Tú, que fumas, no me dejarás mentir: cuando piensas en la muerte que te espera al final de la ascua de cada cigarrillo que prendes, te reconforta saber que la traicionera Señorita Nicotina te acompañará hasta el último suspiro. Por eso, cuando mi corazón me gritaba que la mujer que me observaba desde el puente peatonal mientras caminaba por la avenida no tenía sangre corriendo por sus venas, solo atiné a prender el cigarro y esperar que se difuminara antes de pasar bajo ella.
La segunda vez que la topé caminaba por la misma ruta, buscando cubrirme del invierno de Querétaro y esperando no encontrarla, pero al acercarme al cruce la vi sentada melancólicamente en la sucia acera contraria.
Prendí un cigarro para sentirme acompañado mientras me aproximaba a ella y, al caminar sobre la vía empedrada, el ruido de los zapatos la hizo salir del trance en el que parecía encontrarse y mirarme. En ese momento comprendí que, viva o muerta, ella era un alma tan solitaria como la mía en la fría noche que azotaba la calle.
Le deseé que pasara una buena noche y me senté junto a ella. Platicamos de trivialidades toda la noche y, poco antes de amanecer, le pedí que me contara como había sido su muerte y qué la tenía amarrada a este mundo. Ella, con una lágrima, me narró como le había sido arrancada su vida al platicar con un alma en pena que había encontrado un par de ocasiones y que, al sentir lástima por su condición, la saludó y decidió sentarse a platicar con ella.
Me contó que poco antes de amanecer ella le confesó que lamentaba que su soledad y compasión le costarían la vida, pero que era su deber llevarse a la primera persona que escuchara su historia, ya que así habían muerto tanto ella como quién se llevo su alma y los anteriores, y que así se llevarían las almas los siguientes.
Ahora que lo sabes, quiero que entiendas cuanto lamento que tu curiosidad te cueste tan caro, pero te agradezco que me permitas descansar.