domingo, 11 de agosto de 2019

Las ratas del cementerio - Henry Kuttner

Título original: The Graveyard Rats.
Año de publicación: 1936
Autor: Henry Kuttner.

Las ratas del cementerio

El viejo Masson, quien custodiaba uno de los cementerios de mayor antigüedad en Salem, sostenía una lucha constante con las ratas. Generaciones antes, había llegado al cementerio una colonia de ratas desde los muelles. Y cuando Masson ocupó su cargo, luego de que el guardián anterior desapareciese inexplicablemente, tomó la decisión de exterminarlas. Al inicio esparcía veneno y trampas alrededor de sus madrigueras; después, trató de aniquilarlas a tiros, más todo fue en vano. Las ratas continuaban en el lugar.

Sus hambrientas hordas se extendían, invadiendo el cementerio. Eran enormes, incluso para ser de la especie mus decumanus, de la cual se sabe, llega a medir hasta treinta y cinco centímetros sin incluir la cola, gris y pelada. Masson se había topado con varias del tamaño de un gato y, cada vez que los sepultureros encontraban otra madriguera, asombrados confirmaban que entre aquellas cavernas putrefactas cabía a la perfección el cuerpo de un ser humano. Aparentemente, los barcos que solían atracar en los decadentes muelles de Salem durante el pasado, debían haber transportado cargamentos demasiado insólitos.

En ocasiones, Masson se quedaba impactado por las descomunales proporciones que tenían estos nidos. Lo hacían acordarse de cuentos fantásticos que había escuchado al llegar al viejo y encantado pueblo de Salem. Eran cuentos que advertían de una vida embrionaria que sobrevivía a la muerta, ocultándose en rincones ignorados bajo tierra. Atrás habían quedado los tiempos en los que Cotton Mather aniquilaba a los cultos oscuros y las ceremonias orgiásticas que se ofrecían a Hécate y a la espeluznante Magna Mater. No obstante, aun prevalecían de pie las casonas macabras con tus áticos retorcidos, de fachadas caídas y carcomidas, en cuyos sótanos, de acuerdo con los rumores, todavía habitaban secretos abominables y ritos en contra de la ley y la lógica. Mientras agitaban sus cabellos blancos, los ancianos juraban que, en los panteones ancestrales de Salem, vivían bajo el suelo cosas que eran mucho peores que las ratas y los gusanos.

Los roedores provocaban en Masson tanta repulsión como respeto. Estaba consciente del peligro que encerraban sus dientes afilados y relucientes. Más no entendía el pavor que las casas abandonadas e invadidas por las ratas, despertaban en los viejos. Había oído rumores acerca de criaturas horribles que habitaban en las profundidades y que, gracias al poder que poseían sobre las ratas, habían formado grandes ejércitos.

De acuerdo con lo que decían los ancianos, las ratas llevaban un mensaje entre nuestro mundo y esas cuevas de las profundidades. Todavía se hablaba sobre cadáveres robados de sus tumbas para preparar banquetes bajo tierra. El cuento del flautista de Hamelin era en realidad una leyenda, que de modo metafórico, encubría algo horrible y pagano; según ellos, los infiernos más oscuros habían expulsado seres repugnantes de sus entrañas, que jamás habían nacido.

Masson ignoraba todas estas habladurías. siempre se apartaba de los vecinos y, en realidad, se esforzaba porque nadie descubriera el problema de las ratas. Pues de haberse conocido sin duda habrían llevado a cabo investigaciones, y abierto muchos sepulcros. Entonces encontrarían los féretros agujereados y los huecos por los que culpaban a las ratas. Pero además encontrarían algunos cadáveres con partes faltantes, poniendo a Masson en una situación delicada.

Los dientes postizos solían fabricarse con oro y no se extraían al morir. La ropa, obviamente, es distinta, ya que le funeraria solía brindar un simple traje de paño, por lo cual puede reconocerse a pesar del tiempo. El oro no.

Masson también hacía negocios con ciertos estudiantes de medicina y médicos sin moral, que requerían cuerpos sin importar de donde vinieran. Hasta entonces se las había ingeniado para evitar que investigaran. Negaba rotundamente la presencia de las ratas, incluso cuando ellas le habían quitado su botín. No le interesaba lo que ocurriera con los cadáveres tras robarles, pero las ratas los arrastraban completos por una abertura que ellas mismas abrían en el ataúd. El tamaño de dichos orificios era impactante.

Lo más curioso era como los roedores perforaban las cajas por alguno de los extremos, nunca en los costados. Como si actuaran bajo los órdenes de algo más inteligente.

En aquel instante se hallaba delante de una tumba abierta. Apenas había retirado los últimos restos de tierra, añadiéndolos al montículo al lado de sus pies. Una llovizna helada y constante no había parado de caer hacía semanas, transformando el cementerio en un lodazal, en el que las lápidas nadaban como piedras irregulares. Las ratas habían regresado a sus nidos, no había quedado una sola. Empero, la cara huesuda de Masson mostraba preocupación. Acababa de levantar la tapa de un féretro de roble. Lo habían sepultado días atrás, sin que él se animara a desenterrarlo antes. Sus parientes aun acudían a llorarlo, sin importar que lloviera. Pero siendo tan tarde y de noche, era improbable que llegaran, sin importar que tan grande fuera su dolor.

Con este pensamiento, Masson se tranquilizó, incorporándose y abandonando su pala.

Desde el monte que albergaba el cementerio, las luces de Salem tintineaban entre la lluvia. Tomó la linterna y se agachó para comprobar los cierres del ataúd. Entonces se quedó paralizado. Había escuchado un murmullo frenético bajo sus pies, como si algo se revolviera bajo la tierra. Por un instante experimentó un miedo supersticioso, que no tardó en volverse cólera al entender lo que aquellos sonidos significaban. ¡Las ratas le habían ganado de nuevo!

Furioso, rompió los candados del féretro, metió la pala y haciendo palanca, logró levantar la tapa. Encendió su luz y la dirigió al interior. Estaba vacío. Masson notó como algo se movía con sigilo en la cabecera y la alumbró. Aquel rincón de la caja había sido agujereado y el hoyo se abría ante lo que parecía ser un pasadizo, por él vio desaparecer un pie rígido, envuelto en su respectivo zapato. Las ratas le habían ganado únicamente por unos minutos.

Se inclinó y tiró del zapato con fuerza. Al caer dentro del ataúd, la linterna se apagó con violencia. Sintió como el zapato se le escurría de las manos de golpe, bajo el eco de unos chillidos frenéticos y agudos. Masson tomó la linterna y la dirigió hacia el orificio.

Era muy grande. Debía ser así pues de otro modo, no habrían podido robar al muerto. Trató de imaginar el tamaño que tendrían esas ratas, si eran capaces de llevarse un cuerpo humano. Le alivió saber que tenía su revólver cargado, a la mano.

Si hubiera sido el cuerpo de una persona cualquiera, Masson se lo habría dejado a esas alimañas antes de entrar por ese claustrofóbico túnel; no obstante, al pensar en el costoso alfiler de corbata, con una perla auténtica, y en los gemelos de sus muñecas. No lo pensó. Se colocó la linterna en el cinturón y avanzó por la madriguera. Era muy angosta. Delante de él veía como las suelas de los zapatos se alejaban en dirección el fondo de la galería. Intentó seguirlas lo más rápido que le fue posible, pero en instantes se sentía incapaz de seguir, oprimido por las paredes subterráneas.

El hedor del cuerpo había impregnado el aire, impidiéndole respirar. Fue ahí cuando se dijo que, si no lograba alcanzarlo, volvería. El terror sacudía su imaginación pero la codicia lo impulsaba a seguir adelante. Así que siguió, pasando de largo por otros túneles. Los muros del pasadizo estaban pegajosos y húmedos. en un par de ocasiones escuchó como la tierra se desprendía tras él, haciéndole mirar sobre el hombre. No pudo ver nada hasta que alzó la linterna. El lodo había obstruido el pasaje casi por completo.

La peligrosa situación hizo latir su corazón con fuerza, revelándole una verdad espantosa. No quería pensar en un hundimiento. Optó por dejar de lado su objetivo, aun cuando casi alcanzaba el cuerpo y a los temibles seres que lo transportaban.

Sin embargo había otro detalle, uno en el que no había pensado: la madriguera era demasiado angosta como para que pudiera darse vuelta.

Sintió pánico y entonces se acordó del túnel lateral por el que acababa de pasar, retrocediendo con dificultad hasta ahí. Metió las piernas y consiguió darse vuelta. Se arrastró con desesperación a la salida, ignorando el dolor de sus rodillas. Entonces sintió una punzada en su pierna. Unos dientes afilados traspasaban su carne. Pataleó con frenesí para escapar de sus atacantes y escuchó un chillido intenso, seguido por el murmullo apresurado se patas que emprendían la huida.

Dirigió la linterna hacia atrás y se estremeció de terror: varias ratas lo observaban con atención, sos ojos malévolos relucían ante la luz. Estaban deformes y eran del tamaño de gatos. Tras ellas, una silueta oscura se desvaneció en la penumbra, pero eso no le impidió sentir miedo ante sus descomunales proporciones. La luz detuvo a los roedores por un instante, antes de que volvieran a acercarse con cautela, con los dientes pintados de escarlata.

Masson sacó su pistola con dificultad y apuntó. No se encontraba en una buena posición. Tuvo cuidado de apuntar hacia las zonas húmedas del túnel para no lastimarse. El impacto lo ensordeció unos momentos. Luego, en cuanto el humo se disipó, verificó que las ratas no estaban. Guardó el arma y volvió a reptar con rapidez por el pasadizo. Más no tardó en volver a escuchar como las alimañas corrían, abalanzándose sobre él. Invadieron sus piernas, mordiendo y chillando con locura. Masson gritó al tiempo que cogía la pistola. No se disparó de milagro. Sin embargo, las ratas no retrocedieron tanto esta vez.

Él aprovechó para arrastrarse tan rápido como podía. preparado para abrir fuego ante el siguiente ataque. Escuchó el movimiento de sus patas e iluminó nuevamente con la linterna. Una gran rata grisácea se detuvo para mirarlo, moviendo sus bigotes y balanceando su repugnante cola, de lado a lado. Le disparó y se retiró corriendo.

Siguió reptando. Se había parado a descansar un segundo, al lado de la entrada de otro un túnel, cuando se percató de un bulto extraño bajo la tierra húmeda, a pocos pasos de él. Pensó que era un montículo que se había desprendido del techo, hasta que vio que se trataba de otro cuerpo humano. Una momia seca y arriada, que se movía hacia él.

Bajo la luz de la linterna, contempló su cara horrible a pocos centímetros de la suya. Era un rostro descarnado, el semblante de un cadáver que había estado enterrado largos años, reanimado por aquellas criaturas infernales. Sus ojos estaban hinchados y vidriosos, expresando su ceguera. Al encontrarse con Masson, el cuerpo emitió un gemido lastimero a través de sus labios podridos, que formaron una mueca hambrienta. A Masson se le heló la sangre. Cuando aquel cuerpo estaba por alcanzarlo, se introdujo a toda prisa por el túnel lateral.

Escuchó que arañaban la tierra bajo sus pies y el gruñido perplejo de la rata que lo seguía. Masson miró hacia atrás, gritó e intento escapar aterrorizado a través de la madriguera. Se arrastraba torpemente, mientras las piedras le abrían heridas en rodillas y manos. El lodo le cubría los ojos, más no se atrevió a parar un solo segundo. Siguió corriendo a gatas, gimiendo, rezando y dejando escapar maldiciones.

Las ratas chillaron victoriosas y se le fueron encima con miradas voraces. Masson por poco y se rindió ante sus dientes, pero una vez más consiguió liberarse de ellas. Lleno de pánico, se sacudió, gritó y disparó hasta quedarse sin municiones. Había ahuyentado a las ratas.

Entonces vio que se encontraba debajo de una gran piedra, que enclavada sobre el túnel, presionaba dolorosamente su espalda. Vio que se movía y tuvo una idea: ¡si lograba hacer caer, bloquearía el túnel!

La tierra estaba mojada. Se incorporó y empezó a remover el barro que sostenía la roca. Las ratas se acercaban, podía ver como brillaban sus ojos ante el destello de la linterna. Continuó cavando, desesperado. La piedra estaba cediendo. Le dio un tiró y la arrancó de sus cimientos. Las ratas estaban cerca… era el enorme roedor con el que se había topado antes. Gris, asqueroso, avanzaba exhibiendo sus dientes deformes. Masson volvió a tirar de la roca y sintió como resbalaba. Entonces volvió a arrastrarse por el túnel, mientras la piedra se derrumbaba a sus espaldas, provocando un inesperado chillido de agonía.

Algunos terrones húmedos le cubrieron las piernas. Más adelante, otro desprendimiento capturó sus pies, del cual logró salir con esfuerzo. ¡El túnel completo se estaba desplomando!

Jadeando con pavos, reptaba mientras la tierra caía. El pasadizo se fue haciendo más estrecho hasta llegar a un punto en el que no podía mover las manos ni las piernas para continuar. Masson se retorció igual que un gusano, hasta notar un trozo de raso debajo de sus dedos y toparse con algo que le impidió avanzar. Movió sus piernas y verificó que no se habían quedado atrapadas en la tierra. Se encontraba boca abajo. Al intentar erguirse, vio que el techo del túnel estaba por tocar su espalda. El terror lo inundó. Al escapar de aquella criatura ciega y horrible, se había metido en un túnel adyacente y sin saluda. ¡Estaba en un ataúd! ¡Un ataúd vacío, al que había accedido por el orificio que las ratas le habían hecho por el extremo!

Trató de colocarse boca arriba sin éxito. La tapa del féretro le obligaba a permanecer inmóvil. Inspiró e intentó empujarla. Era inútil y aun cuando consiguiera salir del ataúd, ¿cómo podría salir a través del metro y medio de tierra que lo cubría?

Casi no podía respirar. Sentía un calor asfixiante y el hedor era insoportable. En un arrebato de pánico, arañó el forro hasta desgarrarlo. Intentó inútilmente cavar con sus pies en la tierra que lo mantenía prisionero. Si pudiera cambiar su postura, podría cavar con sus uñas una abertura hacia el aire…

Una cruel agonía le penetró el corazón, sentía como el pulso se le escapaba por los globos oculares. Sentía su cabeza hinchada, como si le fuera a estallar. Y entonces escuchó los chillidos de triunfo de las ratas. Gritó, enloquecido, más no consiguió apartarlas esta vez. Por breves segundos se retorció con histeria dentro de su angosto encierro y entonces, se tranquilizó, exhausto por la falta de oxígeno.

Cerró sus párpados, sacó la lengua ennegrecida y se abandonó a la oscuridad de la muerte, mientras los chillidos dementes de las ratas resonaban en sus oídos.



Henry Kuttner

sábado, 10 de agosto de 2019

John Wayne Gacy

Nombre: John Wayne Gacy
Alias: Pogo el Payaso
Ciudad: Chicago, Illinois EEUU
Nacimiento: 17 Marzo 1942
Fallecimiento: 10 mayo 1994 (Inyección Letal)
Cantidad de Víctimas: 33
Última Frase: "Matarme no hará regresar a ninguna de las víctimas. ¡El Estado me está asesinando! ¡Bésenme el culo! ¡Nunca sabrán dónde están los otros!"
Referencias en la cultura popular: ESO (IT Stephen King), Twisty el Payaso (American Horror Story Freakshow)
Clasificación: Asesinos Seriales




Historia:

Pogo el Payaso fue un asesino en serie estadounidense que entre 1972 y 1978 violó y mató a 33 hombres jóvenes. Solía actuar como payaso en fiestas y cumpleaños infantiles. Después de su ejecución su cerebro fue extraído y entregado a un grupo de médicos especialistas en psiquiatría y neurología, pero no se detectó ninguna anormalidad que justificara su sociopatia.

John nació en una familia formada por sus padres John Stanley Gacy y Marion Elaine Gacy y sus dos hermanas con quienes tenia una excelente relación. Pero por otra parte, su padre abusaba a su familia y lo castigaba golpeándolo con un cinturón de cuero cada vez que llegaba ebrio a casa. Lejos de odiar a su abusivo padre, Gacy buscaba su aprobación y se esforzaba por hacer que él se sintiera orgulloso, pero no obtenía el trato afectivo que tanto buscaba por parte de su progenitor sino más bien insultos.

La infancia de John siempre estuvo marcada por la violencia, aunque su relación con sus hermanas y madre era muy buena el siempre se sintió acomplejado ya que era un niño obeso. A los 9 años fue abusado sexualmente por un amigo de la familia. Pasados 3 años sufrió un accidente un parque, donde se golpeó la cabeza con un columpio generándole un coágulo de sangre en el cerebro que no fue un problema hasta los 16 años cuando comenzó a tener desmayos. Lejos de tener una respuesta positiva de parte de su padre, la situación fue vista como un intento desesperado por dar lástima y conseguir atención, siendo acusado finalmente de estar fingiendo. Luego de comprobarse su situación médica comenzó la medicación para disolver el coágulo.

A los 20 años se mudó a Las Vegas aún sin graduarse, consiguiendo empleo en una funeraria donde trabajó poco más de tres meses, luego volvió a Chicago donde más tarde se gradua en la Northwestern Bussiness College.
Luego de esto Gacy comienza a trabajar como aprendiz en una compañía de zapatos, para más tarde mudarse a Springfield (Illinois) donde llegó a ser un miembro muy participativo de la comunidad, uniendose a Jaycees y ascendiendo a viscepresidente en 1965.

En 1964 tiene su primer acercamiento homosexual incluso siendo su primer año de matrimonio con su primera esposa, como era de esperarse el matrimonio termina pocos años mas tarde, en 1968 después de ser declarado culpable de abuso sexual reiterado a menores. Cumplió esa condena por 16 meses en los que estuvo recluido en la Penitenciaria Estatal de Anamosa, pero fue puesto en libertad condicional el 18 de Junio de 1970 por buen comportamiento. No hubo mas registros sobre la actividad criminal de Gacy hasta que la policía comenzó a investigarlo por los posteriores asesinatos en Illinois.

Su segundo matrimonio terminó y su esposa se divorció de él a mediados de 1976.

En 1977, David Daniel, que por aquel entonces tenía 28 años, declaró que John le ofreció llevarlo a la estación de buses, pero Daniel rehusó. También dijo que Gacy era muy insistente, llegándole a pedir siete veces e incluso ofreciéndole marihuana. De dos víctimas que fueron reportadas como "supervivientes", Daniel es el único vivo para relatar el procedimiento de John Wayne Gacy, el cual consistía en atarlos, torturarlos de diversas formas, sodomizarlos sexualmente y por último estrangularlos.

Ninguna sospecha recayó en Gacy hasta el 12 de diciembre de 1978, cuando fue investigado después de la desaparición del adolescente de 15 años, Robert Piest, quien fue visto por última vez camino de una entrevista de trabajo con él. Un allanamiento en casa de John reveló diversos artículos relacionados a otras desapariciones.

El 22 de diciembre de 1978, Gacy acudió a sus abogados y confesó sus crímenes. Declaró haber asesinado por primera vez en enero de 1972, cuando al clavar el cuchillo en el cuerpo de un joven y ver como la sangre brotaba del cuerpo, sintió una sensación de excitación y esto comenzó a gustarle. También confesó haber matado a 33 individuos e indicó la ubicación de 28 de los cuerpos a la policía. Estaban enterrados en su propiedad. Las otras cuatro víctimas, dijo, las había arrojado al cercano río Des Plaines. Al menos una de las víctimas fue recogida en la estación de buses. Los individuos más jóvenes tenían solo catorce años y el mayor veintiuno. Siete de las víctimas nunca fueron identificadas. Los cuerpos fueron descubiertos desde diciembre de 1978 hasta abril de 1979, cuando la última víctima conocida fue hallada en el río Illinois.

En 1998, mientras se realizaban reparaciones en el estacionamiento trasero de la casa de la madre de Gacy, las autoridades encontraron restos de al menos cuatro personas más.

El 6 de febrero de 1980 comenzó el juicio de Gacy en Chicago. Durante el juicio, se declaró inocente, alegando problemas de orden mental.​ Sin embargo, su testimonio fue rotundamente rechazado, ya que se le realizaron estudios de orden mental, dando resultados negativos, es decir, que no tenía ni padecía de problemas mentales. Su abogado argumentó que John tenía lapsos de locura temporal en el momento de cada asesinato, pero antes y después, recobraba la normalidad para atraer y disponer de las víctimas.

En un momento del juicio, la defensa de Gacy intentó afirmar que los 33 asesinatos fueron muertes accidentales como parte de una asfixia erótica, pero el forense del condado de Cook demostró con evidencia que estas afirmaciones eran imposibles. Además, Gacy ya había confesado a la policía y era incapaz de suprimir tal evidencia.

John Wayne Gacy fue hallado culpable el 13 de marzo y fue sentenciado a varias cadenas perpetuas y varias penas de muerte.

Fue ejecutado por inyección letal el 10 de mayo de 1994. Sus últimas palabras, que revelan su personalidad y su no arrepentimiento por sus crímenes fueron «Matarme no hará regresar a ninguna de las víctimas. ¡El Estado me está asesinando! ¡Bésenme el culo! ¡Nunca sabrán dónde están los otros!».

Algunas de las víctimas identificadas de John Wayne Gacy


viernes, 9 de agosto de 2019

#515 El Holder del Cielo

En cualquier ciudad, en cualquier país ve a algún hospital al cual puedas llegar por tus propios medios. Cuando llegues a la recepción busca un mesón y pídele a la enfermera que te lleve a visitar la habitación N°515, ella tomará el teléfono y marcará el número de un amigo o familiar comenzará a hablar quién sabe de qué, no debes interrumpirla o tu viaje terminará ahí. Cuando termine pregúntale nuevamente por la habitación N°515, ella reconocerá tu presencia pero te dirá que las horas de visita han terminado, no importa la hora que sea síguela a un elevador, ella presionara un botón y terminarán en el quinto piso.

La enfermera entonces te mirará y te dirá: "No puedo ir más lejos, buena suerte amigo", mientras pulsa el botón de cerrar del elevador, todavía puedes retroceder solo debes apretar un botón; pero si quieres continuar debes seguir, ya casi llegas al final. Pronto encontrarás  el cuarto n 515, si continúas, abre la puerta lentamente sin hacer ruido si hay un hombre ahí, de visita en la habitación tu muerte será rápida e indolora en las garras de los demonios y espíritus que respiraron su último aliento en el hospital si ellos notan tu presencia. Pero si es una mujer la que está de visita, tu muerte ocurrirá inevitablemente luego de que dejes el hospital y no podrás entrar en la habitación si ella está despierta ya que te cazará para siempre porque conoce tu aroma. Si no está despierta pero está presente, deja el hospital y nunca regreses; Si no hay nadie visitando el cuarto en ese momento siéntete completamente libre de entrar.

El paciente acostado en la cama del cuarto será alguien conocido o al menos eso pensarás, no debes decir su nombre ni acercarte a eso, la criatura puede engañar y matar fácilmente, en lugar de eso debes mirar el gran ventanal buscando tu reflejo hasta que la habitación se obscurezca, pero si esto no ocurre verás a la bestia elevarse en su verdadera forma ya sea quitándote la vida o dejándote permanecer en la habitación. Si el cuarto se obscurece eres libre de voltearte, pues la cama y la criatura se habrán ido.

Sigue tu camino y deberías ver una figura brillante a la distancia, corre lo más rápido que puedas hacia el ente, porque las bestias amenazadoras seguirán tus rastros. Los gruñidos a tu alrededor se harán más fuertes e insoportables pero debes continuar avanzando ya que si te atrapan tu destino será horrible, cuando te acerques a la figura las bestias te dejarán en paz.

Esta entidad es la criatura más hermosa que jamás hayas imaginado, no debes  apartar la mirada porque en un instante se convertirá en un enorme y desagradable, listo para destriparte y devorarte de inmediato, este Portador el cual se presume es un ángel, es mudo por lo que no responderá a ninguna pregunta ni inundara tu mente con horribles historias del pasado o el futuro, en lugar de eso arrancará dos plumas que tu elijas de sus enormes alas.

La pluma equivocada se pudrirá en tus manos al igual que el ángel volviendo sus brillantes ojos en un rojo rubí y su hermosa piel se tornará en un café cariento, no morirás pero retornarás a la entrada del hospital, con un boleto asegurado al infierno. La otra pluma conservará su brillo por el resto de tu vida y el ángel te enviará al lugar que llamas hogar.the place you call home. 



La pluma del Ángel es el Objeto 515 de 538. Con ella la luz jamás dejara tu alma y tampoco las sombras que arrastra.





#506 El Holder de la Redención

Éste objeto en particular solo puede ser obtenido en un lugar de culto, una iglesia abandonada. Cuanto más decrépita sea la construcción mejor y jamas debes intentar obtenerlo en terrenos sagrados que aún se utilicen. Al llegar al lugar debes preguntar por "El Centinela", durante doce minutos parecerá que tus esfuerzos fueron infructuosos pero entonces alfo ocurrirá... un hombre mayor con ojos dorados abrirá la puerta para ti.

Cuando lo conozcas, su cuerpo demacrado y sus ojos inhumanos pueden ponerte nervioso, resiste la tentación de huir ya que si lo haces solo atraerás la atención de lo que el vigila, en lugar de eso intenta hablarle. En el momento que él pronuncie las palabras: "Creo que estamos al final", pídele visitar a quien se hace llamar "El Portador de la Redención". El centinela te mirará confundudido, pero luego sonreirá como si se diera cuenta de pronto de lo que estaba hablando, entonces te pedirá que lo sigas luego de darte una oportunidad de retirarte del lugar.

Si decides quedarte, el te guiará hacia abajo por un blanco pasillo sin nada en las paredes, el pasillo brillará intensamente casi cegándote a medida que bajas, cuando llegues al final el centinela abrirá una puerta y te señalará que entres no intentes que te acompañe, incluso si quisiera sus deberes superan con creces cualquier comodidad o seguridad que pudiera brindarte.

Dentro de la minúscula habitación habrá una puerta a la derecha y una a la izquierda y una a la derecha. Frente a ti habrá un esqueleto apuntalado apresuradamente contra la pared. En sus dedos hay dos anillos, uno plateado y uno dorado. Por ahora debes tomar la puerta de la derecha y pasar, en el interior verás un hombre que ha cometido actos repugnantes, tan inimaginable mente depravados que desafían toda explicación. El está más allá de la comprensión y en este punto más allá de cualquier salvación que puedan ofrecerle los hombres con traje.

Tómalo y arrástralo tras la puerta ignorando sus suplicas para que te detengas, cuando lo atravieses el esqueleto se levantará y apuñalará con la mano derecha a este abominable intento de hombre. Su cuerpo se pudrirá aquí durante la eternidad, rodeado de las aguas estigias que ves frente a ti, no lo mires aunque la curiosidad te consuma... su destino no te concierne.

Ahora debes dirigirte a la puerta de la izquierda donde encontrarás a una pequeña niña que ha sido traumatizada de las maneras más inimaginables y asesinada por el miserable que arrojaste al abismo. Debes tomar su frágil cadáver y llevarla de vuelta por la puerta, mientras haces esto, el esqueleto se acercará a ti y verás como mientras levanta su brazo izquierdo le restaura la vida a la pequeña.

En este momento puedes hacerle una pregunta a ella, todas le causarán risa excepto la última pregunta: "¿Cómo pueden ser redimidos?", derrepente el esqueleto se acercará a ti y te atacará salvajemente, debes resistir y no llorar o seguramente morirás. Debes esperar lo suficiente hasta que deje de dar golpes y se reduzca a polvo. La niña se acercará a ese monton de suciedad y levantará los dos anillos. Uno de ellos tiene un ojo y el otro una cruz, ella te los entregará y te conducirá hasta la puerta, vete de inmediato ya que si te demoras te convertirás en el nuevo guardián del pozo.



Los anillos también son llamados "Pecado" y "Esperanza", juntos son el objeto 506 de 538. El ciclo continuará a menos que cedas ante la locura.

El diablo en el espejo

En plena época de Navidad, un grupo de amigos en un pueblo pequeño se reunió para beber unos tragos y contar unas cuantas historias paranormales. Fue entonces cuando Marcos, el cabeza de la pandilla, recordó una vieja leyenda urbana que le habían contado sus padres.

—Todos los años, el 24 de diciembre, justo cuando dan las doce de la noche, el diablo sube a la tierra para hacer una inspección. Dicen que si quieres verle tienes que aprovechar este día para mirarlo a los ojos. El procedimiento es muy sencillo: enciérrate en el baño pocos minutos antes de la medianoche, apaga las luces y párate frente al espejo. Debes encender doce velas negras a tu alrededor. Justo cuando comiencen a sonar las campanadas de las doce horas, cierra tus ojos y espera a escuchar la última. En ese instante, por un solo segundo, el demonio aparecerá en el espejo.

Los amigos de Marcos se quedaron en silencio, con rostros entre intrigados y nerviosos.

—Eso no es más que una mentira y yo te lo puedo comprobar —dijo entonces Diego, que siempre se había caracterizado por ser el más soso del grupo.

Pero esa noche, estaba dispuesto a hacerse el valiente frente a los demás.

—Si tan machito eres, ¿por qué no hacemos la prueba esta Nochebuena? —lo retó Marcos son una sonrisa burlona.

—Acepto. Pero te advierto que cuando gané, tendrás que cumplir con el castigo que yo elija y veremos quien se hace el machito.

Todos los amigos pactaron el acuerdo y el día 24 de ese mismo mes, se presentaron en casa de Diego con una docena de velas negras, una biblia satánica y una cámara de vídeo con visión nocturna.

—Esto es para evitar que te eches atrás —le advirtió Marcos a Diego—, vamos a grabar todo lo que ocurra en el baño. Si te haces el tonto, lo sabremos.

Prepararon todo para el ritual. Una vez que la puerta se cerró detrás de él y se vio a sí mismo alumbrado ante el espejo con las velas, Diego sintió como la ansiedad y el terror se apoderaban de su cuerpo. Pero no podía salir ni quedar como un idiota ante los demás. Respiró profundamente, se apoyó contra el lavamanos y al escuchar las campanadas de la iglesia a lo lejos, cerró los ojos…

Fuera del baño, Marcos y sus amigos esperaban que saliera llorando en cualquier momento. Un silencio absoluto se había apoderado del lugar.

—¿Diego? ¿Estás bien?

Las campanadas se habían terminado. Al no obtener respuesta de su amigo, los chicos entraron al baño, solo para encontrarlo de pie frente al espejo, con una mueca de terror en la cara y una mano en el corazón. Le había dado un infarto de la impresión.

—Lo vi… lo vi… —murmuraba, con la respiración entrecortada.

Aunque lograron trasladarlo al hospital a tiempo, Diego nunca más volvió a ser el mismo, convirtiéndose en un muchacho asustadizo y paranoico.

Marcos jamás se atrevió a mirar lo que había grabado la cámara de vídeo.




Calificación: 


jueves, 8 de agosto de 2019

El Sabueso - H.P. Lovecraft

Título OriginalThe Hound
Año de Publicación: febrero, 1924
Autor: H.P. Lovecraft


En mis lacerados oídos palpitan incesantemente un chillido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano, como el de un descomunal sabueso. No es un sueño... y temo que tampoco sea locura, ya que son muchos los hechos que me han acaecido para que pueda permitirme esas piadosas dudas.

St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la naturaleza de mi conocimiento es tal que estoy a punto de volarme la cabeza por terror a ser destrozado de la misma manera. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía se pasea Némesis, la diosa de la venganza negra, que me incita a la aniquilación.

¡Que el cielo perdone la demencia y la morbosidad atraída por la nefasta suerte! Hartos de los temas de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su color, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían erradicar nuestro tedioso aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.

Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en cansarnos, hasta que no quedó otro camino que el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras personales. Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.

No puedo revelar los detalles de nuestras brutales expediciones, ni nombrar el valor de los trofeos que adornaban el anónimo museo que creamos en la monolítica casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el perfume de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo oriental, y a veces (¡cómo me estremezco al recordarlo!) la espantosa fetidez de una tumba descubierta.

Alrededor de las paredes de aquella repulsiva habitación había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas vasijas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición.

Había estatuas y cuadros, todos perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo.

Las expediciones, en las cuales recogíamos nuestros tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de expresión, y brindábamos a sus detalles un minucioso cuidado. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la fervorosa emoción que acompañaba a la exhumación. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.

¿Qué espantoso destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a humedad, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal.

Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir una pútrida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan antigua que conseguimos abrirla.

Mucho era lo que quedaba del cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque quebrado en algunos sitios por las mandíbulas del ser que le había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, de bestialidad y odio. En torno de la base llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.

En cuanto vimos el amuleto supimos que debíamos poseerlo. Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta de que nos parecía familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.

Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.

Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad.

Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta sonaba muy raramente la llamada de un visitante.

Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora en nuestro museo. Leímos mucho en el Necronomicón de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.

Luego llegó el terror.

La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.

Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad de que nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de susurros. En aquel momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés.

Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría de que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir.

El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra silueteada contra la luna que se alzaba en aquel momento.

Mi amigo estaba muriendo cuando me acerqué a él y no pudo responder mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:

-El amuleto..., aquel maldito amuleto...

Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.

Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el pantano una ancha y nebulosa sombra que volaba, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.

Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón Victoria, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.

Al día siguiente empaqué el amuleto de jade verde y viajé hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de evadir la amenaza que pesaba sobre mi. Lo que pudiera ser el sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio, y todos los hechos siguientes, incluido el moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en la desesperación cuando, en una posada de Róterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación.

Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.

Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.

No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar disculpas al tranquilo esqueleto que reposaba en su interior; pero, más allá de mis motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación tanto mía como de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó fácil, aunque en un momento me encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.

Aquél fue el último acto racional que realicé.

Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.

La locura viaja sobre el viento..., garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las ruinas de los templos enterrados de Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido.




H.P. Lovecraft

miércoles, 7 de agosto de 2019

#528 El Holder de la Ira

En cualquier ciudad, en cualquier país, ve a algún manicomio al cual puedas llegar por tus propios medios... Cuidado no un hospital mental o asilo, ni a una casa en medio del camino.
Cuando llegues al mostrador di tu nombre y pide ver al "Portador de la ira", la recepcionista tomará el teléfono y marcará un número mientras te dice "Están aquí". Unos segundos después ella te guiará hacia unas escaleras que descienden, puedes bajar tanto como quieras, cada piso es el mismo lugar.

Cuando cruces la puerta que lleva al piso que hayas escogido veras una luz, una sola luz al final del larguísimo pasillo, debes caminar hacia la luz, pero hagas lo que hagas no llegues hasta el final del corredor. Debes caminar hacia la tercera puerta a la izquierda, si entras en cualquier otra puerta jamás volverás a salir; una vez encuentres la puerta entra y abre tus brazos con las palmas mirando hacia adelante, la persona que más odias en el mundo se presentará ante ti, debes abrazarlo con genuino amor y susurrarle al oido: "No siento nada más que paz". Debes hacerlo rápido o la persona desaparecerá y estarás atrapado ahí para siempre. 
En este punto obtendrás un pequeño vial relleno de sangre.



La sangre en ese vial es el objeto 528 de 538, úsalo cuando te encuentren.