martes, 7 de enero de 2020

El Barril de Amontillado - Edgar Allan Poe

Título Original: The Cask of Amontillado
Autor: Edgar Allan Poe
Nacionalidad: EEUU
Año de publicación: 1846


El Barril de Amontillado

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida. Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero.

Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.

—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.

—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometerla tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.

—¡Amontillado!

—Tengo mis dudas.

—¡Amontillado!

—Y he de pagarlo.

—¡Amontillado!

—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. El es un buen entendido. El me dirá...

—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

—Vamos, vamos allá.

—¿Adónde?

—A sus bodegas.

—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...

—No tengo ningún compromiso. Vamos.

—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

—A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me tomó del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

Tomé dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors. El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.

—¿Y el barril? —preguntó.

—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.

—¿Salitre? —me preguntó, por fin.

—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.

—No es nada —dijo por último.

—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...

—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.

—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.

—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.

Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludo con familiaridad. Los cascabeles sonaron.

—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.

—Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me tomó de mi brazo y continuamos nuestro camino.

—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.

—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.

—He olvidado cuáles eran sus armas.

—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

—¡Muy bien! —dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...

—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender. Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

—¿No comprende usted? —preguntó.

—No —le contesté.

—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

—¿Cómo?

—¿No pertenece usted a la masonería?

—Sí, sí —dije—; sí, sí.

—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

—Un masón —repliqué.

—A ver, un signo —dijo.

—Este —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.

—Usted bromea —dijo, retrocediéndo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.

—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.

Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado.

Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París. Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura.

Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...

—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.

—Cierto —repliqué—, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto.

No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos.

Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás. Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je! a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!

—El amontillado —dije.

—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.

—Sí —dije—; vámonos ya.

—¡Por el amor de Dios, Montresor!

—Sí —dije—; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

—¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

—¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo.

Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. ¡In pace requiescat!

Edgar Allan Poe




#236 El Holder de la Verdad

En cualquier ciudad, en cualquier país, ve a cualquier institución mental o casa en medio de un camino a la que puedas llegar por tus propios medios. Cuando llegues al escritorio, pide visitar a quien se hace llamar "El Portador de la Verdad". Una ola de terror se verá reflejada en la cara de los trabajadores, ellos se detendrán y te abrirán un panel de acero que se encuentra al final de un pasillo, debes bajar la escalera lentamente, comenzarás a escuchar la risa de un niño y una niña. Si la niña deja de reír, regresa a la cima de la escalera lo más rápido que puedas para que no encuentres lo que te esperaba en el fondo. Si el niño deja de reír, continúa tu camino hasta el fondo donde encontrarás una puerta, ábrela y ciérrala detrás de ti.

Un hombre sin rostro y completamente vestido de blanco se parará delante de ti. Notarás un collar blanco que parece roto al medio, está hecho de hueso y te atraerá hacia el. Se flexíble y manten tu cuerpo en su lugar ya que si te acercas demasiado el te arrancará todos los huesos y los romperá antes de matarte. Hazle esta pregunta: "¿Quién me ayudará a encontrarlos?". Su rostro no se moverá, pero con la voz más terrible que hayas escuchado el dirá su respuesta a tu oído, luego caminará detrás de ti. Abre tus brazos en forma de T. El dirá: "¿Soy en quién confiarás?".
No debes caer en sus brazos si no quieres sufrir un destino peor que la muerte. Cierra los ojos, date la vuelta rápidamente y cae al lado contrario. Sentirás el viento en tu cara mientras caes por lo que parece ser la eternidad. No abras los ojos o puede haber un final en tu caida.

Si mantienes los ojos cerrados y los brazos abiertos, eventualmente te detendrás. Ahora abre tus ojos y verás la entrada del edificio al que ingresaste. Busca en tu bolsillo y encontrarás la mitad del collar del hombre.



Este collar es el Objeto N°236 de 538. ¿No hay nadie en quién pueda confiar?


lunes, 6 de enero de 2020

Fotografías (Micropasta)

Hace un tiempo, una fotógrafa amiga mía decidió irse a pasar unos días sola en el bosque a las afueras de la ciudad. Ella no tenía miedo de acampar sola ya que, ciertamente, lo había hecho muchas veces con anterioridad; instalando su carpa en el medio de un pequeño claro, pasaba ahí todo el día tomando fotos.

Cuando volvió, había llenado hasta el tope cuatro rollos de película, pero, al momento de revelarlas, aparecieron cuatro fotografías que la inquietaron. Habían sido tomadas en el interior de la carpa...

Fotografías de ella, mientras dormía.


El Tren

No solía viajar en tren, pues no me agradaba. No obstante, en emergencias, no me quedaba otra opción. Aunque pasaban tres por mi ciudad, solo me gustaba usar dos de ellos. El tercero casi siempre estaba vacío y tenía un aspecto antiguo que no me daba seguridad para subirme en él. Supuesto que mis padres vivían en un pueblo cerca de Denver, los solía visitar de manera trimensual.

Era un día festivo, y, como, ya que todo el mundo viajaba, los trenes que ocupaba se encontraban llenos, no tuve otra opción que ocupar el antiguo y triste tren de madera. Después de cinco minutos desde que había subido, el viaje comenzó.

Solo viajaban unas pocas personas. Dos señoras con aspecto triste del lado izquierdo; un joven matrimonio y su pequeña hija detrás de mí; y un señor durmiente dos asientos delante de mí. Ninguno parecía notar mi presencia.

Luego de diez minutos, el tren paró, y mis padres subieron. Corrí a abrazarlos y, aunque estaban algo raros, se esforzaron por sonreír y se sentaron conmigo. Hablamos por el resto del viaje hasta que llegamos. Sin embargo, cuando bajaba, no se movieron.

—¿Qué hacen? Ya llegamos. —Los miré extrañada y les indiqué con la cabeza que avanzaran.

—Lo sentimos, hija. Baja tú. Nosotros tenemos asuntos pendientes. —Me miraron con ternura, y bajé dudosa.

Tomé un taxi a la casa de mis padres y, al llegar, comprobé que un incendio la había destruido. Volví a la estación de trenes, y aún estaba ahí. No obstante, había cambiado. Sus ventanas trizadas, sus maderas rotas, sus tapices desgarrados, y las personas, incluyendo a mis padres, muertas.




Calificación: 

domingo, 5 de enero de 2020

#227 El Holder de la Música

En cualquier ciudad, en cualquier país, ve a cualquier salón de conciertos al que puedas llegar por tus propios medios. Una vez que ingreses debes sentarte en la silla más cercana y esperar. Permanece allí, ya que si por algún motivo te levantas de tu asiento, tu viaje de seguro terminará en ese instante; debes esperar a que entre una mujer con un niño, ella puede ingresar unos instantes después de ti, o puede tardar años en hacerlo. Ella parecerá muy confundida, levántate y pregúntale: "¿También estás buscando al Portador de la Música?". La dama te ignorará por unos instantes, para luego pedirte que la acompañes.

La mujer te llevará al escenario y te mostrará tres trampillas que conducen a la parte de abajo de la plataforma. Abre la escotilla del extremo derecho, pero no entres a menos que quieras ver al mismo diablo. La puerta de la izquierda se abrirá y saldrá por ella un hombre quien comenzará a regañar a la mujer por llevar al niño a su sala de conciertos, sacará de su chaqueta un cuchillo y le dirá a la mujer que si se acuesta será más fácil, ella en calma y obedientemente se recuesta en el piso mientras el se acerca a ella susurrándole algo en el oído para luego finalmente cortarle el cuello con el cuchillo. 
Luego te mirará y te dirá que si te acuestas todo será más fácil, hazlo, en lugar de cortar tu cuello el te enterrará el arma en la pierna, causando que sangres y te desmayes.

A continuación te encontrarás en medio del mar, casi ahogándote y el cuchillo seguirá clavado en tu pierna, no lo remuevas hasta estar en tierra firme, si logras mantenerte a flote luego de unos 10 minutos verás flotando una guitarra entre las olas. Tómala y úsala para flotar, debes resistir hasta que un bote de nombre "Claire"  pintado a un costado te socorra, un miembro de la tripulación te verá y te arrojará una soga para que te subas al bote. Cuando subas a bordo no debes decir nada en absoluto, no importa qué te pregunten o digan, no contestes una sola palabra, porque todos son mentirosos, te quitarán el cuchillo y coserán la herida. Permanece en el bote hasta que lleguen a puerto. Una vez en tierra jamás vuelvas a entrar a la sala de conciertos o seguramente el hombre de traje te matará.




La guitarra es el objeto N°227 de 538. Nunca la toques...