sábado, 10 de agosto de 2019

John Wayne Gacy

Nombre: John Wayne Gacy
Alias: Pogo el Payaso
Ciudad: Chicago, Illinois EEUU
Nacimiento: 17 Marzo 1942
Fallecimiento: 10 mayo 1994 (Inyección Letal)
Cantidad de Víctimas: 33
Última Frase: "Matarme no hará regresar a ninguna de las víctimas. ¡El Estado me está asesinando! ¡Bésenme el culo! ¡Nunca sabrán dónde están los otros!"
Referencias en la cultura popular: ESO (IT Stephen King), Twisty el Payaso (American Horror Story Freakshow)
Clasificación: Asesinos Seriales




Historia:

Pogo el Payaso fue un asesino en serie estadounidense que entre 1972 y 1978 violó y mató a 33 hombres jóvenes. Solía actuar como payaso en fiestas y cumpleaños infantiles. Después de su ejecución su cerebro fue extraído y entregado a un grupo de médicos especialistas en psiquiatría y neurología, pero no se detectó ninguna anormalidad que justificara su sociopatia.

John nació en una familia formada por sus padres John Stanley Gacy y Marion Elaine Gacy y sus dos hermanas con quienes tenia una excelente relación. Pero por otra parte, su padre abusaba a su familia y lo castigaba golpeándolo con un cinturón de cuero cada vez que llegaba ebrio a casa. Lejos de odiar a su abusivo padre, Gacy buscaba su aprobación y se esforzaba por hacer que él se sintiera orgulloso, pero no obtenía el trato afectivo que tanto buscaba por parte de su progenitor sino más bien insultos.

La infancia de John siempre estuvo marcada por la violencia, aunque su relación con sus hermanas y madre era muy buena el siempre se sintió acomplejado ya que era un niño obeso. A los 9 años fue abusado sexualmente por un amigo de la familia. Pasados 3 años sufrió un accidente un parque, donde se golpeó la cabeza con un columpio generándole un coágulo de sangre en el cerebro que no fue un problema hasta los 16 años cuando comenzó a tener desmayos. Lejos de tener una respuesta positiva de parte de su padre, la situación fue vista como un intento desesperado por dar lástima y conseguir atención, siendo acusado finalmente de estar fingiendo. Luego de comprobarse su situación médica comenzó la medicación para disolver el coágulo.

A los 20 años se mudó a Las Vegas aún sin graduarse, consiguiendo empleo en una funeraria donde trabajó poco más de tres meses, luego volvió a Chicago donde más tarde se gradua en la Northwestern Bussiness College.
Luego de esto Gacy comienza a trabajar como aprendiz en una compañía de zapatos, para más tarde mudarse a Springfield (Illinois) donde llegó a ser un miembro muy participativo de la comunidad, uniendose a Jaycees y ascendiendo a viscepresidente en 1965.

En 1964 tiene su primer acercamiento homosexual incluso siendo su primer año de matrimonio con su primera esposa, como era de esperarse el matrimonio termina pocos años mas tarde, en 1968 después de ser declarado culpable de abuso sexual reiterado a menores. Cumplió esa condena por 16 meses en los que estuvo recluido en la Penitenciaria Estatal de Anamosa, pero fue puesto en libertad condicional el 18 de Junio de 1970 por buen comportamiento. No hubo mas registros sobre la actividad criminal de Gacy hasta que la policía comenzó a investigarlo por los posteriores asesinatos en Illinois.

Su segundo matrimonio terminó y su esposa se divorció de él a mediados de 1976.

En 1977, David Daniel, que por aquel entonces tenía 28 años, declaró que John le ofreció llevarlo a la estación de buses, pero Daniel rehusó. También dijo que Gacy era muy insistente, llegándole a pedir siete veces e incluso ofreciéndole marihuana. De dos víctimas que fueron reportadas como "supervivientes", Daniel es el único vivo para relatar el procedimiento de John Wayne Gacy, el cual consistía en atarlos, torturarlos de diversas formas, sodomizarlos sexualmente y por último estrangularlos.

Ninguna sospecha recayó en Gacy hasta el 12 de diciembre de 1978, cuando fue investigado después de la desaparición del adolescente de 15 años, Robert Piest, quien fue visto por última vez camino de una entrevista de trabajo con él. Un allanamiento en casa de John reveló diversos artículos relacionados a otras desapariciones.

El 22 de diciembre de 1978, Gacy acudió a sus abogados y confesó sus crímenes. Declaró haber asesinado por primera vez en enero de 1972, cuando al clavar el cuchillo en el cuerpo de un joven y ver como la sangre brotaba del cuerpo, sintió una sensación de excitación y esto comenzó a gustarle. También confesó haber matado a 33 individuos e indicó la ubicación de 28 de los cuerpos a la policía. Estaban enterrados en su propiedad. Las otras cuatro víctimas, dijo, las había arrojado al cercano río Des Plaines. Al menos una de las víctimas fue recogida en la estación de buses. Los individuos más jóvenes tenían solo catorce años y el mayor veintiuno. Siete de las víctimas nunca fueron identificadas. Los cuerpos fueron descubiertos desde diciembre de 1978 hasta abril de 1979, cuando la última víctima conocida fue hallada en el río Illinois.

En 1998, mientras se realizaban reparaciones en el estacionamiento trasero de la casa de la madre de Gacy, las autoridades encontraron restos de al menos cuatro personas más.

El 6 de febrero de 1980 comenzó el juicio de Gacy en Chicago. Durante el juicio, se declaró inocente, alegando problemas de orden mental.​ Sin embargo, su testimonio fue rotundamente rechazado, ya que se le realizaron estudios de orden mental, dando resultados negativos, es decir, que no tenía ni padecía de problemas mentales. Su abogado argumentó que John tenía lapsos de locura temporal en el momento de cada asesinato, pero antes y después, recobraba la normalidad para atraer y disponer de las víctimas.

En un momento del juicio, la defensa de Gacy intentó afirmar que los 33 asesinatos fueron muertes accidentales como parte de una asfixia erótica, pero el forense del condado de Cook demostró con evidencia que estas afirmaciones eran imposibles. Además, Gacy ya había confesado a la policía y era incapaz de suprimir tal evidencia.

John Wayne Gacy fue hallado culpable el 13 de marzo y fue sentenciado a varias cadenas perpetuas y varias penas de muerte.

Fue ejecutado por inyección letal el 10 de mayo de 1994. Sus últimas palabras, que revelan su personalidad y su no arrepentimiento por sus crímenes fueron «Matarme no hará regresar a ninguna de las víctimas. ¡El Estado me está asesinando! ¡Bésenme el culo! ¡Nunca sabrán dónde están los otros!».

Algunas de las víctimas identificadas de John Wayne Gacy

viernes, 9 de agosto de 2019

#515 El Holder del Cielo

En cualquier ciudad, en cualquier país ve a algún hospital al cual puedas llegar por tus propios medios. Cuando llegues a la recepción busca un mesón y pídele a la enfermera que te lleve a visitar la habitación N°515, ella tomará el teléfono y marcará el número de un amigo o familiar comenzará a hablar quién sabe de qué, no debes interrumpirla o tu viaje terminará ahí. Cuando termine pregúntale nuevamente por la habitación N°515, ella reconocerá tu presencia pero te dirá que las horas de visita han terminado, no importa la hora que sea síguela a un elevador, ella presionara un botón y terminarán en el quinto piso.

La enfermera entonces te mirará y te dirá: "No puedo ir más lejos, buena suerte amigo", mientras pulsa el botón de cerrar del elevador, todavía puedes retroceder solo debes apretar un botón; pero si quieres continuar debes seguir, ya casi llegas al final. Pronto encontrarás  el cuarto n 515, si continúas, abre la puerta lentamente sin hacer ruido si hay un hombre ahí, de visita en la habitación tu muerte será rápida e indolora en las garras de los demonios y espíritus que respiraron su último aliento en el hospital si ellos notan tu presencia. Pero si es una mujer la que está de visita, tu muerte ocurrirá inevitablemente luego de que dejes el hospital y no podrás entrar en la habitación si ella está despierta ya que te cazará para siempre porque conoce tu aroma. Si no está despierta pero está presente, deja el hospital y nunca regreses; Si no hay nadie visitando el cuarto en ese momento siéntete completamente libre de entrar.

El paciente acostado en la cama del cuarto será alguien conocido o al menos eso pensarás, no debes decir su nombre ni acercarte a eso, la criatura puede engañar y matar fácilmente, en lugar de eso debes mirar el gran ventanal buscando tu reflejo hasta que la habitación se obscurezca, pero si esto no ocurre verás a la bestia elevarse en su verdadera forma ya sea quitándote la vida o dejándote permanecer en la habitación. Si el cuarto se obscurece eres libre de voltearte, pues la cama y la criatura se habrán ido.

Sigue tu camino y deberías ver una figura brillante a la distancia, corre lo más rápido que puedas hacia el ente, porque las bestias amenazadoras seguirán tus rastros. Los gruñidos a tu alrededor se harán más fuertes e insoportables pero debes continuar avanzando ya que si te atrapan tu destino será horrible, cuando te acerques a la figura las bestias te dejarán en paz.

Esta entidad es la criatura más hermosa que jamás hayas imaginado, no debes  apartar la mirada porque en un instante se convertirá en un enorme y desagradable, listo para destriparte y devorarte de inmediato, este Portador el cual se presume es un ángel, es mudo por lo que no responderá a ninguna pregunta ni inundara tu mente con horribles historias del pasado o el futuro, en lugar de eso arrancará dos plumas que tu elijas de sus enormes alas.

La pluma equivocada se pudrirá en tus manos al igual que el ángel volviendo sus brillantes ojos en un rojo rubí y su hermosa piel se tornará en un café cariento, no morirás pero retornarás a la entrada del hospital, con un boleto asegurado al infierno. La otra pluma conservará su brillo por el resto de tu vida y el ángel te enviará al lugar que llamas hogar.the place you call home. 



La pluma del Ángel es el Objeto 515 de 538. Con ella la luz jamás dejara tu alma y tampoco las sombras que arrastra.





#506 El Holder de la Redención

Éste objeto en particular solo puede ser obtenido en un lugar de culto, una iglesia abandonada. Cuanto más decrépita sea la construcción mejor y jamas debes intentar obtenerlo en terrenos sagrados que aún se utilicen. Al llegar al lugar debes preguntar por "El Centinela", durante doce minutos parecerá que tus esfuerzos fueron infructuosos pero entonces alfo ocurrirá... un hombre mayor con ojos dorados abrirá la puerta para ti.

Cuando lo conozcas, su cuerpo demacrado y sus ojos inhumanos pueden ponerte nervioso, resiste la tentación de huir ya que si lo haces solo atraerás la atención de lo que el vigila, en lugar de eso intenta hablarle. En el momento que él pronuncie las palabras: "Creo que estamos al final", pídele visitar a quien se hace llamar "El Portador de la Redención". El centinela te mirará confundudido, pero luego sonreirá como si se diera cuenta de pronto de lo que estaba hablando, entonces te pedirá que lo sigas luego de darte una oportunidad de retirarte del lugar.

Si decides quedarte, el te guiará hacia abajo por un blanco pasillo sin nada en las paredes, el pasillo brillará intensamente casi cegándote a medida que bajas, cuando llegues al final el centinela abrirá una puerta y te señalará que entres no intentes que te acompañe, incluso si quisiera sus deberes superan con creces cualquier comodidad o seguridad que pudiera brindarte.

Dentro de la minúscula habitación habrá una puerta a la derecha y una a la izquierda y una a la derecha. Frente a ti habrá un esqueleto apuntalado apresuradamente contra la pared. En sus dedos hay dos anillos, uno plateado y uno dorado. Por ahora debes tomar la puerta de la derecha y pasar, en el interior verás un hombre que ha cometido actos repugnantes, tan inimaginable mente depravados que desafían toda explicación. El está más allá de la comprensión y en este punto más allá de cualquier salvación que puedan ofrecerle los hombres con traje.

Tómalo y arrástralo tras la puerta ignorando sus suplicas para que te detengas, cuando lo atravieses el esqueleto se levantará y apuñalará con la mano derecha a este abominable intento de hombre. Su cuerpo se pudrirá aquí durante la eternidad, rodeado de las aguas estigias que ves frente a ti, no lo mires aunque la curiosidad te consuma... su destino no te concierne.

Ahora debes dirigirte a la puerta de la izquierda donde encontrarás a una pequeña niña que ha sido traumatizada de las maneras más inimaginables y asesinada por el miserable que arrojaste al abismo. Debes tomar su frágil cadáver y llevarla de vuelta por la puerta, mientras haces esto, el esqueleto se acercará a ti y verás como mientras levanta su brazo izquierdo le restaura la vida a la pequeña.

En este momento puedes hacerle una pregunta a ella, todas le causarán risa excepto la última pregunta: "¿Cómo pueden ser redimidos?", derrepente el esqueleto se acercará a ti y te atacará salvajemente, debes resistir y no llorar o seguramente morirás. Debes esperar lo suficiente hasta que deje de dar golpes y se reduzca a polvo. La niña se acercará a ese monton de suciedad y levantará los dos anillos. Uno de ellos tiene un ojo y el otro una cruz, ella te los entregará y te conducirá hasta la puerta, vete de inmediato ya que si te demoras te convertirás en el nuevo guardián del pozo.



Los anillos también son llamados "Pecado" y "Esperanza", juntos son el objeto 506 de 538. El ciclo continuará a menos que cedas ante la locura.

El diablo en el espejo

En plena época de Navidad, un grupo de amigos en un pueblo pequeño se reunió para beber unos tragos y contar unas cuantas historias paranormales. Fue entonces cuando Marcos, el cabeza de la pandilla, recordó una vieja leyenda urbana que le habían contado sus padres.

—Todos los años, el 24 de diciembre, justo cuando dan las doce de la noche, el diablo sube a la tierra para hacer una inspección. Dicen que si quieres verle tienes que aprovechar este día para mirarlo a los ojos. El procedimiento es muy sencillo: enciérrate en el baño pocos minutos antes de la medianoche, apaga las luces y párate frente al espejo. Debes encender doce velas negras a tu alrededor. Justo cuando comiencen a sonar las campanadas de las doce horas, cierra tus ojos y espera a escuchar la última. En ese instante, por un solo segundo, el demonio aparecerá en el espejo.

Los amigos de Marcos se quedaron en silencio, con rostros entre intrigados y nerviosos.

—Eso no es más que una mentira y yo te lo puedo comprobar —dijo entonces Diego, que siempre se había caracterizado por ser el más soso del grupo.

Pero esa noche, estaba dispuesto a hacerse el valiente frente a los demás.

—Si tan machito eres, ¿por qué no hacemos la prueba esta Nochebuena? —lo retó Marcos son una sonrisa burlona.

—Acepto. Pero te advierto que cuando gané, tendrás que cumplir con el castigo que yo elija y veremos quien se hace el machito.

Todos los amigos pactaron el acuerdo y el día 24 de ese mismo mes, se presentaron en casa de Diego con una docena de velas negras, una biblia satánica y una cámara de vídeo con visión nocturna.

—Esto es para evitar que te eches atrás —le advirtió Marcos a Diego—, vamos a grabar todo lo que ocurra en el baño. Si te haces el tonto, lo sabremos.

Prepararon todo para el ritual. Una vez que la puerta se cerró detrás de él y se vio a sí mismo alumbrado ante el espejo con las velas, Diego sintió como la ansiedad y el terror se apoderaban de su cuerpo. Pero no podía salir ni quedar como un idiota ante los demás. Respiró profundamente, se apoyó contra el lavamanos y al escuchar las campanadas de la iglesia a lo lejos, cerró los ojos…

Fuera del baño, Marcos y sus amigos esperaban que saliera llorando en cualquier momento. Un silencio absoluto se había apoderado del lugar.

—¿Diego? ¿Estás bien?

Las campanadas se habían terminado. Al no obtener respuesta de su amigo, los chicos entraron al baño, solo para encontrarlo de pie frente al espejo, con una mueca de terror en la cara y una mano en el corazón. Le había dado un infarto de la impresión.

—Lo vi… lo vi… —murmuraba, con la respiración entrecortada.

Aunque lograron trasladarlo al hospital a tiempo, Diego nunca más volvió a ser el mismo, convirtiéndose en un muchacho asustadizo y paranoico.

Marcos jamás se atrevió a mirar lo que había grabado la cámara de vídeo.




Calificación: 


jueves, 8 de agosto de 2019

El Sabueso - H.P. Lovecraft

Título OriginalThe Hound
Año de Publicación: febrero, 1924
Autor: H.P. Lovecraft


En mis lacerados oídos palpitan incesantemente un chillido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano, como el de un descomunal sabueso. No es un sueño... y temo que tampoco sea locura, ya que son muchos los hechos que me han acaecido para que pueda permitirme esas piadosas dudas.

St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la naturaleza de mi conocimiento es tal que estoy a punto de volarme la cabeza por terror a ser destrozado de la misma manera. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía se pasea Némesis, la diosa de la venganza negra, que me incita a la aniquilación.

¡Que el cielo perdone la demencia y la morbosidad atraída por la nefasta suerte! Hartos de los temas de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su color, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían erradicar nuestro tedioso aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.

Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en cansarnos, hasta que no quedó otro camino que el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras personales. Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.

No puedo revelar los detalles de nuestras brutales expediciones, ni nombrar el valor de los trofeos que adornaban el anónimo museo que creamos en la monolítica casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el perfume de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo oriental, y a veces (¡cómo me estremezco al recordarlo!) la espantosa fetidez de una tumba descubierta.

Alrededor de las paredes de aquella repulsiva habitación había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas vasijas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición.

Había estatuas y cuadros, todos perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo.

Las expediciones, en las cuales recogíamos nuestros tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de expresión, y brindábamos a sus detalles un minucioso cuidado. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la fervorosa emoción que acompañaba a la exhumación. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.

¿Qué espantoso destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a humedad, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal.

Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir una pútrida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan antigua que conseguimos abrirla.

Mucho era lo que quedaba del cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque quebrado en algunos sitios por las mandíbulas del ser que le había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, de bestialidad y odio. En torno de la base llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.

En cuanto vimos el amuleto supimos que debíamos poseerlo. Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta de que nos parecía familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.

Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.

Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad.

Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta sonaba muy raramente la llamada de un visitante.

Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora en nuestro museo. Leímos mucho en el Necronomicón de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.

Luego llegó el terror.

La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.

Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad de que nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de susurros. En aquel momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés.

Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría de que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir.

El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra silueteada contra la luna que se alzaba en aquel momento.

Mi amigo estaba muriendo cuando me acerqué a él y no pudo responder mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:

-El amuleto..., aquel maldito amuleto...

Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.

Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el pantano una ancha y nebulosa sombra que volaba, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.

Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón Victoria, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.

Al día siguiente empaqué el amuleto de jade verde y viajé hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de evadir la amenaza que pesaba sobre mi. Lo que pudiera ser el sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio, y todos los hechos siguientes, incluido el moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en la desesperación cuando, en una posada de Róterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación.

Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.

Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.

No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar disculpas al tranquilo esqueleto que reposaba en su interior; pero, más allá de mis motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación tanto mía como de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó fácil, aunque en un momento me encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.

Aquél fue el último acto racional que realicé.

Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.

La locura viaja sobre el viento..., garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las ruinas de los templos enterrados de Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido.




H.P. Lovecraft