco. La espada descansaba tras un aparador de cristal, y estaba aislada de las otras colecciones, como si se tratará de algo realmente especial.

Siempre que Dina se acercaba a la espada, se creaba una resonancia sin sonido, y la espada brillaba de un color plateado. Dina se quedaba durante horas para contemplar la espada. Según su madre, había una leyenda que decía que la espada perteneció originalmente a un ángel y que, durante una guerra, ésta cayó accidentalmente en el mundo humano, y nunca fue reclamada por el ángel de nuevo. Sin embargo, desde entonces, los humanos del mundo comenzaron a usarla por diferentes razones; dicen que algunas veces se utilizó para matar, para proteger, para beneficios personales, etc. Y así la espada fue pasando de dueño en dueño durante muchos, muchos años. También sabía que, si la espada lo consideraba, podía establecer una conexión con su amo por toda la eternidad. Esto último Dina no recordaba quien se lo había dicho, simplemente lo sabía.

- Esa hermosa espada... -los ojos negros de Dina reflejaban la imagen de la espada. Cada vez que ponía sus manos sobre el aparador, sentía como sus palmas eran jaladas hacia el vidrio, esta vez no fue diferente. De repente, oyó pasos acercándose, así que ella se escondió. La puerta se abrió y por ella entró Maisha; haciendo su patrullaje diario. Era obvio que la estaba buscando, ya sabían que había salido de su habitación sin permiso.

Todo lo que pudo hacer fue mirarla con odio. Dina salió de su escondite tan pronto como Maisha salió de la sala de colecciones.

Por la noche, la señora Clark regresó a casa con un montón de cosas que había comprado en el centro comercial; casi todo eran suministros de uso diario. Lamentablemente, se encuentró con el Sr. Clark, que no aparecía a menudo en la puerta principal.

- ¿Qué has comprado? -dijo el Sr. Clark. Agarró con tanta fuerza el brazo de su madre, que algunos artículos cayeron al suelo, incluyendo el chocolate que había comprado en secreto.

- ¿Por qué compraste esto? Es por ese monstruo ¡¿no?! ¿Cómo te atreves a comprar estas cosas en secreto? -lleno de furia, empujo a la Sra. Clark al suelo, pero antes de que pudiera seguir humillándola, Dina apareció y se interpuso entre sus padres.

- ¡Padre! ¿¡Qué demonios estás haciendo?!

- No tienes derecho a llamarme "Padre", ¡monstruo! Sólo la más perfecta puede llamarme así! -sin entender lo que su padre quiso decir, recibió una bofetada que la tumbó. Cuando recobró la conciencia, pudo mirar como su padre se iba.

Dina ayudo a su madre a levantarse y, no sin antes asegurarse de que su padre se hubiera ido, le preguntó.

- Mamá ¿estás bien?

- No te preocupes, estoy bien. Estoy bastante de mala suerte hoy. ¿Y tú, querida?

- Estoy bien... Pero yo te dije que no compres nada para mí, Si papá lo ve...

- No importa... Ya que eres mi única hija... -la Sra. Clark tocó la cara de Dina con cuidado y antes de que ella pudiera decir algo, añadió-. Vamos a dormir juntas esta noche, Dina.

La verdad era que la señora Clark no podía escapar de su marido, aunque ella quisiera; había pensado en divorciarse, pero no podía renunciar a Dina, e incluso si se hubiera realizado correctamente, lo más probable era que el señor Clark usaría todas sus influencias para no dejarlas ir nunca.


- Madre...

La señora Clark se incorporó en la cama, mientras que Dina apoyaba su cabeza en el regazo de su madre.

- ¿Sí? -la Sra. Clark tocó el pelo de Dina suavemente. Le encantaba que lo hiciera.

- Madre... ¿Me odias? Mis ojos... -miro a su madre con sus ojos negros, intentando no pensar en la idea de no ser aceptada por su madre.

- Por supuesto que no... mami realmente ama tus ojos únicos. Tu eres mi ángel después de todo.

- Ángel... -de repente recordó la espada en la sala de colecciones-. Madre, ¿quieres escapar... de esta casa?

- Sí... siempre he querido...

- ¡Entonces vamos a huir juntas! ¡Vamos a dejar este lugar! ¡Y vamos a encontrar un lugar donde nadie nunca nos encontrara, para vivir!

Dina sostuvo la mano de su madre.

- Pero Dina... tu padre es una persona famosa, y él conoce a un montón de gente, si él nos llegará a encontrar... ¡No nos gustaría estar en una situación como esa! -dijo la señora Clark mientras bajaba la cabeza.

- Pero madre... ¿de verdad quieres vivir toda tu vida con un trato tan duro como el de mi padre? ¡Ambas sabemos que un día habré terminado con él, así que ¡Vamos a escapar de este lugar antes de que eso ocurra!

Los ojos de Dina estaban llenos de esperanza, y su madre, sabiendo que era una mala idea, tomó la mano de su hija y le dijo:

- Está bien...

- Entonces... ¡vamos a correr lejos en Nochebuena! ¡He preparado el plan ya! -sentenció antes de comenzar a explicarle su plan hasta el amanecer.

El tiempo vuela, y el día de la víspera de Navidad había llegado. Madre e hija se escaparían de casa hoy, este lugar ya no era su casa, para ella era el infierno. El amo de esta morada era un juez, y él era la ley. Dina había estado esperando este día, había preparado todo, y ahora sólo tenía que esperar a la noche para huir. Miro su reloj, eran las 5:00 de la tarde.

- Hm... creo que ya es hora -dijo al mismo tiempo que sujetaba su colgante. Lo había comprado en secreto, había salido a escondidas de la casa a una tienda de antigüedades cerca de su casa. La tienda vendía muchas cosas interesantes, incluyendo el colgante; ese día Dina se había escabullido llevando puesto un disfraz de ángel, pensó que la gente no se fijaría en ella. De todas formas, ella iba a obsequiárselo a su querida madre.

De repente alguien golpeó la puerta de la habitación de Dina, era la señora Clark, cubierta de sangre, corriendo y gritando.

- ¡Corre, Dina! -antes de que Dina pueda reaccionar, el Sr. Clark empujó a la Sra. Clark por detrás, camino hacia Dina y la agarró del brazo con desmedida fuerza.

- ¡Maldito monstruo! ¡Te voy a matar! ¿¡Cómo te atreves a salir a escondidas afuera?! ¡¿Por lo menos entiendes lo que has hecho, si alguien hubiera tomado una foto, alegando que vieron a un monstruo de ojos negros entrar en nuestra casa?! ¡Pensé que tal vez no era para tanto, pero ahora nuestro jardín está lleno de periodistas! -justo después de concluir, lanza a Dina a hacia un lado. Su cabeza golpeó el borde de la mesa y perdió el conocimiento.

Cuando Dina recuperó la conciencia, se dio cuenta de que el suelo estaba muy frío y el aire se sentía bastante húmedo, estaba en el calabozo. Su familia era muy antigua, por lo que no era raro que hubiera una mazmorra en el sótano.

- Ahora que lo pienso, el gusto de mi padre en esto realmente me da asco -pensó Dina. Se levantó y se paseó por el lugar, buscando sin éxito otra salida que no fuera la puerta de barrotes de hierro del calabozo.

No había nada allí, y a pesar de que el cuerpo de Dina era muy delgado, no le era posible escapar a través de las barras de metal. De repente, Dina oye que alguien se acercaba a ella. Se quedo mirando a la persona de comenzó a distinguirse cada vez más en la oscuridad.

- Hey, tú, pequeño monstruo ¿Cómo se siente estar aquí? -esas palabras provenían de Maisha-. Yo sabía de tus planes desde el principio, y por eso envié fotos de ti a los reporteros de las noticias, fea -le dedicó a Dina una mirada llena de desprecio-. Tu, chica bestia...

- Oh ¿pero no eres tú lo mismo? También estás siendo controlada por mi padre ¿verdad? Obligadas a depender de mi padre, porque para eso... maldita mujer... ¡Tú no eres diferente de un monstruo! Pensaste que no sabía cómo seduces a mi padre cada noche ¿verdad? -rió como una loca al ver la cara de sorprendida de la mujer-. Puta, ¡zorra, zorra, zorra! -repitió sin parar, hasta que Maisha, irritada, abrió la puerta del calabozo para darle un par de golpes. Solo hasta que tosa sangre, pensó.

- Ya basta  ¡te estas convirtiendo en una loca, monstruo! ¡Tu padre me dijo podía terminar contigo cuando yo quisiera! -grito Maisha mientras le pisaba la cabeza a Dina-. Esto será suficiente...

- Suficiente... ¿eh? -lo dijo y comenzó a reírse espeluznante e histéricamente mientras ampliaba sus ojos negros.- ¡No! -agarro el tobillo de Maisha con una fuerza renovada, ésta gritó asustada-. ¡La que va a ser castigado eres tú! -se puso rápidamente de pie y mientras Maisha caía por la presa de su tobillo, Dina destrozó la rodilla de la mujer con su otra mano, del impacto alcanzo a vislumbrar un efímero destello blanco, que termino antes de que se diera cuenta del reguero de sangre y astillas de hueso que envolvían su mano. El dolor que sintió Maisha la hizo gritar enloquecidamente, entre lagrimas y mucus.

Se sentó sobre Maisha, mientras la abofetea, rasguñaba y golpeaba, se preguntaba porque se había tardado tanto en hacer esto.

- ¡Grita perra! -bramó antes de estrangular a Maisha-. ¡No debiste provocarme! ¡Nunca debes provocar a un ángel.

Maisha lucha como nunca; sus uñas con fiereza sobre la blanca piel de Dina y le rasgó el brazo hasta exponer su carne viva, pero ella no sintió nada, su nueva determinación la embriaga a continuar, porque sabía que la persona en frente de ella tiene que ser castigada.

- Esto es lo correcto Maisha, sabes todo lo que has hecho y yo también, así que tengo que juzgarte... Maisha Qwest... -la cara de ángel se acercó a la de la mujer, sus cuencas negras miraban fijamente los asfixiados ojos, la mujer miraba hacia todos lados en un inútil intento de escape-. Lo que has hecho no puede escapar de los ojos de un ángel, así que ahora anunciare... que eres... -estranguló a Maisha aún más fuerte y susurró junto a los oídos de la mujer- culpable.

Dina apretó una última vez, hasta sentir la columna de Maisha, ahora todo estaba en silencio. Después de asegurarse de que Maisha no respiraba más, se puso de pie emocionada.

- ¡Menos mal... he matado a alguien... yo maté a alguien...! -rió histéricamente mientras se abrazaba a sí misma, al fin había hecho lo que siempre había querido hacer-. Es hora de más ensayos...

Ella llegó a la sala de colecciones, y camino hacia el aparador de cristal, mirando la espada con una mirada fría.

- Es la hora. Ven... -a pesar de lo que había dicho de dejar este lugar, algo había cambiado sus planes, iba a terminar con esto de una vez por todas, y después se iría junto a su madre.

Una hora más tarde, Dina, todavía cubierta de sangre, llegó a la oficina del señor Clark.

- Padre...... Jejeje... -abrió la puerta de la oficina poco a poco, pero no vio señales de su padre. Sin embargo, justo antes de irse, vio a alguien tirado en el suelo. Se acercó al bulto para poder ver quien era, pero no hizo falta mucho, reconoció a la persona con claridad.

- ¡¡Madre!! -corrió hacia su madre, y la sostuvo, estaba cubierta de heridas, había sido apuñalada con un cuchillo; su madre ya no estaba respirando-. ¡¡¡No, no, no!!! ¡Madre! -pero ella no respondió. Su querida madre se había ido.

Lloró descontroladamente mientras abrazaba el cadáver inerte de su madre, pero una extraña sensación la hizo salir de su trance, era la espada. Alguien se estaba acercando y la hoja anhelaba su sangre. Cuando la persona entró en la habitación, Dina blandió la espada en una larga vuelta antes de dejarla caer sobre el juez.

- Hola, padre. -lo único que escucho en respuesta fue un desgarrador grito de dolor, con la poca luz que había en la casa, solo pudo distinguir como una de las piernas de su padre se separaba limpiamente del resto de su cuerpo. El Sr. Clark cayó aparatosamente al suelo, sujetando su muñón en un inútil intento por contener la hemorragia, pero Dina le pisó su herida para que se quedará quieto, una vez más dejó caer la afilada hoja sobre el otro pie de su padre.

- ¡Ahhhhhhh! -gritó el Sr. Clark.

- Padre... pensé que te habías ido... sería realmente apresurado ya que tú eres... he he he... -rió Dina antes de apuñalarlo en el estómago. Una y otra y otra vez, el frenesí de estocadas pulverizó su vientre, dando lugar a un río de sangre que comenzó a extenderse por toda la sala.

- ¿Qué está pasando padre? ¿No eras tan fuerte? ¿Cómo puedes morir así, por un monstruo? -los ojos de Dina se llenaron de pensamientos locos y asesinos-. Tú sabes ¡se siente tan bien juzgar y condenar a la gente! Tal vez voy a convertirme en una gran juez algún día...

- Juez... ¿cómo demonios va un monstruo poder convertirse en un juez? Un juez es... sólo es adecuado para aquellos que son justo y perfectos... -sentenció el Sr. Clark antes de enterrar la blanca espada en su pecho:

- ¡Tú... tú monstruo!!

- ¿Monstruo? No, no, no... ¡Yo soy un ángel! ¡Un ángel que nació a castigar! -levantó su espada-. Daniel Clark... Ahora anunciaré... que eres... ¡Culpable! -decapitó a su padre antes de que tuviera tiempo de reaccionar. El cuerpo mutilado se derrumbó hacia un lado, tiritando enérgicamente como si tuviera frío. Dina recogió la cabeza de su padre, que todavía contraía las pupilas con una mueca de horror-. Padre... Yo lo sabía todo... Lo que has hecho hasta ahora, lo he visto con mis ojos, no se como explicarlo, debiste haberme tratado como a un ser humano normal.

Dina sentía como su cuerpo hervía, adoraba la sensación. Consideraba que todo lo que había hecho era razonable. Agarró la espada con fuerza y la agitó en todas direcciones, como atacando a enemigos imaginarios. Había perdido la razón.


- No te preocupes mamá... voy a encontrar un buen lugar para enterrarte -dijo Dina al cadáver de su madre, mientras suavemente acariciaba su cabello. Antes de guardarla en una maleta, Dina se cambió de ropa a un vestido blanco, que mostraba mejor su tez blanca. La espada, antes de colgarla al hombro, creó una resonancia para expresarle su alegría a Dina.

- ¿Es así? Jejeje... Así es, ¡Ahora soy tu ama! Hehehehe... ¡Yo soy un ángel! Tengo el derecho de decidir si las personas viven o mueren por mí.

Dina balanceaba la espada, mientras hablaba con la hoja. Salió de la casa con una maleta pesada, y se encaminó hacia el bosque; miró a la mansión quemándose antes de desaparecer en el bosque.

Hubo un incendio en la mansión de los Clark esa noche. Cuando los policías y los bomberos llegaron, descubrieron grandes cantidades de cadáveres decapitados. Los policías sospechaban que la mayoría de los cadáveres eran de los sirvientes de los Clark. Por supuesto, también encontraron el cuerpo del Sr. Clark, sin cabeza, su quemado cráneo fue descubierto en la chimenea. El cuerpo de la señora Clark no fue encontrado, pero se supuso que también había muerto, ya que encontraron su sangre en la oficina del señor Clark. Taylor, abogado del Sr. Clark, también fue encontrado muerto después de que el fuego se inició; él también murió decapitado.

Vecinos del señor Clark fueron cuestionados si la familia tenía un hijo o no; todos ellos respondieron que no, no había datos que corroborarán que los Clark tuvieron un hijo.


Un mes más tarde.

- Buenos días, aquí David en las noticias de la mañana. Parece que algunas personas han sido testigos de una chica que vestía de blanco y que empuñaba una espada anoche. Vamos a pedir a algunos de los testigos su anécdota sobre el incidente.

- ¡Ella es un ángel! ¡Vi sus alas!

- ¡Ella es un fantasma blanco!

- ¡Ella está aquí para juzgar! ¡Ella va a tomar nuestras vidas!



jueves, 23 de enero de 2020

El Hombre de la Multitud - Edgar Allan Poe

Título Original: The Man of the Crowd
Autor: Edgar Allan Poe
Año de publicación: 1840

El hombre de la Multitud


Ce grand malheur de ne pouvoir être seul.
(La Bruyère)


Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen -no se deja leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al café D..., en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior -άχλϋς ή πριν έπήεν- y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo un placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.

Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había transitado por ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.

Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.

La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría tan agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres, comerciantes, abogados, traficantes y agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres dueños de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales, que dirigían negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente mi atención.

El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables divisiones. Estaban los empleados menores de las casas ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de mejor palabra, cabría denominar oficinesca, el aire de dichas personas me parecía el exacto facsímil de lo que un año o año y medio antes había constituido la perfección del bon ton. Afectaban las maneras ya desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor definición posible de su clase.

La división formada por los empleados superiores de las firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha, habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía extrañamente separada. Noté que siempre se quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era la suya la afectación de respetabilidad, si es que puede existir una afectación tan honorable.

Había aquí y allá numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí como pertenecientes a esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Miré a dicho personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente.

Los jugadores profesionales -y había no pocos- eran aún más fácilmente reconocibles. Vestían toda clase de trajes, desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco de terciopelo, corbatín de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros dos rasgos que me permitían identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al conversar, y la extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar de ser pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse sobre el público en dos batallones: el de los dandys y el de los militares. En el primer grupo, los rasgos característicos son los cabellos largos y las sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire cejijunto.

Bajando por la escala de lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de especulación más sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en rostros cuyas restantes facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna; débiles y espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando cada rostro con aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna perdida esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible evitar; rameras de toda clase y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar la juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las horribles coqueterías de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados, tambaleándose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso más firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a través de la multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los oídos y creaba en los ojos una sensación dolorosa.

A medida que la noche se hacía más profunda, también era más profundo mi interés por la escena; no sólo el aspecto general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos más agradables desaparecían a medida que el sector ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas, débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como el ébano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.

Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.

Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad de su expresión. Jamás había visto nada que se pareciese remotamente a esa expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio. Mientras procuraba, en el breve instante de mi observación, analizar el sentido de lo que había experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi Cerebro las ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema desesperación. «¡Qué extraordinaria historia está escrita en ese pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no se engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a dondequiera que fuese.

Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que volvió a agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho; en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo de la gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la que acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un cambio en su actitud. Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar. Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la caminata duró casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al número que habitualmente puede verse a mediodía en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los que le rodeaban. Se abría camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme cuando se volvió bruscamente.

Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia el errabundo entró en una calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior, mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito alguno, mezclado con la muchedumbre de compradores y vendedores.

Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el lugar debí obrar con suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos que me permitían andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante su conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo un estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corrió con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D... Pero el aspecto del lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse contadas personas. El desconocido palideció. Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en dirección al río y, sumergiéndose en una complicada serie de atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció que el intenso tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que tomaba el grueso del público, pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones.

Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa banda formada por diez o doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría, casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que habíamos atravesado hasta entonces. Era el barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las piedras del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres, que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.

Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin motivo aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito movimiento general hacia la puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la desesperación se pintó entonces en las facciones del extraño ser a quien venía observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino que con una energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón de la enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo seguía, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos andando y, cuando llegamos de nuevo a ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D..., la vimos casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre la confusión que crecía por momentos, me obstiné en mi persecución del extranjero. Pero, como siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del torbellino de aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación.

-Este viejo -dije por fin-representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae, y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que er lässt sich nicht lesen.



Edgar Allan Poe