viernes, 9 de agosto de 2019

El diablo en el espejo

En plena época de Navidad, un grupo de amigos en un pueblo pequeño se reunió para beber unos tragos y contar unas cuantas historias paranormales. Fue entonces cuando Marcos, el cabeza de la pandilla, recordó una vieja leyenda urbana que le habían contado sus padres.

—Todos los años, el 24 de diciembre, justo cuando dan las doce de la noche, el diablo sube a la tierra para hacer una inspección. Dicen que si quieres verle tienes que aprovechar este día para mirarlo a los ojos. El procedimiento es muy sencillo: enciérrate en el baño pocos minutos antes de la medianoche, apaga las luces y párate frente al espejo. Debes encender doce velas negras a tu alrededor. Justo cuando comiencen a sonar las campanadas de las doce horas, cierra tus ojos y espera a escuchar la última. En ese instante, por un solo segundo, el demonio aparecerá en el espejo.

Los amigos de Marcos se quedaron en silencio, con rostros entre intrigados y nerviosos.

—Eso no es más que una mentira y yo te lo puedo comprobar —dijo entonces Diego, que siempre se había caracterizado por ser el más soso del grupo.

Pero esa noche, estaba dispuesto a hacerse el valiente frente a los demás.

—Si tan machito eres, ¿por qué no hacemos la prueba esta Nochebuena? —lo retó Marcos son una sonrisa burlona.

—Acepto. Pero te advierto que cuando gané, tendrás que cumplir con el castigo que yo elija y veremos quien se hace el machito.

Todos los amigos pactaron el acuerdo y el día 24 de ese mismo mes, se presentaron en casa de Diego con una docena de velas negras, una biblia satánica y una cámara de vídeo con visión nocturna.

—Esto es para evitar que te eches atrás —le advirtió Marcos a Diego—, vamos a grabar todo lo que ocurra en el baño. Si te haces el tonto, lo sabremos.

Prepararon todo para el ritual. Una vez que la puerta se cerró detrás de él y se vio a sí mismo alumbrado ante el espejo con las velas, Diego sintió como la ansiedad y el terror se apoderaban de su cuerpo. Pero no podía salir ni quedar como un idiota ante los demás. Respiró profundamente, se apoyó contra el lavamanos y al escuchar las campanadas de la iglesia a lo lejos, cerró los ojos…

Fuera del baño, Marcos y sus amigos esperaban que saliera llorando en cualquier momento. Un silencio absoluto se había apoderado del lugar.

—¿Diego? ¿Estás bien?

Las campanadas se habían terminado. Al no obtener respuesta de su amigo, los chicos entraron al baño, solo para encontrarlo de pie frente al espejo, con una mueca de terror en la cara y una mano en el corazón. Le había dado un infarto de la impresión.

—Lo vi… lo vi… —murmuraba, con la respiración entrecortada.

Aunque lograron trasladarlo al hospital a tiempo, Diego nunca más volvió a ser el mismo, convirtiéndose en un muchacho asustadizo y paranoico.

Marcos jamás se atrevió a mirar lo que había grabado la cámara de vídeo.




Calificación: 


jueves, 8 de agosto de 2019

El Sabueso - H.P. Lovecraft

Título OriginalThe Hound
Año de Publicación: febrero, 1924
Autor: H.P. Lovecraft


En mis lacerados oídos palpitan incesantemente un chillido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano, como el de un descomunal sabueso. No es un sueño... y temo que tampoco sea locura, ya que son muchos los hechos que me han acaecido para que pueda permitirme esas piadosas dudas.

St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la naturaleza de mi conocimiento es tal que estoy a punto de volarme la cabeza por terror a ser destrozado de la misma manera. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía se pasea Némesis, la diosa de la venganza negra, que me incita a la aniquilación.

¡Que el cielo perdone la demencia y la morbosidad atraída por la nefasta suerte! Hartos de los temas de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su color, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían erradicar nuestro tedioso aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.

Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en cansarnos, hasta que no quedó otro camino que el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras personales. Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.

No puedo revelar los detalles de nuestras brutales expediciones, ni nombrar el valor de los trofeos que adornaban el anónimo museo que creamos en la monolítica casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el perfume de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo oriental, y a veces (¡cómo me estremezco al recordarlo!) la espantosa fetidez de una tumba descubierta.

Alrededor de las paredes de aquella repulsiva habitación había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas vasijas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición.

Había estatuas y cuadros, todos perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo.

Las expediciones, en las cuales recogíamos nuestros tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de expresión, y brindábamos a sus detalles un minucioso cuidado. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la fervorosa emoción que acompañaba a la exhumación. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.

¿Qué espantoso destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a humedad, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal.

Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir una pútrida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan antigua que conseguimos abrirla.

Mucho era lo que quedaba del cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque quebrado en algunos sitios por las mandíbulas del ser que le había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, de bestialidad y odio. En torno de la base llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.

En cuanto vimos el amuleto supimos que debíamos poseerlo. Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta de que nos parecía familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.

Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.

Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad.

Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta sonaba muy raramente la llamada de un visitante.

Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora en nuestro museo. Leímos mucho en el Necronomicón de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.

Luego llegó el terror.

La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.

Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad de que nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de susurros. En aquel momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés.

Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría de que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir.

El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra silueteada contra la luna que se alzaba en aquel momento.

Mi amigo estaba muriendo cuando me acerqué a él y no pudo responder mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:

-El amuleto..., aquel maldito amuleto...

Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.

Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el pantano una ancha y nebulosa sombra que volaba, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.

Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón Victoria, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.

Al día siguiente empaqué el amuleto de jade verde y viajé hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de evadir la amenaza que pesaba sobre mi. Lo que pudiera ser el sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio, y todos los hechos siguientes, incluido el moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en la desesperación cuando, en una posada de Róterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación.

Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.

Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.

No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar disculpas al tranquilo esqueleto que reposaba en su interior; pero, más allá de mis motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación tanto mía como de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó fácil, aunque en un momento me encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.

Aquél fue el último acto racional que realicé.

Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.

La locura viaja sobre el viento..., garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las ruinas de los templos enterrados de Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido.




H.P. Lovecraft

miércoles, 7 de agosto de 2019

#528 El Holder de la Ira

En cualquier ciudad, en cualquier país, ve a algún manicomio al cual puedas llegar por tus propios medios... Cuidado no un hospital mental o asilo, ni a una casa en medio del camino.
Cuando llegues al mostrador di tu nombre y pide ver al "Portador de la ira", la recepcionista tomará el teléfono y marcará un número mientras te dice "Están aquí". Unos segundos después ella te guiará hacia unas escaleras que descienden, puedes bajar tanto como quieras, cada piso es el mismo lugar.

Cuando cruces la puerta que lleva al piso que hayas escogido veras una luz, una sola luz al final del larguísimo pasillo, debes caminar hacia la luz, pero hagas lo que hagas no llegues hasta el final del corredor. Debes caminar hacia la tercera puerta a la izquierda, si entras en cualquier otra puerta jamás volverás a salir; una vez encuentres la puerta entra y abre tus brazos con las palmas mirando hacia adelante, la persona que más odias en el mundo se presentará ante ti, debes abrazarlo con genuino amor y susurrarle al oido: "No siento nada más que paz". Debes hacerlo rápido o la persona desaparecerá y estarás atrapado ahí para siempre. 
En este punto obtendrás un pequeño vial relleno de sangre.



La sangre en ese vial es el objeto 528 de 538, úsalo cuando te encuentren. 

Assamita


De los desiertos de Oriente llegan los Assamitas, y llevan con ellos una nube de terror, pues ellos son conocidos en la sociedad vampírica como un clan de asesinos al servicio de cualquiera que pueda pagar su precio. Este precio es la vitae de otros Vástagos; para los Assamitas la diablerie es el mayor sacramento. Los Assamitas tienden a evitar los asuntos de la Camarilla y el Sabbat, trabajando para cualquiera de los dos bandos (o para ambos). Circulan libremente por las ciudades bajo el control de las sectas. Los demás Vástagos los encuentran útiles para asesinar a sus rivales, llevar a cabo cazas de sangre, eliminar a chiquillos indeseables e infiltrarse en las bases de poder de sus rivales. No obstante, es raro que los Assamitas formen verdaderas alianzas con otros vampiros, pues consideran inferiores a los demás Hijos de Caín. Al contrario que los demás clanes, los Assamitas dicen descender no de un vampiro de la Tercera Generación, sino de uno de la Segunda, lo que convierte a todos los demás Vástagos en copias defectuosas. En las noches anteriores a la formación de la Camarilla y el Sabbat, los Assamitas practicaban la diablerie a gran escala, siempre buscando acercarse a “Él”, como llamaban a su mítico fundador.

Tras la Revuelta Anarquista, cuando el Sabbat y la Camarilla se alzaron de las cenizas, muchos poderosos antiguos se sintieron incómodos con los asesinos caníbales que acechaban a los suyos. Recurriendo a los Tremere para que maldijesen la sangre de los Assamitas, la Camarilla puso un yugo sobre el clan que impedía a sus miembros consumir la sangre de otros Vástagos. Incapaces de oponerse al frente unido que representaba la Camarilla, los Assamitas se sometieron a tal indignidad. Los pocos que no aceptaron la maldición se ocultaron y acabaron uniéndose al Sabbat. Quienes tratan habitualmente con los Assamitas han percibido una gran inquietud en el clan. La mayor señal es su reciente liberación del hechizo Tremere. Libre de los grilletes místicos que le impedían dedicarse a la diablerie, el clan ha iniciado otra campaña de asesinatos y canibalismo. Ahora los Assamitas matan sin provocación... y de hecho sin contrato.

El clan en general ha asumido una postura más agresiva. Mientras que antes los Assamitas no aceptaban nuevos contratos sobre una víctima que hubiera evitado sus intentos, el clan puede perseguirla ahora, lo que hace con inusitado fervor. De la misma forma, han dejado de honrar la ancestral costumbre de pagar un diezmo a sus sires. En estas noches de inminente Gehena no hay lugar para los Assamitas perezosos que se duermen sobre los laureles. Pero no se sabe qué es exactamente lo que quieren los Assamitas. Ciertamente, han flexionado sus músculos en los campos físico y político, y agentes encubiertos del clan han salido a la luz en ciudades donde los gobernantes vampíricos se han vuelto fatuos y perezosos. Su presa sobre las ciudades de la India y Oriente Medio es mucho más fuerte de lo que cualquier otro Vástago hubiese supuesto. Los vampiros que antes veían a los Assamitas como funcionarios útiles y honorables (es decir, relativamente impotentes) están ahora aterrorizados por el clan.



El Origen de Eyeless Jack

Jack era un adolescente que trabajaba en un periódico local. Un día, su jefe anunció que Estados Unidos había entrado en la Segunda Guerra Mundial y Jack se dignó a inscribirse en el ejército para luchar por su país.

Al poco tiempo se hizo amigo de un inglés llamado Louis, que también se había alistado allí, ya que su pueblo había sido atacado y tenía la necesidad de defenderlo.

Jack y Louis se hicieron mejores amigos, y todos los demás soldados veían como se llevaban muy bien. Incluso llegaron a llamarse entre ellos hermanos.

Los jóvenes estaban a punto de lanzarse hacia las líneas enemigas, pero el lado enemigo se movió antes. Un gas venenoso fue arrojado alrededor de la base, provocando que Jack se quedará ciego. Durante el alboroto, Louis recibió un disparo.

Ambos fueron enviados a un hospital a unos pocos kilómetros de distancia. Jack empezó a llorar por el dolor que sus ojos le causaban, por lo que los médicos tomaron una medida drástica y le quitaron los ojos. 

Aun estando ciego, Jack se negaba a abandonar a su preciado amigo. Louis estaba siendo atendido por una enfermera llamada Betsy, quien, nacida en Estados Unidos, se había trasladado a Noruega para ayudar a los soldados heridos. Ella no pudo salvarle la vida a su amigo. Louis agarró la mano de Jack y unos minutos después la soltó. Dio su último aliento en esa cama, como si se fuera a dormir. 

Jack quería llorar, pero ya no tenía ojos para poder hacerlo, así que se mordió el labio hasta que le sangró. Los médicos apartaron el cuerpo de su amigo y lo llevaron a enterrar; él se quedó durmiendo en esa habitación lo que le pareció una eternidad. 

Una mañana, el médico le leyó un telegrama de Betsy, indicando en donde habían enterrado los cuerpos de los soldados muertos. Jack, una vez en el lugar donde habían sepultado a Louis, se despidió y volvió a su hogar en Estados Unidos. 

Pero solo más tristeza le esperaba allí. Cuando llegó, su madre lo recibió con lágrimas al ver que él ya no tenía ojos. Jack le preguntó si algo más había ocurrido para que estuviera así, siendo ella normalmente tan alegre y llena de tanta energía. Ella le dijo que Marcos, el hermano de Jack que trabajaba en una fábrica, había muerto a causa de unas partículas impregnadas en el aire.

Una semana más tarde, Jack lamentó la pérdida de su madre, que probablemente murió por esa gran tristeza. Él se había quedado solo. Su padre había muerto de tuberculosis cuando él tenía cinco años. Y ahora Louis, Marcos y su madre también habían muerto. No había nadie allí para guiar a este hombre ciego, para consolarlo, siquiera para darle algo tan importante como un abrazo.

Una noche, Jack caminó alrededor de su antigua habitación hasta que llegó a un viejo escritorio de madera donde guardaba un arma. Estaba cargada y lista para disparar, por si en algún momento entraba un ladrón y trataba de hacerle daño a él o a su madre, pero ella se había ido. Solo había un uso para ese arma ahora. Jack abrió la boca, apuntó con la pistola en la garganta y apretó el gatillo.

Sus cuerdas vocales y la tráquea fueron destrozadas en un milisegundo. Su cuerpo cayó al suelo, pero, para su sorpresa, seguía vivo. El destello repentino de los disparos le había provocado algo en su mente que le hizo olvidar todo lo que le había ocurrido antes de su muerte.

Estaba confundido en cuanto a por qué lo había hecho. Incapaz de escapar, se quedó en la casa esperando una respuesta. Más tarde, recobró la memoria al ver las fotografías de la Segunda Guerra Mundial, los soldados y lo demás, perdió la cabeza.


Desde ese día aquel fantasma sin voz ni ojos, ronda por ahí intentando calmar su tristeza de algún modo u otro.




Calificación: